lunes, 30 de agosto de 2010

Celda


Diez años cavando desde mi celda un túnel hacia la libertad. Diez años de sufrimiento y soledad. Lo único que me salvó de la locura fue la ilusión de la liberación, la esperanza de volver a ver la luz del sol. Esa confianza en mi escapatoria me mantenía con vida, fortalecía mi cuerpo, empujaba la corriente de mi sangre, daba un sentido a mis días. "Ya falta menos", "ya falta poco" -con esas frases me animaba cuando ponía con cuidado la tapadera de aquella madriguera de sueños, al final de cada noche, para que nada pudiera verse durante el día.

Diez años imaginando cómo sería mi liberación en la oscuridad, arañando, comiendo tierra, tosiendo polvo, soñando con el momento en que mis retinas se contraerían dolorosamente por culpa de la luz de fuera, la luz natural, la del padre sol. Tal vez sólo podría mirar directamente al mar... pero ya no vería barrotes, ni guardias detrás de los barrotes, ni ratas junto al jergón, vería el mar, el infinito mar...

Diez años cavando desde mi celda una escalera hacia la luz, ¡Y ahora, un simple fallo en los cálculos -tal vez una esquina mal resuelta- hacen que me halle en la celda de otro hombre!

martes, 10 de agosto de 2010

Obediencia

Razones para obedecer


En 1995 viajé con mi esposa a Inglaterra. Hice entonces algunas anotaciones curiosas: A los ingleses les gusta hacer la cosa complicada, decirte, por ejemplo: "para su seguridad y por su propio interés asegúrese de que los faldones de la cortina caen dentro del baño". Los españoles hubiésemos resuelto la cuestión imperando: "No derrame el agua". Tal vez hubiéramos añadido "por favor".

A los españoles nos encanta mandar, pero por todas partes encontramos un gran obstáculo para satisfacer este irrefrenable deseo: no nos gusta obedecer. La palabra "obediencia" ha desaparecido incluso de la literatura pedagógica y, lo que es peor aún, de la política y la legislación educativa. Bien es verdad que a veces se usan ciertos circunloquios que aluden oscuramente a la necesaria obligación que ha de tener el menor de obedecer a sus padres, tutores y maestros, así se dice por ejemplo: "el alumno seguirá las orientaciones del profesor o profesora".

Se piensa que lo de obedecer es algo propio de esclavos, de siervos o de súbditos, o bien algo meramente religioso; de hecho, el diccionario de la RAE refiere especialmente este término a las órdenes regulares. En España se prefiere el término acatar, todos los políticos dicen "acatar" las órdenes judiciales, pero a continuación ponen "peros", y si ellos ponen "peros", ¿qué piensan que harán los ciudadanos comunes y corrientes?

La desobediencia se extiende a los animales domésticos. El dueño no sabe cómo evitar que molesten al huesped. O se lanzan al cuello del dueño o de sus hijos.

Sin embargo, obedecemos con más facilidad a una máquina que a un policía -o eso dicen-. Obedecemos -mejor que acatamos- las prescripciones del médico de cabecera, cuando está en juego nuestra salud...
 
Para obedecer hay que reconocer la superioridad -al menos la superioridad en conocimientos, la superioridad técnica- de otro. Pero el refrán castellano reza: "nadie es más que nadie".
 
No obstante, hay buenas razones para obedecer, en las carreteras, a la autoridad competente, en las escuelas, al que sabe. No me explico cómo sería posible la educación, en las casas y en las escuelas, sin esta virtud, compañera de la disciplina. La política -según Savater- trata de esto, de las razones que tenemos para obedecer.
 
Evidentemente, no debe promoverse la "obediencia ciega", pero sí la obediencia lúcida, respaldada por razones. Y es aquí donde percibo que los ingleses nos llevan ventaja, parecen sentir la obligación de acompañar cualquier prohibición con sólidos argumentos. Hay que tolerar lo que no hay razón para prohibir. A fin de cuentas, fue aquí donde se criaron y escribieron los grandes apóstoles modernos de la tolerancia: Locke, Hume y su amigo Adam Smith, cuyas tumbas visité en aquel viaje, in illo tempore.

viernes, 30 de julio de 2010

Diseño

Diseño, disegno, design


“¿Diseñas o trabajas?”. La pregunta entraña algún desdén hacia los “artistas”, que en todos los tiempos han sido también aquellos que se las ingenian para no trabajar. El trabajo, qué duda cabe, tiene algo de condena: “parirás a tus hijos con dolor, ganarás el pan con el sudor de tu frente” –parafraseo la sentencia pronunciada por el ángel tras el pecado original, que sin duda fue muy gordo, pues Adán y Eva pretendieron ser dioses, o ascender  a ser “como dioses” por el camino fácil, comiendo manzanas, higos o lo que fuera. Es como pretender llegar a la felicidad a través del callejón endemoniado de las drogas “de diseño” y la música tecno.

Si padecemos prisa o pereza, la alternativa narcisista al trabajo es el cante o el baile… ¡o el diseño! Aunque, y a pesar del mayestático “tu” del halagador y conocido eslogan “¡porque tú lo vales!”, no, ¡no todo el mundo vale! Ni para trabajar ni para diseñar. Algunos, como avellanas vanas, resultan del todo inútiles aunque suenen. Es el porcentaje de parasitismo que aguanta cualquier ecosistema.

Algunos no saben qué inventar para no trabajar, incluso puede que se agoten haciendo el tonto, más que trabajando, como, en general, nos resulta agotador no parar de “divertirnos” y las bodas largas resultan insoportables. Hacer de artista sin serlo resulta bastante ridículo, involuntariamente patético, porque el arte es como un juego, jugarlo mal es perder el tiempo, sin que de ello se derive el menor provecho para nadie. Lo mínimo que puede hacer el artista –si no denuncia, ni enseña ni revela misterios tremendos- es entretener, embeber nuestra atención para que no notemos que sufrimos y que el sufrimiento es irremediable. Y para que el arte absorba tiene que ser verosímil.

Todo arte es imitación de la vida, más imitación que invención. No nos damos cuenta porque despreciamos la autoridad de los clásicos y la indudable influencia de la tradición, y porque padecemos el síndrome postromántico, vitalista e individualista de la “subjetividad genialoide”. El halago de los medios nos ha convencido de que cualquier gesto que hagamos con suficiente intensidad emotiva es arte. Pero nuestras manías les pueden ser perfestamente o ininteligibles a los demás. Jamás se le debe perder el respeto al público.

Pero el diseño es otra cosa que el arte, es techné, una genuina recuperación de la vieja unidad perdida: mezcla de técnica y arte: diseño industrial, gráfico, de interiores, de moda, de mobiliario, urbanístico... Puede que algún día se reconozca al diseño de una maquinilla de afeitar, un inodoro o una moto Montesa, como joyas del arte del siglo XX, mientras que una buena parte de la música horrísona que soportan con estoicismo los pedantes melanómanos, se olvide sin remedio porque no emocione a nadie. El diseño es hoy un proceso integral que abarca mucho más que lo estético o lo formal: marketing, desarrollo, comunicación, factores económicos y ecológicos...

A mí no me extraña que la voz española "diseño", o la inglesa "design", vengan del italiano "disegno". Siguen siendo los italianos quienes deciden qué corbatas estan de moda, los cortes de los trajes masculinos o las botellas de aceite extra virgen de casi todo el mundo… Al delinear la figura, al definir dibujando la epidermis de las cosas, las diseñamos. Sillas de diseño o melones cúbicos. Se trata, claro, de lo externo, no de la forma (morphé) en el sentido clásico de esencia de algo, no se trata de lo que la filosofía contemporánea llamaría su estructura, sino sólo de la descripción o bosquejo [gráfico] o verbal de algo (cuarta acepción que le reconoce a la palabra de marras el diccionario de la academia).

Que el diseño haya llegado a ser tan relevante también define el sentido superficial de nuestra cultura industrialmente teledirigida, lo que importa ni siquiera es la estructura o forma íntima, sino sólo el aspecto externo, rediseñable funcional o estéticamente: “disposición de manchas, colores o dibujos que caracterizan exteriormente a diversos animales y plantas” (sexta acepción RAE). ¡Es verdaderamente increíble que el color o el diseño de los alerones, haya llegado a ser tan importante a la hora de comprar un coche, tanto que el comprador está dispuesto a esperar un montón de tiempo para hacerse con su utilitario predilecto!

La Iglesia tendría que ser más benevolente con nuestros pecados sexuales. A fin de cuentas, ya estamos convencidos de que el sex-appeal reclama de superficie a superficie, nace de la piel, del dibujo de la figura, de su diseño, importa sólo la piel, su cosmética, el simulacro externo, así que ya nadie peca profundamente, los contactos dejan al ser intacto porque son de superficie, epidérmicos.

Los ricos se rediseñan delgados y elásticos con cirugía estética, o en clínicas particulares y academias de yoga. El diseño industrial de modelos sobrevalora la gracilidad funcional. Importa sobre todo la humedad, lozanía, lisura, frescura, bronceado, tatuaje, sombreado... de la piel, importa sólo el pellejo, no la carne no la intimidad anímica invisible.

¿Será porque la carne engorda? La semilla no es fértil en la corteza.

miércoles, 14 de julio de 2010

Palingenesia

"Palingenesia"  o "palingénesis". Dos preciosas palabra de origen griego, femeninas en español.
Regeneración, renacimiento de los seres después de una muerte real o aparente.
Somos sucios, contaminantes y letales, pero consuela pensar que también menospreciamos la capacidad regeneradora de la naturaleza, su recuperación de lo mismo de la vida en lo otro de la forma diversa.
Haeckel llamó así, palingenesia, a la repetición, en el desarrollo de un ser, de estadios pertenecientes a fases anteriores en la evolución de la especie. Aunque la hipótesis de la recapitulación onto-filogenética de Haeckel está hoy subiudice, todavía resulta útil y fuerte esa idea de que para llegar a ser humanos propiamente hablando hemos de pasar por una fase de vegetales, otra de peces, otra de anfibios, otra de reptiles, otra de mamíferos carroñeros, otra de depredadores asesinos, hasta poder llegar a ser personas... Explicaría por ejemplo por qué los niños tienen esos instintos natatorios que han descubierto hoy los pedagogos, y que luego olvidan, debiendo aprender a nadar. O por qué "tomamos el olivo" o nos inmovilizamos en posición fetal cuando nos asusta un violento acontecimiento o una fiera. O por qué el adolescente "tira al monte".
En filosofía de la historia, la teoría de la palingenesia o palingénesis sostiene que las mismas clases de acontecimientos vuelven a suceder al cabo de cierto tiempo en el mismo orden, o ciclo. Parece difícil ensayar una explicación de lo que sucede históricamente sin suponer algo de palingénesis en la secuencia de los acontecimientos.
Pero tampoco debemos caer en la superstición del "eterno retorno de lo mismo", que compartieron estoicos y vitalistas nietzscheanos. Kierkegaard escribió todo un libro para lamentarse de que lo mismo (sobre todo si fue la propia felicidad) resulta irrepetible. Puede que esa sea una de las raíces de la angustia existencial, que hoy se denomina muchas veces estrés.
Es un poco tonto eso de querer volver a la ciudad donde pasamos aquellos felices y despreocupados años de juventud, buscando besar con la misma eficacia emocional con que dimos y nos dieron el primer beso..., sobre todo si hipotecamos el presente y el futuro a esa ilusión de repetir lo que nos dio alegría o seguridad. Preferible resulta estar abierto a nuevas emociones, aunque, ¡ay!, con los años resulten más débiles y difusas, haciéndose encontradizo con una alegría que tiene siempre causas renovadas.

Ritmo

No creo que nadie haya podido analizar con suficiente profundidad la extraordinaria capacidad de subversión que ha tenido la introducción de la música -o de la rítmica- africana, negra, en el occidente cristiano. Que ha supuesto un indudable enriquecimiento lo demuestra el tesoro formidable del jazz. Con el Jazz, Juan Sebastián Bach se sometió a una cura de rejuvenecimiento, el tronco de sus cantatas y tocatas echó nuevos brotes con el vigor fértil y el feroz impulso procedente de la jungla. 
Luego el ritmo se impuso demasiado. La música debería volver a su cauce más complejo. El ritmo asegura, consuela, vigoriza. Los niños lo entienden más fácilmente que el cromatismo o la melodía. No se cansan de que repitamos lo que les conmueve. Pero la melodía y los acordes descubren consonancia y armonía (harmonia, symphonia), y regalan sentido emotivo al tiempo, son éstos, tanto al menos como el ritmo, si no más, los que otorgan al impulso significado y diversidad.
Nos agarramos al ritmo, que es mera repetición, porque da seguridad. Lo que se repite familiariza, ordena, porque en verdad nada o casi nada se repite y en el mundo existen también el azar y el caos. El ritmo anima, excita, incluso irrita, suenan ritmos edificantes y ritmos diabólicos, apolíneos y dionisíacos, constructivos y destructivos, como ya percibió Platón. La música también tiene sesgo moral.
Pero la melodía no sólo emociona, sino que también hace recordar, soñar y hasta pensar, la consonancia cromática nos acerca a la ilusión de un bien posible en que los contrarios pueden fundirse armónicamente en un mundo por fin acogedor.

martes, 6 de julio de 2010

Duda



La duda es la filosofía puesta en marcha. Cuando ya no podemos creer, es obligatorio pensar. Pero es erróneo creer que podemos vivir sin creencias y una creencia equivocada: que todo pueda ser puesto en duda. Pensamos para formarnos nuevas creencias, más perfectas o refinadas que las anteriores en las que descreímos. Creencias en las que podamos residir, pues nos angustia no poder saber a qué atenernos.

Pensar no es sólo dudar. El pensamiento tbn. enuncia, persuade, demuestra, argumenta, explica…

Un escepticismo exagerado nos deja en el “todo vale” que acaba significando “nada vale”, o “todo es mentira”, que puede significar casi lo mismo que “cualquier opinión es respetable”. Los demagogos que conducen a la muchedumbre -a veces hacia el despeñadero- pueden incluso reivindicar el "derecho" a opinar lo que a uno le da la gana, como si eso fuese una libertad, pero quien opina lo que le sale de los huevos o le mana de los ovarios es esclavo de sus instintos más mendaces o de sus pasiones más locas, ensaya sacar lógica del oscuro azar de los genes, en vano. Es bastante tonto reivindicar el derecho a sostener opiniones viscerales, extravagantes o equivocadas. Y hay opiniones que no son nada respetables, que resultan despreciables u odiosas, como la opinión de que la mujer es inferior al varón porque procede de una costilla retorcida de Adán…

Ignacio Gómez de Liaño lo ha dejado escrito: “La duda es el estado anímico más congruente con la filosofía. De eso no parece que se deba dudar. Hacemos filosofía porque las cosas nos sorprenden… Pero sorprenderse es hacerse preguntas. Y hacerse preguntas es no estar seguro de tener un conocimiento efectivo” (Breviario de filosofía práctica, Spain 2005).

Si todo es mentira, también es mentira que todo es mentira. Si ninguna afirmación es verdad, ¿cómo se puede pretender que sea verdadera la tesis “nada es verdad”? “Todo es mentira”, o su equivalente, “Nada es verdad”, son autocontradicciones, asertos autoinvalidantes, modos de hablar que no nos llevan a ninguna parte.

Epicuro ya dijo casi todo al respecto: “Si rechazas todas las sensaciones, no tendrás siquiera el punto de referencia para juzgar aquellas que afirmas que resultan falsas” (Máximas capitales, XXIII. DL X, 139-154).

Pero, hoy, las sensaciones son la menor parte del problema del criterio para discernir lo verdadero de lo falso. Podemos recurrir a los aparatos de medición y a la técnica. Luego están las creencias. ¿Cómo discernir si estamos y cuánto estamos en lo cierto?

Y al fin, del todo, de la totalidad de cuanto existe, como decía Francisco Sánchez –no el hijo de la Lucía, sino el escéptico- “nada se sabe”, Nihil scitur.

sábado, 5 de junio de 2010

Realismo

La palabra "realismo" es ambigua, se presta a equívocos. Sirve en la calle para decir que uno es "realista" en el sentido de que uno no es un soñador, un utopista, un fantasioso, porque uno tiene muy en cuenta la realidad, o sea, aquellas circunstancias que limitan nuestras libertades o simplemente nuestras posibilidades; pero la voz "realismo" sirve en la Academia para referir a la doctrina que afirma que las ideas (y los ideales) son cosas (en latín, 'res, rei'), o por lo menos poseen algún tipo de realidad objetiva. Así, uno es "realista" en filosofía cuando acepta que los valores (belleza, justicia...) y los conceptos universales (animalidad, humanidad...) existen de algún modo a parte rei, con independencia de que existan cosas bellas o animales...
Pero también se consideró "realista" la doctrina ontológica de Aristóteles por suponer que hay una adecuación posible (verdad) entre el conocimiento, el lenguaje y la realidad. Es decir que cuando decimos la verdad, lo que decimos puede ser pensado como adecuado a lo que existe o que se da en el decir verdad la adecuación entre pensamiento y realidad: el pensar verdadero no es un inventar ficticio. La verdad es así la adecuación de la cosa al intelecto. He aquí una concepción "realista" de la verdad, porque cuando digo "tengo una perra que se llama Nana" mi perra está de algún modo en lo que digo y en el entendimiento de lo que digo.
El idealismo no se opone en filosofía al realismo, sino que, al menos en el primer sentido, el platónico, el realismo es la forma extrema del idealismo.
Lo contrario del realismo platónico es el nominalismo, que afirma que los universales y los valores son sólo nombres, etiquetas útiles pero que sólo tienen realidad en cuanto que los aplicamos o suponemos en las cosas (in re) o, si son ideales, tienen sentido como metas regulativas de la acción, pero son ilusiones inexistentes, pues en ningún sitio existe la justicia perfecta, ni la libertad, etc. "No hay más cera que la que arde". El nombre "rosa" puede ser útil para meter en su cajón muchas experiencias de rosas concretas, pero sólo existen éstas, las que crecen sobre tallos espinosos y mueren, no existe la rosa universal y perfecta, intemporal y ubicua.

Considero que uno no tiene más remedio que ser realista en ciencia e idealista en ética; y además, considero que esto es lo correcto, en el doble sentido de lo más verdadero y lo más bueno.
Kant fue un realista epistemológico, pues consideraba que los conceptos podían referir a objetos científicos con tal de que tuvieran contenido empírico; pero fue idealista en ética, puesto que afirmó que la experiencia no nos sirve para deducir lo que debemos hacer, sino que los principios de la moral los hallamos a priori, en la propia universalidad ideal de la razón.
Ser realista en ciencia significa que uno supone que hay razones objetivas para distinguir entre rosas y margaritas, entre tocino y velocidad, entre vacas y nísperos.
Puede que nuestra mente imponga una retícula al ser, y puede que nuestra mente funcione como una criba que sólo admite como grano de realidad aspectos útiles del ser, antropomórficos. Una imagen perfecta de la realidad sería una imagen de infinitos píxeles. Pero, en cualquier caso, aunque todo conocimiento humano signifique cierta "domesticación" de la realidad, aunque todo conocimiento esté transido por el poder y el deseo humanos, demasiado humanos, eso no significa que el conocimiento sea arbitrario. Si bien nuestro conocimiento de la cosa, ¡y no digamos nuestro saber sobre el mundo, el alma o Dios!, no agota la realidad, ni la agotará nunca, sí nos dice lo que las cosas relativamente son o pueden ser.
El realismo actual (el de Putnam, por ejemplo) sostiene que las teorías científicas ofrecen descripciones ciertas de objetos y procesos observables e inobservables del mundo, con independencia de la mente.
Para apuntalar su realismo, Hilary Putnam recurre el "argumento del milagro": el realismo es la única filosofía que no hace del éxito de la ciencia un milagro.

lunes, 29 de marzo de 2010

Derechos

Siempre he preferido la ética de las virtudes (hábitos saludables) a la de los valores; de modo análogo, siempre he preferido las deontologías, es decir, las lógicas de los deberes y obligaciones, tan profesionales, a la retórica de los derechos, tan publicitada por los políticos.
Admitido el dictamen vitalista de que la muerte de Dios no es otra cosa sino el fin de los valores absolutos, me parece portentosa la credulidad de quienes, negando a Dios, sostienen dogmáticamente la "existencia" de los derechos humanos. Siendo así que éstos serían algo que todos tendríamos per nos, de modo innato, sin tener que ganárnoslos ni esforzarnos por merecerlos, incluso sin asumir las obligaciones de respetar los derechos ajenos.
¿Por qué una hormiga, un sapo o una "mala hierba", de esas que invaden los campos de dalias, no tienen "derechos" y los humanos sí, incluso si son peores que las malas hierbas o carecen del todo de la senbilidad para los encantos de las dalias? ¿No son ellos también, el gusano, el sapo o la encina, seres vivos, hijos del azar y la necesidad, de la recombinación genética, la adaptación al medio y el férreo principio de causalidad?
La concesión o el reconocimiento de derechos inalienables está bien, supone el reconocimiento de la superior dignidad del hombre, o sea, del universo moral: de la culpa y del misterio. Lo cual supone a la postre el reconocimiento de la trascendente superioridad del bien común, del bien absoluto, o sea, de Dios. Éste puede ser trascendente o inmanente, estar más allá de la realidad o confudirse con la Naturaleza, eso da igual.
La cuestión principal es la afirmación de la superior dignidad del Ser sobre el No-ser. De ahí el derecho de lo que hay a permanecer. Pero en esa apuesta subyace un acto de fe, una preferencia por el Ser y su Salvación. ¿Por qué, si no, va a ser preferible vivir que estar muerto?
Todo esto se expresa alegóricamente en los relatos según los cuales Dios crea al humano a su imagen y semejanza. El humano es superior a los animales porque se parece a Dios. Niéguese dicho parecido, dicha superioridad o dignidad basada en lo divino del hombre, y todo el tinglado humanista, y humanitarista, se nos viene abajo, todo el tinglado de los "universales derechos humanos" se hunde como un castillo de naipes sin ese plus metafísico, inteligible pero no sensible.
En el fondo de la filosofía de los derechos humanos, hija de la Ilustración, está el pilar secularizado de la divina providencia, en la forma de confianza en el progreso. Se confía en la capacidad del humano para proyectar y trascenderse, para llegar a ser más de lo que es, para superarse, en una palabra, para divinizarse.
La filantropía, el amor a lo humano, no se sustenta por sí mismo. Caín es tan humano como Abel; Judas es más humano que Jesús, la mezquindad y la voluntad aniquiladora son tan consustanciales al género humano como la simpatía o el erotismo; y la historia está tan plagada de progresos y conquistas, como de regresos y errores, tan poblada de héroes como de víctimas inocentes.
Si pensamos en el ser humano como un objeto científico, el amor al ser humano no es más que un estorbo para la exactitud de la comprensión y el entendimiento del fenómeno humano. Entonces no hay más "derechos" que los valores vitalistas: salud, fuerza, belleza, inteligencia..., en nombre de los cuales se puede desheredar de derechos a los enfermos, los débiles, los tontos o los feos, esto resulta tan perfectamente natural como inmoral. Y ésta fue sin duda una consecuencia terrorífica de la exaltación atea de la vida, en nombre de esta exaltación vitalista del "superhombre" se cometieron en el siglo pasado horribles genocidios. Los seres humanos, objetivamente, son casi nada, agua, carbón y sales minerales, parásitos de las plantas, primates asesinos, predadores crueles. Lo que vale es su proyección trascendente, hacia atrás o hacia adelante, esencial o proversiva, que desciende del Paraíso o se dirige al Olimpo.
Para nosotros, sólo una vida que reconoce su origen misterioso y aspira a divinizarse es digna de ser vivida. Y esto no tiene nada de natural. Para ser más de lo que somos resulta socorrida e imprescindible la metafísica. La bondad no es un fenómeno natural, sino una virtud ganada con esfuerzo, hija de la educación y las buenas costumbres. Exige elección, sí, pero también entrenamiento. Y exige, sobre todo, un referente superior, un modelo de perfección más allá de este mundo al que podamos considerar Padre o Destino, siquiera remotamente.

sábado, 27 de febrero de 2010

Abundancia

Ciertos economistas han tenido del objeto de su estudio, la economía, un concepto en cuya comprensión campaba esencial la noción de escasez. La escasez determinaría el modo en que producimos, distribuimos e intercambiamos bienes y servicios.
En realidad, nada determina completamente la actuación del humano. Somos relativamente libres. Esto puede deberse a que el animal humano no se comporta jamás con la lógica del economista o, más dignamente, a que las necesidades del humano no son sólo "económicas".
El ser humano es un animal gracioso. Esto quiere decir que encuentra en lo gratuito, lo caprichoso, lo bello, lo superfluo, lo inútil, el sentido más genuino de su biografía y de su historia. Por eso no hay dos culturas idénticas, ni dos seres humanos iguales, aunque compartan el mismo nicho ecológico.
Rigurosos estudios antropológicos demostraron ya en el siglo pasado que los bosquimanos Kung del desierto del Kalahari no empleaban más de cuatro horas al día de trabajo para resolver todas sus necesidades, y no me refiero sólo a las necesidades de los miembros adultos de las bandas de recolectores y cazadores bosquimanos, sino a las necesidades de todos los miembros de la banda, incluyendo a los ancianos y a los niños pequeños que no producen.
La idea tradicional de unos cazadores "primitivos" tan presionados por la escasez que no tienen tiempo para inventar cultura se vio seriamente comprometida. Se ponía así en cuestión la visión paternalista de unas sociedades "salvajes" presionadas hasta el límite de la supervivencia por las duras condiciones del desierto y las inclemencias de la naturaleza. Algún antropólogo -exagerando- llegó a sugerir que en realidad son estas sociedades "primitivas" las verdaderas "sociedades de la abundancia y del bienestar".
No sé hasta qué punto se inspiró en estos descubrimientos el  australiano Jamie Uys cuando dirigió su graciosa película Los dioses deben estar locos (The Gods Must Be Crazy, 1981).
El inicial protagonista de este film es un bosquimano llamado Xi que vive en una comunidad feliz y pacífica. Los bosquimanos piensan que los dioses proveen de animales, aves y ofidios a su pueblo. Un buen día, el piloto de una avioneta deja caer al Kalahari un casco de Coca Cola. Los aborígenes creen que es un regalo de los dioses. Todos se interesan por ese material desconocido al que atribuyen propiedades mágicas y al que ensayan dar diversas funciones, incluida la de instrumento musical, hasta que la botella, ya que es un bien escasísimo, pues todos la quieren y no hay ninguna más, acaba convertida en "manzana de la discordia", por lo que Xi decide abandonarla más allá de su mundo conocido...
La escasez, la abundancia, son, natural y artificialmente, nociones relativas. "¡Qué rico soy, qué poco necesito!" -algo así exclama el Sócrates platónico.
En nuestra sociedad "civilizada", en la que abundan coches, cachivaches, cables, prostitutos y prostitutas, "camellos", funcionarios, "artistas", tunantes y botellas de ron o Coca Cola, escasea la paz, el buen sentido, la serenidad, la paciencia, la humildad, la inocencia, el silencio y, sobre todo, escasea el tiempo que podemos dedicar al descanso o la creación, también la creación sentimental a la que llamamos amistad o amor. Trabajamos muchísimas más horas que el bosquimano porque nuestras "necesidades" se han multiplicado ad libitum. El estrés es una consecuencia inevitable del tontuno sistema económico que nos hemos impuesto.
Ningún ecosistema (natural o artificial) presiona tanto a los seres humanos como para que éstos no puedan elegir en absoluto lo que quieren y hacen. Y la gracia no está en querer lo que nos gusta, sino en querer y hacer lo que sabemos que nos conviene porque mejora nuestra salud o nos hace felices.
Un determinismo estricto, de carácter economicista o tecnologista, es en realidad un nuevo tipo de pensamiento mágico. Sólo una mente primitiva cree que todo depende de la providencia de los dioses, de las presiones de la Naturaleza o de algún mecanismo secreto y desalmado.
Ninguna cultura se ha representado jamás el trabajo como un mero instrumento de supervivencia o superación de la escasez.
Si una máquina pudiese pensar, tal vez concebiría así el trabajo, como una mera función de transformación de energía. Algunos humanos parecen aspirar a transformarse en máquinas, input laboral más output consumista: piensan en sus labores como un simple instrumento para maximizar sus beneficios y su poder de consumo.
La antropología económica parece ofrecer indicios de que a veces es la abundancia la que produce bloqueos que impiden a una cultura su transformación social, incluso tecnológica. Desde luego es la superabundancia la que impide a muchos de nuestros adolescentes su propio progreso: el obtenerlo todo sin el menor esfuerzo. La experiencia de la carencia es esencial en el móvil de cualquier educación, así como en el desarrollo de las ilusiones creadoras, que actúan como necesarios estimulantes de la voluntad.
Progreso no significa sólo evolución, sino también devolución, no significa sólo innovación, sino también conservación. ¡Que me devuelvan el tiempo que me roban! ¡Devuélvanme un poco de silencio para que pueda conservar la integridad! Puede que la misma abundancia despilfarradora, corrompedora, productora de basura, impida nuestro progreso, en sentido moral. En cualquier caso, conviene que nos simplifiquemos.

Bibliografía
Maurice Godelier. Instituciones económicas (Economics institutions in People in Culture. A Survey of Cultural Anthropology, New York 1980), Barcelona 1981.