martes, 25 de septiembre de 2007

Maternidad


Sean cuáles sean las modas morales y los hábitos sexuales, la maternidad seguirá siendo el núcleo instintivo y esencial del amor, mientras el ser humano no modifique radicalmente su naturaleza.
La añoranza de la madre, de sus cuidados o de su ausencia, marcan el modo en que buscamos una relación que nos complemente. De la madre nos acordamos cuando nos sorprende el miedo de la muerte. Un ciego empuje nos abisma a profundizar en parecida cálida senda a la que atravesamos para saltar a la vida, como si quisiéramos deshacer así todo el sufrimiento que nos causa y recuperar la ingravidez del útero en que fuimos criados y protegidos.
Por eso el matrimonio nunca tendrá más sacramento ni futuro que el que le otorga una madre, sus miembros orbitan como sarmientos en torno al tronco de esa viña fertil. Tendríamos que discutir por los nombres. Pueden ser falsos nombres.
Los amantes se aniñan para ser recogidos en los brazos de una madre vicaria, porque la sensualidad exige sombras y jugos de pezones que colmen su infinita ansiedad de seguridad y placer.
Amar es un accidente, conservar el amor es un arte imaginativo que involucra la ternura de la madre. Algo le falta al amor profano: "madre no hay más que una, y a ti te encontré en la calle".

lunes, 24 de septiembre de 2007

Red

"No es bueno que el hombre esté solo... -pensó el Creador-, y consintió que se inventara la Red". La ingeniosa frasecita llegó a mi ordenador por teléfono y se la debo a una profesor amigo. Llevaba años sin hablar con él. Por casualidad encontré su dirección electrónica en la convocatoria de un Congreso de Semiótica. El esfuerzo para mandar un mensaje vía modem es mínimo, la velocidad máxima, el precio ridículo.

Cada vez que los hombres hemos puesto a funcionar un nuevo medio de comunicación se han transformado:

Primero, las relaciones humanas, los símbolos o cosas con las que se piensa. Segundo, más imperceptiblemente y a largo plazo, los modos de pensar. Y, por último, los mismos objetos sobre los que se piensa: la estructura de los intereses.

Acabamos pareciéndonos al Frankenstein que hemos creado. Sucedió con la prensa de Gütemberg; ella sola amplió el radio de la cultura intelectual y creó en pocos años una comunidad científica internacional, mejorando el rigor de la comunicación y ampliándola a un público creciente. Todos somos un poco como los hombres-libro de aquella famosa distopía futurista.

La escritura fenicia, origen de la nuestra, disoció el pensamiento de las imágenes. La imprenta reforzó la distancia entre la mente y el cuerpo, separó el mensaje del mensajero y creó un mundo de pensamiento abstracto. Es probable que la capacidad social de leer y escribir hiciese imprescindible el desarrollo del pudor y del autocontrol como mecanismos morales mediante los que se controla el cuerpo mientras la mente trabaja. La Reforma santificó el Libro. Los símbolos unen a la vez que espiritualizan a los humanos.

El libro de bolsillo puso en comunicación a seres humanos distantes, pero también enriqueció el ámbito de su privacidad, adensó la soledad, favoreciendo el desarrollo independiente de personalidades diferenciadas. También accedo a una ancha red universal cuando abro un libro, dialogo con los vivos, miro dentro y fuera, a través de la inteligencia de los muertos, atrapado en el lenguaje como una araña en su tela.

El pensamiento se ha ido alejando progresivamente de la acción y del gesto físico. La comunicación depende cada vez menos de la presencia sensible de los objetos. Los ordenadores están imponiendo al lenguaje una tercera, una cuarta, una quinta articulación... Alejan cada vez más el lenguaje de los objetos tangibles mediante sucesivas encodificaciones. El mensaje se ha hecho luz y viaja a través de las ondas electrónicas. Internet, la cada vez más "Magna Malla Mundial (World Wide Web, 'Telia Totus Terrae') es un medio más de comunicación, en competencia con los otros, que habrán de reajustar sus funciones. Si la tele no acabó con la radio, MMM no acabará con el libro.

Como una inmensa videoteca o un original mercado, Internet es visitada por personas con propósitos especializados, como las bibliotecas y hemerotecas actuales o las librerías de viejo, o por onanistas aburridos, frustrados o solitarios... Las previsiones de crecimiento se han disparado porque las posibilidades del nuevo medio de interacción simbólica son extraordinarias. Imponen una nueva interpretación y ordenación del tiempo y del espacio (cuando no la disolución de este último): Internet es una nueva comunidad de comunicación interactiva, en la que uno puede decidir, más selectivamente que en los medios tradicionales, el universo o la ciudad virtual en que se mueve sin moverse, en que ama sin tocar pelo.

Por el momento, tiene el encanto de una sociedad en ciernes, una comunidad bastante ácrata, aunque dominada por expertos y administrada en parte por máquinas. Navegar por la red es como circular por las biocorrientes de un cerebro. Una mente como una agrupación de neuronas o de iniciados, que genera por sí misma ciertas formas de solidaridad... de complicidad sináptica.

No todo está en la Red, pero sí mucho, virtual o desvirtuado. Por ejemplo... dejar un comentario a esta entrada del D.S. con sus objeciones, o sus felicitaciones (si cabe).

lunes, 17 de septiembre de 2007

Natural

Natural es, según el Diccionario del Español Actual, (de M.Seco y otros), aquello que es propio de la naturaleza; y también una conducta espontánea o instintiva, que se muestra sin afectación. Por analogía se entiende algo esperable, las consecuencias lógicas de algún evento.

Todos comprendemos de que se habla cuando se oye "¡es natural!", sin embargo precisarlo, como suele suceder, resulta bastante más complicado.

Si se entiende que por tal aquello impreso genéticamente en el individuo, todo lo que aprende, en tanto novedad no incluída en nuestra biología... no forma parte de "lo natural".

Ahora claro que si hacemos un esfuerzo imaginativo y extendemos el concepto a todo aquello que es producido o generado por un organismo, en su actividad de supervivencia, entonces los plásticos, las máquinas y todo lo que creado por el ser humano son perfectamente naturales.

Si se opone, por ejemplo, un vegetal transgénico a otro natural ¿dónde colocar casi todos aquellos que usamos y comemos? ya que resultan de una manipulación de milenios realizada por la especie humana y que sin ella no habría tenido lugar. Ni el trigo, ni el algodón, ni el arroz, ni el maíz ni cualquier otra planta de las que nos resultan úitiles habrían tenido alguna posibilidad de sobrevivir, en las condiciones en que existen actualmente, sin intervención humana.

La distinción es útil en tanto se la piensa para separar de un lado los árboles, las plantas, los pájaros y las hormigas; y del otro las ciudades, el humo contaminante de los coches y motos, el ruido y las chabolas de los barrios marginales. Pero vuelve a diluirse la frontera si se piensa que los volcanes lanzan millones de toneladas de contaminantes capaces de extinguir la vida en kilómetros a la redonda, o que el ruido que produce un terremoto no sólo no es agradable sino que espanta a todo bicho viviente; y nadie duda que son perfectamente "naturales".

Para colmo, de confusión, algunas personas consideran que es natural escribir con pluma y tintero y no lo es escribir en el ordenador. Esta distinción no es otra cosa que una ilusión, ya que en su momento estos medios ahora arcaicos fueron una tecnología puntera, en relación con medios más primitivos. Lo mismo podría decirse de los tratamientos con sábanas mojadas (para bajar la fiebre), las tisanas o cualquier otra técnica terapéutica de la "medicina natural". Todo fue "tecnología punta" en su momento, y al cabo de unos años, o siglos, de tan antiguo ya parece que ha crecido espontáneamente en algún charco humeante del paleolítico.

¿Significa todo lo anterior que la distinción es irrelevante, o propia de charlatanes?

No, no lo creo. Hay cosas que, intuitivamente, nos parecen más naturales que otras. Cosas, procesos, hábitos, reacciones: aquello que no es forzado, que sufre pocas transformaciones entre su origen y el producto final... En fin, todo aquello que no es producto de la violencia, que alarga la vida, que le da calidad, que invita a la creatividad.

Desde este punto de vista la mayoría de nuestras diversiones, puro alcohol y ruido, son muy poco naturales. Nuestras apetencias siempre insatisfechas son nada naturales. Nuestra educación es más artificial que el plástico y más ajena a tales propósitos que una instalación petrolera construída dentro del territorio virgen de la Antártida.

Es posible que la búsqueda de "lo natural" sea en forma críptica, cifrada y comprimida, una búsqueda de algo valioso que nada tiene que ver con la naturaleza que percibimos. A lo mejor buscamos no la naturaleza sino la "humanidad"; algo que por difícil y rara resulta un producto más intuido que conocido.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Natural

El gigante Anteo sólo conservaba su fuerza si estaba en contacto directo con la tierra. Hércules logró vencerle, alzándole por el aire y ahogándole, cuando Anteo levantó los dos pies del suelo. El mito de Anteo -como todos- tiene forma humana; nosotros somos Anteo: hijos del Mar y de la Tierra. El que escupe a la tierra se escupe a sí mismo. Si los hombres permitimos que la tecnología nos disocie completamente de nuestro entorno natural, nos espera el triste destino de Anteo. Esto no es ninguna posibilidad especulativa, sino que está científicamente demostrado que los seres humanos tienen pocas posibilidades de salir adelante en zonas carentes de vida sensible o donde el contacto vital con los animales, las plantas, la tierra y el cielo, no es suficiente para preservar la cordura.

Desde luego, la tecnología no es mala en sí misma. Porta un Frankenstein en su interior porque nosotros lo hemos puesto allí. Los verdaderos demonios a exorcizar no están en la tecnología, sino en las mentes de los hombres...

Es un síntoma más de la soberbia hercúlea que nos caracteriza a los humanos el pensar que podemos, no ya destruir, sino dañar siquiera a la Naturaleza. En comparación con las vastas dimensiones del universo, nuestro planeta no es más que una mota de polvo insignificante, con una delgadísima costra vegetal entre la que nosotros medramos como principales parásitos...

Pero la naturaleza por sí misma no vale nada, carece de perfumes, de sonidos, de color... Objetivamente contemplada, parece un apresurado intercambio de materia desprovisto de sentido. Tal vez nos falte visión de conjunto. Faltas a las criaturas la visión del Creador. Cuando ensalzamos a la rosa por su fragancia o al pájaro por su trino, estamos rindiendo a la naturaleza honores que nos corresponden a nosotros, porque somos nosotros quienes construimos los sonidos, los perfumes y los significados de nuestra vida intelectual y emocional... Por eso el paisaje se empobrece en la misma medida que nuestra vida emotiva y espiritual.

Como sucede con frecuencia, se confunden los problemas con sus efectos. Nos indignamos por que los periodistas exhiban espectacular y comercialmente la intimidad sexual o el dolor de los ídolos de la tribu, pero no nos preguntamos la causa de la perversa necesidad que satisfacen con ello. Nos inquieta la extensión del consumo de drogas, pero no indagamos los motivos que impulsan a los jóvenes a destruirse con ellas. Nos irrita el abuso de la tecnología, pero no recelamos ante el desinterés creciente de las gentes por preservar la belleza de la Tierra y las relaciones personales, en favor de los cachivaches y las máquinas estúpidas.

El futuro no tiene por qué ser consecuencia lógica de nuestras torpezas pasadas, sino el producto de nuestra voluntad. Y puede estar más condicionado por la necesidad de humanizar nuestro medio ambiente, que por una aceleración irracional de la carrera de innovaciones tecnológicas. Ojalá las generaciones venideras estén más interesadas en contar con riachuelos limpios, rebosantes de truchas, que con gigantescos complejos comerciales, interesadas en caminar por senderos arbolados o ir en bici, más que en perderse para siempre en las autopistas automatizadas. Por supuesto, todo ello no quiere decir que tengamos que renunciar al comercio, los desplazamientos rápidos o las ventajas de la producción estandarizada. Pero no podemos esperar que los problemas de pobreza y enfermedad, causados por el deterioro ambiental, puedan resolverse siempre mediante el uso cada vez mayor de tecnología científica. Es lo mismo que acondicionar el aire en verano; tenemos que hacerlo, si podemos, porque nuestros bloques de pisos no han sido construidos pensando en el medio físico y geográfico en que nos movemos, y lo hacemos quemando enormes cantidades de energía y calentando con ello aún más el medio ambiente. Un círculo vicioso. Si nuestra vida fuera más sana y estuviera mejor armonizada con la tierra, no tendríamos que temer la hercúlea violencia desatada contra nosotros por los elementos en combinación con nuestros propios engendros.

Tal vez tengan razón los que afirman que nuestra salvación depende de nuestra capacidad para crear una religión de la naturaleza y un sucedáneo de magia que convenga a las necesidades y al conocimiento del hombre moderno. No se trata en ningún caso de contraponer los intereses de la naturaleza, mistificada, a los del hombre. Cualquier pensamiento ecológico razonable sabe perfectamente que la naturaleza es valiosa únicamente cuando el hombre la transforma en un sentido sensato. "El hombre puede manipular la naturaleza en bien propio siempre que primero la ame por lo que es" (René Dubos). Se trata de integrarse en cada sitio respetando el "genio del lugar" o el "espíritu de la tierra". Este respeto no lo vamos a inventar nosotros; lo han mostrado generaciones de campesinos en muchas partes de la geografía de todo el mundo. Lo mismo pasa con los sistemas naturales que con las ciudades: las que han conseguido mantener durante mucho tiempo su fama y su gloria es porque hacen gala de una gran diversidad, de población, actividad económica y de funciones sociales. La maravillosa armonía que se da entre los diversos componentes naturales en muchas regiones de Europa no es expresión espontánea de la naturaleza silvestre, sino de una habilidosa y respetuosa colaboración íntima y permanente entre el hombre y el lugar donde vive. La máxima expresión del paisaje europeo es creación de los campesinos, tanto como de los pintores y de los poetas.

Los ecologistas franciscanos piensan que sólo la naturaleza salvaje y exótica merece atención, pero los paisajes que proporcionan un placer más duradero y para un mayor número de personas siguen siendo aquellos en que el hombre ha domado la naturaleza. Según dicen los que han tenido la fortuna de disfrutar de los paisajes suizos, los medios de transporte llegan hasta los miradores que ofrecen mejores panoramas y, a veces, los senderos se adentran incluso por un glacial... Por toda Suiza, la gente admira la naturaleza desde la terraza de un restaurante situado a tres mil metros, cómodamente sentada y comiendo pasteles. Pero dudo mucho que tiren los envoltorios por encima del balcón, como hacemos aquí.

Excepción hecha de los anacoretas y misántropos, los humanos huyen de la naturaleza, o huirían de ella si realmente la conocieran en estado salvaje. Muchos "ecologistas de despacho" tienen un concepto sublimado y literario del campo. El hombre ha estado huyendo de la naturaleza durante varios cientos de generaciones; creando nuevos entornos, se ha ido protegiendo progresivamente de ella. No obstante, ciertamente necesita mantener el cordón umbilical que le une a la tierra, medianamente limpio y sin obstrucciones ni microbios.

La lucha del hombre contra el bosque ilustra a la perfección aquella dinámica a que nos referíamos. El hombre es un primate de la sabana, no del bosque; la tala ha sido hasta hoy mismo un paso esencial en el desarrollo de la agricultura y, por tanto, de la civilización. Los cereales y las hortalizas no han crecido a cubierto de las frondas, sino a pleno sol. Hasta el siglo pasado, los montes tuvieron mala reputación porque eran lugares de oscuridad y perdición, donde la malvada madrastra abandonaba a Blancanieves para que fuera devorada por las alimañas. Los bosques prestaban cobijo a brujas y bandoleros. Todavía decimos hoy eso de "la cabra tira al monte", cuando juzgamos como malignas las inclinaciones "naturales" de algun@.

El "amor a la naturaleza" es un fenómeno social muy reciente. Cobró ímpetu en Europa como reacción filosófica a los artificios excesivos del Barroco, especialmente gracias a los artistas ilustrados y románticos. Nuestra sensibilidad para el paisaje arranca de esas centurias. Ese interés alcanzó formas que hoy se nos antojan ridículas... María Antonieta y su corte usaban cayados dorados en el "petit hameau" de Versalles para apacentar ovejas perfectamente aseadas y acicaladas, emulando así el ambiente bucólico de las églogas clásicas.

El amor a la naturaleza de los románticos está en la base del sentimiento ecológico que va madurando en nuestra época. Marina ha descrito la "información" integrada en dicho esquema emotivo de conducta o conglomerado sentimental: En primer lugar, una revalorización de toda existencia viva y un deseo de conservar todas las especies (patrimonio genético universal), aunque no tengan utilidad inmediata. En segundo lugar, una nueva relación estético-práctica con el paisaje, que incluye aspectos nuevos como la pureza del aire o la limpieza de las aguas. Empezamos a saber apreciar lo que necesita mucho tiempo para formarse: por ejemplo, un árbol de trescientos años.

Una vez que nos hemos convertido, verdaderamente, en administradores de la creación, estamos en condición de tomar conciencia de nuestra dependencia de la naturaleza, nuestra madre nutricia. En el sentimiento ecologista hay una cierta tendencia animista a considerar al planeta como un ser vivo.

Algunos biólogos insisten en que la aparición y conservación de la vida requiere una combinación de circunstancias tan extraordinaria que constituye un acontecimiento extremadamente improbable; puede no haber otro lugar como la Tierra en un radio de mil años luz. El planeta azul es, según lo que hoy sabemos, el verdadero país de las maravillas del Universo: "una joya de rara y mágica belleza suspendida en un espacio lleno de radiaciones letales", rodeado de pedazos exánimes de roca desnuda. "La Tierra es selecta, preciosa, sagrada, y lo es más allá de toda comparación y medida" -ha dicho el físico y teólogo William Pollard. Ha aumentado nuestra sensibilidad hacia el dolor de los animales.

Además, forma parte del sentimiento ecologista un temor justificado por la suerte que corramos en el próximo siglo y por la que corran nuestros descendientes. ¡He aquí la clave: la solidaridad con las generaciones venideras! La crisis ecológica no es consecuencia de que transformemos y humanicemos la naturaleza de acuerdo a nuestro intereses, ¿cómo podría ser de otro modo?, sino de que, o bien nos hemos equivocado, parcialmente o del todo, acerca de cuáles son nuestros auténticos intereses, valorando más el tener que el ser y desarrollando una concepción unilateralmente tecnocrática, mecánica y cuantitativa del progreso, confundiendo los fines con los medios; o bien, el deterioro del medio ambiente es consecuencia de que actuamos buscando el beneficio inmediato, sacrificando el patrimonio de nuestros descendientes mediante un crecimiento económico ecológicamente irresponsable.

Por todo ello -concluía el microbiólogo y filósofo René Dubos, en su ensayo Un dios interior- aún tenemos mucho que aprender de la conservación franciscana y de la administración benedictina... Hemos de asumir la identidad de origen de todas las especies y hacer compatible el uso de la técnica con el espíritu del entorno.

viernes, 7 de septiembre de 2007

Tamaño

El Diccionario Ideológico, de J.Casares, indica que "tamaño", es un sustantivo con el significado de "mayor o menor dimensión de una cosa". Ser grande o ser pequeño en este mundo es importante; más de lo que se piensa.

Quizá sea la característica que más salta a la vista... y la primera que se pierde de vista. Todos hemos leído algún chiste sobre el grandullón aturullado, perplejo, indeciso, frente a un pequeñín gritón y dominante. El contraste causa gracia y también confirma lo que sabemos de muchas maneras, que no siempre el tamaño es señal indubitable de poder.

De esta experiencia (o mejor dicho, del paso de esta experiencia a la inconsciencia) saltamos, en una pirueta muy común, a considerar que el tamaño nunca importa, lo cual es totalmente falso. Importa, sí, y para ello no hay nada mejor que tirarse al suelo y mirar hacia arriba. Observar el paisaje cotidiano desde un ángulo bajo es una experiencia que nos devuelve a la infancia. Los niños están más cerca del suelo y hace años que perdimos ese punto de vista, de la misma forma que olvidamos tantas sensaciones inefables propias de la edad temprana.

La columna vertebral y en general todo el esqueleto, con sus articulaciones, tendones y demás piezas movibles, nos impide la experiencia repetida del cambio de perspectiva. Arrastrarnos por el suelo es, en principio, algo impropio, además de ser incómodo. Sin embargo poseemos un periscopio que permite hurgar allí donde los ojos apenas llegan: la cámara fotográfica. Ésta es nuestro brazo articulado, mejor dicho, nuestro ojo móvil que juega según los impulsos de la imaginación (sin imaginación, paradójicamente, la fotografía no es nada). Y con la perspectiva baja es dónde uno puede meditar sobre la grandeza de lo pequeño. Un niño se convierte en un gigante. Es la misma visión, o casi, de un perro o un gato. ¿Así nos ven? ¿Cómo no van a pensar que somos dioses, si los miramos desde arriba? Y si, además, los proveemos de comida y seguridad y los castigamos cuando infringen los límites sagrados.

La experiencia de ser pequeño tiene resonancias místicas. Es difícil sustraerse a la sensación de que se está entre gigantes; no sólo en tamaño sino también en otros poderes (incluyendo el conocimiento del bien y del mal).

¿Cómo puede dudar un niño de un adulto... si lo mira desde abajo? La mayoría de los adolescentes, por lo menos en nuestra época -y en los países bien alimentados-, ya sobrepasa, la altura de sus progenitores; y resulta difícil enfrentarse a ese ciclón de energía impaciente si además se lo mira a nuestro nivel, o peor aun si se tiene que elevar la vista.

Los altares siempre están elevados; obligan a elevar la mirada, e incitan, simultáneamente a doblar las rodillas (o por lo menos a inclinarse ligeramente). He leído que en los países budistas no está bien visto situar una representación de Buda muy baja. Tiene su lógica; una altura de niño (o de animal de compañía) no es adecuada para un "iluminado", para un ser humano que alcanzo el máximo grado a que puede aspirar otro ser humano: la cualidad de "estar despierto" (que no otra cosa significa la budeidad). Ello obliga a poner cualquier representación a un nivel honorífico. Más arriba, tan arriba como sea posible sin tener necesidad que abrir la boca y torcer el cuello; que tampoco se trata de parecer alelado.

Las personas normales van encogiendo con la edad; unos pocos centímetros (apenas perceptibles en décadas), poco a poco el adulto retorna al suelo. Pero vuelve rígido, endurecido, sin la flexibilidad del niño que salta y se revuelca como un gato feliz. Es un pasaje obligado… de allí la rigidez. A nadie entusiasma esta nueva perspectiva.

Un buen fotógrafo tiene que arrastrarse para captar la verdadera realidad; fotografiar por debajo de la mesa (a riesgo de ser considerado un pervertido); destruir el mundo que nuestro tamaño desarrolla como la perspectiva habitual de las cosas. En realidad un filósofo también lo intenta, aunque de manera que pocos lo entienden. Wittgenstein dijo, una vez, que si un caminante encuentra a un hombre, frente a un árbol, y lo oye musitar "esto es un árbol", no piense que es un tonto, un simple, sino, probablemente, un filósofo. Sólo los filósofos, según W, pueden hacer preguntas obvias y plantearse un problema donde nadie espera encontrarlo.

Sugiero que ese filósofo se tire sobre la tierra, tan largo como es, y desde abajo, mirando a ras de suelo, contemple el árbol wittgensteiniano. Un árbol visto desde las raíces es cosa seria. Un templo vegetal. Probadlo alguna vez, y cuando una hormiga se meta por vuestra oreja, simultáneamente, captareis que gran parte de la confianza adulta se funda en cuestión de centímetros. Metro y pico por debajo de nuestro mundo, ruge otra escala de valores.

martes, 4 de septiembre de 2007

El Mal

Pensar en el mal es pensar en el bien. Son dos caras de la misma moneda. Una carretera con dos vías: ida y vuelta. Se puede hacer el mal o se puede hacer el bien. También se puede no hacer nada; sin embargo en muchos casos el resultado no es el previsto: un acto neutro; sino otro que se inclina para uno de los dos extremos que deseamos evitar.

Lo dicho arriba no se refiere a la naturaleza del mal, sino a su íntima asociación con su opuesto el bien. El filósofo se pregunta, (y es legítima su interrogación), por la sustancia del concepto. ¿Es el mal una abstracción consecuencia de una clasificación posible entre muchas imaginables; o es una entidad diferenciada, capaz de obrar y perseguir sus propios fines? Dicho con otras palabras ¿existe el mal como se lo ha concebido durante siglos, o sólo es un nombre que identifica todo aquello que nos parece desagradable o terrible?

En general las religiones tienden a concebir al mal como una presencia. Como algo maligno que llama al desastre. Ese algo puede encarnarse en un ser humano o en un espíritu. Las películas (sobre todo las norteamericanas que son las que más frecuentan el tema) constituyen el género de narración donde se dramatiza esta idea. No se representa a ese algo con pezuñas y olor a azufre, pero casi. En general es lo que mueve las cortinas amenazadoramente, lo que provoca caídas desastrosas de los personajes y que, a veces, impulsa a desbordamientos de tipo sexual o de locura homicida. Nada serio, en realidad, ya que están hechas para entretener y no para ilustrar al público; pero muestra el imaginario de los guionistas: el mal encarnado en un ser oculto y maligno.

El tema no es sencillo, ni simple. Cuando estamos frente a ciertos hechos perturbadores: los campos de concentración, la violencia planificada, las relaciones sádicas hacia los débiles, los psicópatas criminales, los terroristas que ignoran los sentimientos de humanidad, uno no puede menos que preguntarse si realmente no existe algo que actúa persistente más allá de cualquier avance social o cultural. Algo que se ríe de los buenos propósitos y que es capaz de convertir la mejor idea en una caricatura sangrienta.

Es verdad que no hay una única manera de percibir el mundo. Nuestra mente ordena la realidad de tantas maneras posibles que marea sólo el enumerarlas. Además, y esto es algo que muchas veces se nos escapa, no existe un algoritmo racional que pueda discernir el pensamiento verdadero del falso. Se puede decir que una proposición es falsa o verdadera por la manera que está construida, pero no se puede decir lo mismo de una larga cadena de razonamientos combinados con experiencias vitales. El mundo puede ser vestido de tantas maneras como mentes lo piensen. La ciencia aumenta el conocimiento, pero en áreas limitadas. La ciencia es un buen instrumento y una mala brújula. Paralelamente discurren otros mundos caóticos donde la ciencia queda empantanada. Que sean reales o no es un problema de elección personal. No hay una prueba crucial que separe, a priori, las buenas y malas consecuencias; las reales y las imaginadas. Se necesita décadas, y a veces siglos para poder entender la bruma de los hechos y hacia donde apuntaban.

Aclarado, entonces, que no hay palabras definitivas (según mi modesta opinión), uno puede dar una opinión en materia tan compleja a la par que cercana. Quizá sería conveniente recordar que 'santos' y 'perversos' son muy pocos entre los humanos. Muy pocos. Cualquiera puede hacer perrerías al vecino, pero llegar a la perversidad extrema casi nadie lo hace. Creo que si la mayoría de los humanos tuviera un anillo que otorgase inmenso poder, lo usaría para llegar tarde al trabajo sin tener problemas o para comerse una pizza sin pagar al salir. Probablemente ese inmenso poder terminaría aburriéndolo porque hasta un tonto captaría, luego de un número finito de pruebas, que es más divertido un mundo incierto, que otro que se controla en su totalidad. Habría extremos sin duda, pero insisto que la mayoría no sabría que hacer con tanto poder. Estoy convencido que la perversidad es tan rara como la genialidad. Está al final de una curva normal que describe la conducta humana y que las novelas y las películas exageran porque necesitan hacerlo para llamar la atención. Justamente, llamar la atención porque es algo raro.

Si preguntamos a un niño sobre la cuestión, es muy posible que nos de bastantes ejemplos del "mal". En estos casos suelen ser cosas desagradables, pero también están mezcladas otras que a ojos adultos nunca habrían sido clasificadas de tal suerte. El pensamiento del niño arroja luz sobre las debilidades del nuestro.

Pensar en el mal como la suma abstracta de todo lo que no nos gusta es pensar en un mal muy relativo. Lo que no nos gusta puede ser bueno para otros humanos; o para otros seres no-humanos. Ello llevaría a una verdadera relativización del concepto. Todo dependerá del punto de vista. La consecuencia inevitable será que el mal no existe como tal: ni como presencia ni como ausencia. Lo que existe es una suma geométrica de situaciones desagradables que van desde un malestar en la columna vertebral a la muerte (propia o de un ser muy allegado). En el medio está toda la lista de calamidades que el pasado siglo XX se encargó en ampliar y enriquecer con gran éxito.

En realidad circunscribir el mal a las cosas malas que nos suceden es eliminar su malignidad. La mayoría de las cosas desagradables que nos acaecen suceden porque tomamos decisiones idiotas. Algo así como construir una ciudad demasiado estrecha cuando hay espacio suficiente. También es verdad que, a pesar de todo, queda un residuo duro de hechos que no dependen de nuestra voluntad, de nuestro raciociocino y de nada que podamos controlar. Pueden atribuirse al azar, a la predestinación o al pago de canalladas realizadas en otra vida; pero en cualquier cosa no dependen de la voluntad. Esa clase de cosas ¿son muestra evidente de la existencia del mal?

No lo veo así. Podemos quedar paralíticos por causa de un accidente inesperado; se puede morir nuestro hijo o nuestra pareja; podemos perder fortuna, honor, seguridad, salud o cualquier cosa valiosa que se nos ocurra. Podemos ser obligados a hacer la guerra o a sufrirla. Pero esto no prueba nada. En la medida que todo ser es frágil, que su vida dura un instante, que su inteligencia es limitada y que está en un mundo demasiado vasto... cualquier cosa es esperable. Y para ello no se necesita la presencia (o la invención) de un algo maligno sino la pura casualidad y durar lo suficiente para que el azar intervenga. Si se vive lo suficiente algo malo nos sucederá. A pesar de intuirlo nadie quiere pensar en ello; pero aunque no se piense, sucederá.

Hay gente que niega el azar. En consecuencia el razonamiento anterior le resulta estúpido. Sin duda lo sería si se pudiera mostrar que todo lo que nos sucede está sujeto a una ley, una ley moral. "Si me porto bien, nada malo me sobrevendrá". Pero esto es materia opinable y que yo sepa fuera de un contexto religioso no existen estas clases de "leyes". La naturaleza es amoral, o (lo que vendría a resultar igual) si tiene alguna moral no es la que conviene a los seres humanos. Nosotros somos sólo un instante en la vida del universo; nos creemos inmortales como especie, pero es una ilusión ya que es razonable pensar que todo lo que tiene principio también tendrá fin. Imaginar el mal como una presencia es asignarle, aunque sea inconscientemente, las características de un organismo viviente. Y en ese caso ya dejaría de ser algo que mueve las cortinas y arruina nuestras vidas sino alguna clase de bicho que tiene su hábitat, su vida, su familia, y su ciclo vital. Algo imponente, en algunos casos, pero sujeto a las mismas leyes de los dinosaurios y los virus. Una presencia molesta, en suma, pero nada maligna.

Además hay otra cuestión que los estudiosos del tema apenas rozan: ¿cuándo debe juzgarse una acción humana o hecho de la naturaleza? Y no es un problema sencillo. Según el momento cambia nuestro juicio. Hay cosas que nos parecen terribles a poco de sucedidas; sin embargo luego de medio siglo la perspectiva puede ser radicalmente diferente. Y no digo nada si el análisis se hace unos pocos siglos después. Por supuesto que dentro de mil años el juicio de la maldad o la bondad de algo puede sufrir tan drásticos cambios que quizá no podrían ser aceptados por los que vivieron las circunstancias juzgadas. Luego ¿qué clase de mal es ese que cambia según el tiempo que lo juzga?

Resumiendo. No estoy seguro que el mal no exista. Pero si llegara a existir le recomendaría que trate de encontrar la manera de llegar a algunos acuerdos básicos con la especie humana. Tal como pintamos (en el circo cósmico), somos una especie tan agresiva y pujante que sin darnos cuenta podemos cargárnoslo y dejarlo en el camino seco y espachurrado. Claro que si no es un ser vivo tiene muchas más probabilidades de acompañarnos en el trayecto que la suerte nos depare en nuestra carrera por el Universo. Puede ser nuestro compañero virtual (o mental) que haga el trabajo sucio que su otra parte (el bien) no quiere responsabilizarse. En realidad si nos agrada el bien, podemos contar conque el mal tiene también su cubierto puesto en la mesa del hombre.

¡Así son las cosas! ¡No se puede tener sólo la cara de la moneda! La vida es atractiva porque es arriesgada, lo que implica que exista la miseria, la violencia, el terror, la desesperación, la enfermedad y nuestra muerte. Quitemos todos los males del mundo... y éste se acaba. La idea del paraíso es tan estúpida que incita a la curiosidad pensar que tantos hombres se hayan confortado con ella. Sólo puede imaginarse placentera una vida sin dolor aquel que está bajo el dolor. Es comprensible, pero no tiene sentido esa propuesta como un programa global. Si alguna idea ha creado el diablo (o cualquier espíritu perverso), no dudo que ha sido la del "paraíso" o la de la "bienaventuranza". Sólo los tiranos necesitan hacer creer a la gente que puede existir y ser placentero un mundo sin riesgo y sin dolor.

El Mal


El pastor Giges, que trabajaba para el rey de Tracia, halló en mitad de una temible tormenta, seguida de un terremoto, una extraña caverna que había quedado abierta a la luz por el movimiento de la tierra. En ella, Giges encontró una tumba y, dentro de ella, el espantoso esqueleto de un gigante. En el hueso de la mano del gigante, un hermoso anillo dorado. Giges lo cogió y salió rápido de aquel antro...
Estando un buen día con sus colegas, dando noticias al rey del estado de sus rebaños, nuestro pastor dio la vuelta distraídamente al engarce del anillo. De pronto, se sorprendió de que sus compañeros y el mismo rey hablaran de él, Giges, nombrándole como si estuviese ausente. Se había vuelto invisible. Aquel anillo le otorgaba en emocionante poder de volverse invisible discrecionalmente...

Platón pone la leyenda de Giges en boca de su hermano Glaucón... Pero, ¿qué pasó con Giges? Pues que, convencido de que podía actuar como un dios entre los hombres (más allá del bien y del mal), mató al rey y esposó a la reina, se convirtió en tirano, persiguiendo y matando sin piedad a los que no se plegaban a su voluntad o le caían mal.

Si hubiese dos anillos como el que encontró Giges, y le diésemos uno al hombre malvado y otro al hombre honrado, ¿no acabarían comportándose del mismo modo? – se pregunta el filósofo. Robarían, violarían, y se convertirían en tiranos, actuando como dioses entre mortales. Tal vez el hombre justo tardase un poco en volverse injusto, pero al final, la tentación sería demasiado fuerte. Si existiese de verdad un hombre incapaz de abusar del poder de la invisibilidad, la gente públicamente le rendiría honores de santo, pero en privado le considerarían necio, por no imponer su “santa” voluntad, a sabiendas de que cualquiera de sus crímenes permanecería desconocido e impune.

No es muy halagadora la consideración de la naturaleza humana que se desprende de semejante fábula. Así pues, no es el amor a la justicia ni al bien común lo que nos impulsa a obedecer las leyes, sino el miedo a ser víctimas de otros, el temor al qué dirán o al qué harán los demás; es el miedo a ser objetivos de la injusticia de los demás y no la repugnancia a ser injustos con el prójimo lo que nos mantiene apegados a las buenas costumbres. El verdadero motivo psicológico que nos impide hacer mal es el miedo. Me abstengo de quitarle los bienes al vecino sólo por el miedo de que él también haga de lo mío lo propio.

Aunque sea algo más que una bestia feroz, es evidente que el hombre no es por naturaleza un dechado de virtudes. La selva sólo es buena si la convertimos en huerta o en jardín; el hombre sólo es bueno si le enseñamos a temer un poder ajeno, exterior, si lo domesticamos. Pero el miedo, desgraciadamente, muestra la misma ambivalencia ética de todas las demás pasiones, emociones o sentimientos, puede circular y crecer aliado a la prudencia, pero también puede ser utilizado por el Maligno.

Para Platón, la maldad (adikía, injusticia) significaba en primer lugar ignorancia y discordia. En esa consideración platónica de que sólo el completo ignorante puede desconocer absolutamente lo que conviene a todos (así, en general, la Idea del Bien, el Bien Común), todavía resuena el candor dialéctico del maestro Sócrates. Sólo la bondad moral puede ser germen de concordia y amistad. Por eso los malos, que nunca mantienen una semejanza constante con nada, ni siquiera consigo mismos, no pueden ser amigos de nada ni de nadie. De ahí también que hasta los sinvergüenzas han de estar de acuerdo entre sí, en cierta medida, para tener éxito en sus delitos, pues no hay hombre por abyecto que sea que no encierre en sí una sombra del bien.

Lo peor del mal: que es lo más fácil. “Para hacer el mal cualquiera es poderoso” –escribió Fray Luis (1528-1591). Las obras del amor requieren esfuerzo. Quemar un bosque es mucho menos fatigoso que plantarlo, cuidarlo y hacerlo crecer.

Por eso Satán y Lucifer tienen siempre el pan comido –que digo la conciencia del hombre. Muchas veces da gusto hacer el mal, por lo menos inmediatamente, mientras que el bien resulta muchas veces trabajoso. La impotencia, la frustración y el aburrimiento son terreno abonado para el cultivo demoníaco.

Según los especialistas, no hay que confundir a Satán con Lucifer. Satán es el Príncipe de este Mundo, el tentador de Jesús. La rebelión contra Dios y contra las ilusiones del Cielo es la esencia de lo satánico, rebelión contra cualquier tipo de servidumbre, ley o precepto. ¿Qué sería de nosotros sin ilusiones celestiales, estaríamos perdidos, para los restos? Eso es lo que desea Satanás: que abandonemos toda esperanza de que el Bien acabe por imponerse al Mal.

Etimológicamente, Lucifer significa "yo llevo la luz". Lucifer es un gran seductor; su luz es, por supuesto, la de lo bajos fondos. Dios es Luz, mientras que Lucifer se muestra más excitante y cachondo. Lucifer da espectáculo, aunque resulte siniestro. Siniestro (Unheimlich) –escribió Schelling- es todo aquello que debiendo permanecer secreto, oculto... no obstante, se ha manifestado”. Lucifer ordena a un millón de diablillos menores que soplen sobre los techos de las casas para volverlos monitores transparentes. Las pantallas de la tele se han convertido en un cajón de Skinner. Los humanos son más interesantes que las ratas. Un centenar de poseídos nos excitan mientras tanto con música enervante, nos intoxican a los hijos con drogas de diseño. Lucifer deja que el alcohol vaya haciendo su trabajo de erosión, hasta que destruye las fuentes del deseo, esas emociones que iluminan cada beso. Lucifer sabe que la sexualidad frustrada y frustrante es un clima magnífico para introducir sus insinuaciones de hastío, violencia y destrucción desesperada.

Como sociedad del espectáculo, habría que definir a nuestra sociedad como sociedad luciferina. Lucifer subyuga entre nosotros incluso al mismísimo Satán. Tanto la URSS como USA crearon modelos luciferinos, espectaculares, de ofuscación social e imbecilidad pública industrializada. El nacionalismo, que aún en sus visajes más elegantes no es más que racismo enmascarado, no les ha ido muy a la zaga, aunque perdió y perderá la guerra. O eso esperamos.

Lucifer ejerce una extraordinaria fuerza mental de origen más mecánico que intuitivo, más gregaria que personal. El don Juan de Mozart es un clásico luciferino. Un subordinado a Lucifer, como el Escrutopo de C. S. Lewis, comprende muy bien en qué dosis corresponde combinar el odio con el miedo para sembrar discordia (para eso es un diablo: 'dia-bolon', o sea, lo que genera disgregación, inarmonía, desunión). Cualquier bandera es un 'sym-bolon' si sirve para unir a las personas, pero esa misma bandera es un 'dia-bolon', o un instrumento luciferino si sirve para que, envolviendo y cegando nuestra consciencia en ella, arremetamos contra el otro, desconociendo su humanidad o negándosela.

Los ministros y funcionarios de Lucifer saben que de todos los vicios, sólo la cobardía es puramente dolorosa: horrible de anticipar, horrible de sentir, horrible de recordar, horrible de reconocer; el odio, por el contrario, tiene sus placeres. En consecuencia, el odio es a menudo la COMPENSACIÓN mediante la que un hombre asustando se resarce de los sufrimientos del miedo. Cuanto más miedo tenga, más odiará. Y el odio es también un magnífico antídoto contra la vergüenza.

Por tanto, para hacer una herida profunda en la caridad de las personas, en su capacidad de conmiseración y compasión respecto del dolor ajeno y del ser del próximo, el sicario luciferino debe, primero, vencer el valor del "paciente". Debe volverlo cobarde. Si el mortal acaba pensando que sólo por cobardía merece la pena buscar el bien o adorar a Dios, que sólo es bueno por miedo, ¡miel sobre hojuelas! Entonces, el pobre idiota, pensará que es un acto de valentía arrodillarse detrás de Satanás para besarle el culo.

Coraje, hermanos