domingo, 16 de septiembre de 2007

Natural

El gigante Anteo sólo conservaba su fuerza si estaba en contacto directo con la tierra. Hércules logró vencerle, alzándole por el aire y ahogándole, cuando Anteo levantó los dos pies del suelo. El mito de Anteo -como todos- tiene forma humana; nosotros somos Anteo: hijos del Mar y de la Tierra. El que escupe a la tierra se escupe a sí mismo. Si los hombres permitimos que la tecnología nos disocie completamente de nuestro entorno natural, nos espera el triste destino de Anteo. Esto no es ninguna posibilidad especulativa, sino que está científicamente demostrado que los seres humanos tienen pocas posibilidades de salir adelante en zonas carentes de vida sensible o donde el contacto vital con los animales, las plantas, la tierra y el cielo, no es suficiente para preservar la cordura.

Desde luego, la tecnología no es mala en sí misma. Porta un Frankenstein en su interior porque nosotros lo hemos puesto allí. Los verdaderos demonios a exorcizar no están en la tecnología, sino en las mentes de los hombres...

Es un síntoma más de la soberbia hercúlea que nos caracteriza a los humanos el pensar que podemos, no ya destruir, sino dañar siquiera a la Naturaleza. En comparación con las vastas dimensiones del universo, nuestro planeta no es más que una mota de polvo insignificante, con una delgadísima costra vegetal entre la que nosotros medramos como principales parásitos...

Pero la naturaleza por sí misma no vale nada, carece de perfumes, de sonidos, de color... Objetivamente contemplada, parece un apresurado intercambio de materia desprovisto de sentido. Tal vez nos falte visión de conjunto. Faltas a las criaturas la visión del Creador. Cuando ensalzamos a la rosa por su fragancia o al pájaro por su trino, estamos rindiendo a la naturaleza honores que nos corresponden a nosotros, porque somos nosotros quienes construimos los sonidos, los perfumes y los significados de nuestra vida intelectual y emocional... Por eso el paisaje se empobrece en la misma medida que nuestra vida emotiva y espiritual.

Como sucede con frecuencia, se confunden los problemas con sus efectos. Nos indignamos por que los periodistas exhiban espectacular y comercialmente la intimidad sexual o el dolor de los ídolos de la tribu, pero no nos preguntamos la causa de la perversa necesidad que satisfacen con ello. Nos inquieta la extensión del consumo de drogas, pero no indagamos los motivos que impulsan a los jóvenes a destruirse con ellas. Nos irrita el abuso de la tecnología, pero no recelamos ante el desinterés creciente de las gentes por preservar la belleza de la Tierra y las relaciones personales, en favor de los cachivaches y las máquinas estúpidas.

El futuro no tiene por qué ser consecuencia lógica de nuestras torpezas pasadas, sino el producto de nuestra voluntad. Y puede estar más condicionado por la necesidad de humanizar nuestro medio ambiente, que por una aceleración irracional de la carrera de innovaciones tecnológicas. Ojalá las generaciones venideras estén más interesadas en contar con riachuelos limpios, rebosantes de truchas, que con gigantescos complejos comerciales, interesadas en caminar por senderos arbolados o ir en bici, más que en perderse para siempre en las autopistas automatizadas. Por supuesto, todo ello no quiere decir que tengamos que renunciar al comercio, los desplazamientos rápidos o las ventajas de la producción estandarizada. Pero no podemos esperar que los problemas de pobreza y enfermedad, causados por el deterioro ambiental, puedan resolverse siempre mediante el uso cada vez mayor de tecnología científica. Es lo mismo que acondicionar el aire en verano; tenemos que hacerlo, si podemos, porque nuestros bloques de pisos no han sido construidos pensando en el medio físico y geográfico en que nos movemos, y lo hacemos quemando enormes cantidades de energía y calentando con ello aún más el medio ambiente. Un círculo vicioso. Si nuestra vida fuera más sana y estuviera mejor armonizada con la tierra, no tendríamos que temer la hercúlea violencia desatada contra nosotros por los elementos en combinación con nuestros propios engendros.

Tal vez tengan razón los que afirman que nuestra salvación depende de nuestra capacidad para crear una religión de la naturaleza y un sucedáneo de magia que convenga a las necesidades y al conocimiento del hombre moderno. No se trata en ningún caso de contraponer los intereses de la naturaleza, mistificada, a los del hombre. Cualquier pensamiento ecológico razonable sabe perfectamente que la naturaleza es valiosa únicamente cuando el hombre la transforma en un sentido sensato. "El hombre puede manipular la naturaleza en bien propio siempre que primero la ame por lo que es" (René Dubos). Se trata de integrarse en cada sitio respetando el "genio del lugar" o el "espíritu de la tierra". Este respeto no lo vamos a inventar nosotros; lo han mostrado generaciones de campesinos en muchas partes de la geografía de todo el mundo. Lo mismo pasa con los sistemas naturales que con las ciudades: las que han conseguido mantener durante mucho tiempo su fama y su gloria es porque hacen gala de una gran diversidad, de población, actividad económica y de funciones sociales. La maravillosa armonía que se da entre los diversos componentes naturales en muchas regiones de Europa no es expresión espontánea de la naturaleza silvestre, sino de una habilidosa y respetuosa colaboración íntima y permanente entre el hombre y el lugar donde vive. La máxima expresión del paisaje europeo es creación de los campesinos, tanto como de los pintores y de los poetas.

Los ecologistas franciscanos piensan que sólo la naturaleza salvaje y exótica merece atención, pero los paisajes que proporcionan un placer más duradero y para un mayor número de personas siguen siendo aquellos en que el hombre ha domado la naturaleza. Según dicen los que han tenido la fortuna de disfrutar de los paisajes suizos, los medios de transporte llegan hasta los miradores que ofrecen mejores panoramas y, a veces, los senderos se adentran incluso por un glacial... Por toda Suiza, la gente admira la naturaleza desde la terraza de un restaurante situado a tres mil metros, cómodamente sentada y comiendo pasteles. Pero dudo mucho que tiren los envoltorios por encima del balcón, como hacemos aquí.

Excepción hecha de los anacoretas y misántropos, los humanos huyen de la naturaleza, o huirían de ella si realmente la conocieran en estado salvaje. Muchos "ecologistas de despacho" tienen un concepto sublimado y literario del campo. El hombre ha estado huyendo de la naturaleza durante varios cientos de generaciones; creando nuevos entornos, se ha ido protegiendo progresivamente de ella. No obstante, ciertamente necesita mantener el cordón umbilical que le une a la tierra, medianamente limpio y sin obstrucciones ni microbios.

La lucha del hombre contra el bosque ilustra a la perfección aquella dinámica a que nos referíamos. El hombre es un primate de la sabana, no del bosque; la tala ha sido hasta hoy mismo un paso esencial en el desarrollo de la agricultura y, por tanto, de la civilización. Los cereales y las hortalizas no han crecido a cubierto de las frondas, sino a pleno sol. Hasta el siglo pasado, los montes tuvieron mala reputación porque eran lugares de oscuridad y perdición, donde la malvada madrastra abandonaba a Blancanieves para que fuera devorada por las alimañas. Los bosques prestaban cobijo a brujas y bandoleros. Todavía decimos hoy eso de "la cabra tira al monte", cuando juzgamos como malignas las inclinaciones "naturales" de algun@.

El "amor a la naturaleza" es un fenómeno social muy reciente. Cobró ímpetu en Europa como reacción filosófica a los artificios excesivos del Barroco, especialmente gracias a los artistas ilustrados y románticos. Nuestra sensibilidad para el paisaje arranca de esas centurias. Ese interés alcanzó formas que hoy se nos antojan ridículas... María Antonieta y su corte usaban cayados dorados en el "petit hameau" de Versalles para apacentar ovejas perfectamente aseadas y acicaladas, emulando así el ambiente bucólico de las églogas clásicas.

El amor a la naturaleza de los románticos está en la base del sentimiento ecológico que va madurando en nuestra época. Marina ha descrito la "información" integrada en dicho esquema emotivo de conducta o conglomerado sentimental: En primer lugar, una revalorización de toda existencia viva y un deseo de conservar todas las especies (patrimonio genético universal), aunque no tengan utilidad inmediata. En segundo lugar, una nueva relación estético-práctica con el paisaje, que incluye aspectos nuevos como la pureza del aire o la limpieza de las aguas. Empezamos a saber apreciar lo que necesita mucho tiempo para formarse: por ejemplo, un árbol de trescientos años.

Una vez que nos hemos convertido, verdaderamente, en administradores de la creación, estamos en condición de tomar conciencia de nuestra dependencia de la naturaleza, nuestra madre nutricia. En el sentimiento ecologista hay una cierta tendencia animista a considerar al planeta como un ser vivo.

Algunos biólogos insisten en que la aparición y conservación de la vida requiere una combinación de circunstancias tan extraordinaria que constituye un acontecimiento extremadamente improbable; puede no haber otro lugar como la Tierra en un radio de mil años luz. El planeta azul es, según lo que hoy sabemos, el verdadero país de las maravillas del Universo: "una joya de rara y mágica belleza suspendida en un espacio lleno de radiaciones letales", rodeado de pedazos exánimes de roca desnuda. "La Tierra es selecta, preciosa, sagrada, y lo es más allá de toda comparación y medida" -ha dicho el físico y teólogo William Pollard. Ha aumentado nuestra sensibilidad hacia el dolor de los animales.

Además, forma parte del sentimiento ecologista un temor justificado por la suerte que corramos en el próximo siglo y por la que corran nuestros descendientes. ¡He aquí la clave: la solidaridad con las generaciones venideras! La crisis ecológica no es consecuencia de que transformemos y humanicemos la naturaleza de acuerdo a nuestro intereses, ¿cómo podría ser de otro modo?, sino de que, o bien nos hemos equivocado, parcialmente o del todo, acerca de cuáles son nuestros auténticos intereses, valorando más el tener que el ser y desarrollando una concepción unilateralmente tecnocrática, mecánica y cuantitativa del progreso, confundiendo los fines con los medios; o bien, el deterioro del medio ambiente es consecuencia de que actuamos buscando el beneficio inmediato, sacrificando el patrimonio de nuestros descendientes mediante un crecimiento económico ecológicamente irresponsable.

Por todo ello -concluía el microbiólogo y filósofo René Dubos, en su ensayo Un dios interior- aún tenemos mucho que aprender de la conservación franciscana y de la administración benedictina... Hemos de asumir la identidad de origen de todas las especies y hacer compatible el uso de la técnica con el espíritu del entorno.

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