domingo, 26 de octubre de 2008

Ligereza






A Milan Kundera la ligereza o "levedad del ser" le parecía insoportable. Uno, sin embargo, aprecia la ligereza de los que resultan ser soportables. Ni siquiera exijo que sean ya amables los interlocutores, sólo ligeros, versátiles. Nietzsche jugó a convertir la ligereza (Leichtheit) en valor, pero su eterno retorno de lo mismo, ¡por Dios!, resultaría tan pesado y previsible como los anuncios de la tele.

La vida no es un fenómeno tan recalcitrante como para que se repita alguna vez idéntico a sí mismo. Sorprende como una aventura. Más bien se parece en esto -la vida recreada bellamente- a una pieza de Bach o de Mozart: mantiene el patrón melódico y rítmico, pero juega a producir efectos cromáticos insólitos, en una cadena siempre renovable, como los dígitos del número pi. Un juego bien reglado de infinitas variaciones.

Pero Nietzsche no estaba completamente obnubilado por los opiáceos. Laghima, la ligereza indú, es una de las ocho siddhis o perfecciones: la capacidad para compensar la fuerza de la facticidad.

A pesar de su gravidez esteatopigia, el andar de la mujer del género femenino tiene siempre algo de la ligereza del baile. Si bien la ligereza, como cualidad del carácter, arrastra en español ciertas connotaciones peyorativas: inconstancia, superficialidad, inestabilidad, irreflexión. Ciclotimia insegura, imprevisible. Las maliciosas atribuirían estas connotaciones al androcentrismo. Atribución nada ligera.



Parece que en italiano, la leggerezza no carga con ningún pesado fardo semántico, es la virtud del atleta: agilidad, rapidez (agility, speed, por decirlo en koiné postmoderna). Igual que la velocidad y levedad de la luz, que vuelve lo ligero transparente. Uno debe ser como la luz si aspira a divinizarse. Esto lo recomienda el budismo y se deduce de Juan el Evangelista.

Légèreté. Tantos acentos, agudos y grave, parecen atribuir cualidades icónicas apropiadas a la palabra francesa. Definida en la luz, en el viento, en mitad de una lluvia fina, o sea, facilité de l'esprit ou du style.

Es trágico lo que cuenta Edward O. Wilson sobre las reinas hormigas que, después de haber probado, vírgenes, las delicias de la ligereza alada, una vez que son fecundadas por los zánganos, se arrancan las cuatro alas de avispa por la base, para cavar la guarida de sus hijas y ligarse para siempre a la tierra.

Nosotros, los platónicos, más bien aspiramos a lo contrario, reconocemos que la tierra nos renueva la fuerza inmortal de Anteo, nos sabemos limitados por el cuerpo, pero luchamos por lo que ansiamos, porque nos nazcan de una vez y para siempre alas en el alma.

viernes, 18 de abril de 2008

Alma




¿Podemos renunciar al alma? Si creemos que sólo somos lo que comemos, o lo que aparentamos ser físicamente, tal parece que podamos vivir sólo materialmente, sin alma. Al olvidarnos del alma se nos cierra la comprensión de un fracción impresionante del arte, la literatura, la filosofía y el pensamiento religioso.
Entre la vitalidad y el espíritu situaba Ortega la zona del alma, más clara que el ámbito de la vitalidad, más oscura que el ámbito del espíritu; en la atmósfera, abierta o cerrada, porosa o hermética del alma, palpitan los pensamientos que la iluminan, así como las emociones que les prestan calor, y los deseos, impulsos y apetitos que les asignan dirección.
Si nada vivo es meramente mecánico o bestial y todos los que han llegado a ser vivos y animados deben ser considerados del mismo género, hay que atribuir alma no sólo al ser humano, sino también a las plantas. Los pitagóricos supieron ver en las plantas ese principio fértil que les anima en silencio, que les mueve, hacia arriba y hacia abajo, siguiendo la parábola del sol, hasta crecer y reproducirse, recorriendo a veces grandes distancias. Maurice Maeterlinck me convenció definitivamente: ¡también hay inteligencia en las flores y en las plantas!
Pero no hay que sobrevalorar el valor de la inteligencia. Casi toda nuestra cultura ha pecado de esa exageración, seguramente porque lo escaso parece siempre muy excelente (omnia praeclara rara). El mismo Maeterlinck insistía en que somos un todo espiritual indivisible: apetitos, emociones, pasiones y pensamientos sólo son separables en abstracto, no en la vida. Se nos convence de que la inteligencia actuaría mejor sin los sentimientos y las pasiones, porque éstas la turban o la ofuscan, y nos imaginamos que el pensamiento volará de verdad libre cuando reine sobre todos los sueños y los sentidos. Pero cuando viene la vejez la inteligencia puede ser todavía clara, aunque ya no tiene objeto, ni tiene nada que hacer. Si la obra de la juventud o de la madurez vale más que la de la vejez es porque en ella no se han ahogado todavía las fuerzas misteriosas que inspiran y animan a la inteligencia: la energía del espíritu, que sopla donde quiere.
La tecnociencia alimenta en nuestra sociedad el aparentemente muy sofisticado prejuicio de que el alma no existe. La revolución biológica también parece empujarnos a una concepción materialista de nosotros mismos. Francis Crick, el codescubridor de la doble hélice genética afirma: “el alma se ha desvanecido junto a gran parte de la metafísica”. Incluso ciertas “filosofías” -economicistas o no-, han pugnado por hacernos eliminar de nuestro léxico las palabras “alma” y "espíritu", insistiendo en que esas palabras no tienen un significado claro o en que lo tienen equívoco, o en que comprenden tanto que no se extienden a nada. Por supuesto, a nada material se extienden, aunque se entiendan bien como horizontes ideales, oníricos o sentimentales.
El progreso de las neurociencias parece llevarnos a pensar el pensamiento como un proceso de activación eléctrica de redes neuronales y liberación de proteínas (sinapsis), “materia pulverizándose contra materia”. Nos hemos quedado con un cerebro sin mente.
Y en cierto sentido no es extraño que el cerebro se haya quedado sin alma porque, a fin de cuentas, el cerebro siempre ha sido el más oscuro de nuestros órganos. Tengo una relación vivencial con muchas partes de mi cuerpo, con mis manos, mis ojos, incluso con mi corazón, cuando se altera con ciertas emociones, pero no con mi cerebro. Sé que hay un cerebro en mi cráneo, pero apenas lo siento, preso como está en mi cabeza, salvo si me duele. Por eso Paul Ricoeur hablaba del cerebro como “interioridad no vivida”.
La gente puede pensar que es muy moderno sentirse sólo cuerpo, porque la existencia del cuerpo se puede probar y la del alma –y no digamos la del espíritu- no puede ser probada. Y eso a pesar de que la percepción que tenemos del espíritu y del alma es tan intensa, cada vez que siento que siento, sé que me muevo o sufro por lo que pienso, o cada vez que digo “yo” o “tú”, que resulta imposible descartar el espíritu y el alma de nuestro horizonte existencial. Ni siquiera sabemos qué haremos en el futuro sin el alma o el espíritu, porque no contamos con la experiencia o el recuerdo de una época en que se prescindiera de estos conceptos.
El imaginativo descubrimiento de que la vida está animada por el espíritu probablemente constituyó una de las primeras ideas de nuestros antepasados. Puede que esta idea esté en el origen de toda forma de religión, todo tipo de arte y toda especie de filosofía…, de toda forma de humanidad, o sea, de toda forma de creatividad e inventiva. En efecto, la mejor forma de presencia viva del espíritu en el mundo es su creacion y su creatividad. Una mano sobre la superficie de la gruta, la sombra de un antílope en el techo, una piedra convertida en hacha… Pero también, el que haya mundo, en lugar de nada.
Tal idea es bien profunda y fértil. Sólo una mente ágil puede llegar a pensar que lo que mueve las cosas que se mueven y se ven es un principio invisible e inmóvil (Psique, Ser, Logos, Energeia, Morphe, Pneuma...). Seguramente fue el materialismo, y no el espiritualismo, la primera filosofía de nuestros ancestros hombres-monos. El materialismo es también la filosofía de mi perro, que sólo siente como real lo que huele o mal ve.
Tal vez, el abandono del espíritu implicará la vuelta de los seres humanos al mundo mental de los austrolapitecos o incluso al mundo de criaturas anteriores, pues es claro que los neandertales ya rendían culto al “espíritu” de sus muertos. Puede que el futuro posthumano cuente con una tecnología muy sofisticada y que sin embargo se parezca mucho al pasado prehumano. Máquinas reproduciéndose automáticamente, ciborgs luchando ciegamente por sobrevivir en un universo sin alma, o con un alma inconsciente de sí.
La foto que ilustra este artículo la tomé en un instante en que sentí que el alma de otra criatura muy diferente se cuidaba de mí y me miraba. No sólo con sus ojos, sino también con sus antenas. Tal vez soñé entonces que una abeja carpintera dudó por un instante ante mí y mi cámara: entre la curiosidad y el miedo, entre el conocimiento y la huida, entre la amistad y la pelea.
Bibliografía consultada
Felipe Fernández-Armesto. Breve historia de la humanidad. Barcelona, 2005.
Los Filósofos Presocráticos, I. Gredos, Madrid, 1978.
Maurice Maeterlink. La inteligencia de las flores, Barcelona, 1987.
Julián Marías. La educación sentimental, Madrid, 1994.
Paul Ricoeur. Sí mismo como otro, Madrid, 1996.

viernes, 15 de febrero de 2008

Dogmatismo

Como actitud natural propia del hombre ingenuo, el dogmatismo es la posición arcaica de la primitiva cultura humana. El dogmático siente la verdad como una apropiación real del objeto por parte de su conciencia. Se podría decir que -respecto al conocimiento religioso- el dogmático ve a Dios, pero también que -al verlo en el espacio y el tiempo- lo rebaja a la condición de objeto suyo, tan limitado como el sujeto en que cabe entero. Ese objeto -el Dios en el que cree ciegamente- representa no obstante una potencia ajena, a la que teme más que a la propia muerte.

El modelo de esta actitud, tan fanática como heroíca, tan violenta como congruente, la ofrece el sacrificio de Isaac. La fe en Dios impone a Abraham una obediencia ciega. Está dispuesto a sacrificar a su único hijo si Dios se lo pide. ¿Qué Dios puede exigir que un padre sacrifique a su único hijo? Un Dios omnipotente y cuya voluntad nos parece perfectamente expresa, al que no solamente vemos sino también oímos, tan bueno para regalar milagrosamente un descendiente a un hombre centenario, como malo para exigir que le sea devuelto el regalo, o peor, que el don mismo sea aniquilado tras ser amadísimo por sus padres, quienes además esperan de él su continuidad vital y patrimonial. Que al final no haya mal que por bien no venga, que, al cabo de la historia, Dios se conforme con el sacrificio de un carnero, y el inmoral mandamiento de incurrir en filicidio se reduzca a una puesta a prueba de la fe de Abraham, impide por lo menos que se nos indigeste del todo la fábula, pero no elimina el dogmatismo esencial de la posición de Abraham, inasequible a la duda, autómata alienado al servicio de la voluntad de un déspota.


La historia del Génesis (22) no es sólo el arcaico retrato de un fideísmo irracional, puede también ser leída como un progreso respecto de posiciones más salvajes: como una justificación israelita de la prescripción ritual de "rescate" de los primogénitos, frente al atroz ofrecimiento cananeo de víctimas humanas. Así, las primicias seguirían perteneciendo a Dios, aunque resulten ritualmente rescatables mediante un ofrecimiento incruento.


Me asusta recordar cómo el primitivismo dogmático revive una vez y otra en la historia moderna; por ejemplo, en el voluntarismo teonómico de Lutero (de potentia Dei absoluta). El fanático y violento sajón no dudaba en asegurar que "lo que Dios quiere no lo quiere porque ello sea justo y Dios esté obligado a quererlo, sino que antes bien ello es justo porque lo quiere Dios", de donde lisa y llanamente -como afirma Muguerza- se seguiría la aniquilación -el sacrificio- de la autonomía de la voluntad del ser humano como sujeto moral, en aras (nunca mejor dicho) de la omnipotente voluntad divina. No extraña que la finura humanista, profundamente escéptica, de Erasmo rehuyera siempre un encuentro personal con la rudeza feroz de Lutero.


Todavía un siglo después, Kierkegaard escribe un encendido "Elogio de Abraham" (en Temor y temblor), porque "abandonó su razón terrestre y tomó la fe", sin lamentaciones, "porque quien espera siempre lo mejor, envejece pronto con las decepciones de la vida; y quien siempre teme lo peor, se gasta en seguida; pero el que tiene fe, ése conserva una eterna juventud"... "El milagro de la fe consistió en que Abraham y Sara fueron lo bastante jóvenes para desear , y en que la fe mantuvo vivo este deseo suyo y, en consecuencia, su juventud".


Pero -se pregunta Kierkegaard- "¿qué sentido podría encerrar la promesa de la magnífica bendición si había que sacrificar a Isaac?". Kierkegaard minimiza la pérdida y la desesperación que supone para cualquier padre la pérdida de un hijo, ante este enorme sacrificio del "hijo de la promesa": el sacrificio de Isaac. "Abraham, a pesar de todo, creyó; y creyó para esta vida", y no solamente para la vida futura. Su fe era "como pálido remedo que desde el profundo abismo de la desesperación barruntaba su objeto en el más remoto horizonte"... "Creyó lo absurdo". Si hubiera dudado -sigue Kierkegaard- se hubiera dirigido al monte Moria, partido la leña, encendido la pira, sacado el cuchillo, y le habría gritado a Dios antes de hundirse el cuchillo en su propio pecho: "¡No desprecies este sacrificio, Señor! Sé muy bien que no es el mejor de los bienes que poseo, pues, en realidad, ¿qué es un viejo en comparación con el hijo de la promesa? Pero es lo mejor que puedo ofrecerte"...


Isaac le era más querido que su propio corazón, representaba su única esperanza, y, sin embargo, debía sacrificarla... Pero no dudó, ni se lamentó, ni suplicó... "ningún sacrificio es demasiado duro cuando Dios lo ordena". Y levantó el cuchillo...


Kierkegaard tiene razón, el que contempla esta escena se queda petrificado, ciego... Y sin embargo, Abraham es para el danés un padre venerable, modelo de una pasión colosal, sublime, la de combatir con Dios, expresión sagrada, pura y humilde del divino frenesí que admiraban los paganos: esa manía que Platón, asimiló una vez a una forma de conocimiento superior, entre la inspiración y la locura, superior al meramente racional, atravesado por el entusiasmo o la posesión divina, pero que, otras veces relaciona con la expresión de la cólera de los dioses sobre un hombre alienado y loco.


Acaba su elogio Kierkegaard afirmando que a los ciento treinta años, Abraham no había ido un ápice más allá de la fe.


¡No es mucho no haber podido llegar en cientro treinta años ni a la perplejidad ni a la duda! También los filósofos presocráticos dogmatizaron. Sus dogmas resultaban hijos de la euforia, de la inspiración religiosa, o de la melancolía (en las "jeremíadas" de Heráclito). Tendremos que esperar a los grandes sofistas (Gorgias y Protágoras) para que -por primera vez, ¡al fin!- el conocimiento -incluso el más divino- se vea como una relación problemática entre el sujeto y el objeto, y no como una posesión de la verdad real por parte del sujeto. En rigor, los sofistas tendrían que haber hecho imposible para siempre el dogmatismo, al menos en el campo de la filosofía. Verdad seguiría siendo entonces el nombre por definición de una hembra virgen y esquiva...


Kant -en la línea progresiva- se cuidará de advertir que el sacrificio de Isaac hubiera sido un crimen y la mera intención de consumarlo una inmoralidad. Kant pone la dignidad a la altura de la santidad en un texto célebre: Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, 1785, Ak. IV, A78. Aquí ya no se conserva más dogma moral que el respeto a la humanidad, a la dignidad de la naturaleza humana. Dios ya no es una cosa que ver, oír, poseer, calmar y obedecer, sino un ideal para -y de- esa misma humanidad inventiva y creadora. El Dios bíblico aparece ahora como un déspota que somete a Abraham a una prueba tan humillante como macabra. Y el pobre Abraham aparece ya como un patriarca noble, honrado, pero demasiado tembloroso, demasiado asustado para estar éticamente lúcido.

Bibliografía consultada

Biblia de Jerusalen, Desclee de Brouwer, Bilbao, 1981.

J. Hessen. Teoría del conocimiento. Espasa-Calpe, Madrid, 1981.

Javier Muguerza. "Del Renacimiento a la Ilustración: Kant y la ética de la modernidad", en La aventura de la moralidad, Alianza, Madrid, 2007.

Soren Kierkegaard. Temor y temblor, Guadarrama, Madrid, 1976.

Stefan Zweig. Erasmo de Rotterdam. Barcelona, 1961.

La foto

Hecha por el autor del artículo (29-Dic.-2007) en la Iglesia de Santa Caterina de Alejandría, (Piazza Bellini de Palermo, Sicilia). Santa Catalina de Alejandría es considerada patrona de los filósofos. El valioso relieve en mármol mixto adorna la pilastra del lado derecho de la nave y contiene el emblema de la familia Bruno, enriquecido con un crucifijo (siglo XVIII).

lunes, 28 de enero de 2008

Dispersión


Algunas veces he pensado que podría haberme hecho famoso si hubiera evitado la dispersión. En mi caso, la dispersión no ha significado la distracción del trabajo, sino más bien la multiplicación del trabajo, porque he sido bastante disciplinado en todas mis aficiones y ocupaciones, incluso en mis vicios: la cría de gusanos de seda, de ranas o de palomos, la práctica del futbolín y del fútbol, la interpretación del acordeón, la filología, el derecho, la filosofía, la historia antigua, la botánica y la entomología, la pedagogía, la lectura y la crítica, el ajedrez, la filatelia, la acuarela, el oleo, la escritura, el periodismo, la fotografía, la horticultura, la oleicultura, el dominó...

Aunque soy bastante remiso a dejarme arrastrar por el discurso de la postmodernez, me parece que arrojo el perfil que marcan sus cánones. Sospecho que todos los enlaces (links) de mi vida tienen una razón de ser, pero creo que no hay una verdad final detrás de ellos, los significados me parecen inestables, siempre se pueden reinterpretar como accesorios (parerga) desde otras actividades (erga). Ahora empiezo a comprender mi gusto por los marcos de los cuadros, los peristilos de los templos, los claustros de los monasterios, las lonjas de los palacios, los porches de las casas de campo, las buhardillas y bodegas de las casas, los majanos y balates de los sembrados: el espacio limítrofe donde la cultura se barbariza, se asilvestra...

Puede que esa dispersión sea la expresión de un ánima jungiana en pugna con el ánimus viril. Me sorprendió mucho un párrafo de Las olas, en que Virginia Woolf hablaba de la ruptura de la continuidad. Se me quedaron grabadas para siempre sus palabras. He sentido en forma de desvanecimiento esa ruptura, me he asomado a esa fisura por la que uno vislumbra el desastre, tal vez su propia extinción, la extinción de todo. O la exclusión -uno ha sido en cierto sentido un raro, un extraño, aunque puede que todos lo seamos, en cierto sentido muy científico todas las religiones tienen razón: somos extraterrestres-.
He desconfiado de los maestros, de los que se alzaban y decían "he aquí la verdad". Entonces veía el "gato de arenoso pelo" de Virginia, robando un pescado, al fondo, y entonces levantaba la mano y decía: "oiga, se ha olvidado usted del gato". También yo -como ella- he escrito cientos de frases en decenas de libretas que hacen referencia a una historia que no consigo encontrar o que sólo hallo fragmentaria.

Se trata -según Victoria Camps- de una virtud femenina: la dispersión. Una distancia voluntaria respecto a los papeles que la sociedad nos asigna, un negarse a ser absorbido por una sola actividad. El machismo ha entendido esta dispersión de actividades como una especie de alienación, pero muy al contrario: "vive más alienado del mundo y de los otros quien se juega toda la vida a una sola causa, a la causa de labrarse una única identidad". En su espléndido análisis del "genio de las mujeres", en el que la pensadora traza una especie de borrador de un feminismo de la diferencia, se pregunta por qué tiene que valer más la coherencia que la dispersión. ¿Quién es más vulnerable al servilismo del trabajo, el concentrado o el disperso? La supuesta "menor profesionalidad de las mujeres" podría reinterpretarse positivamente como una reticencia al servilismo tecnicista, que nos identifica con una sola función productiva o profesional.
Bibliografía consultada
Victoria Camps. Virtudes públicas, Espasa-Calpe, Madrid, 1990.
Patricio Lóizaga. Diccionario de pensadores contemporáneos (Derrida), Emecé, Barcelona, 1996.
Sherry Turkle. La vida en la pantalla, Paidós, Barcelona, 1997.
Virginia Woolf. Las olas, Bruguera, Barcelona, 1978.

viernes, 4 de enero de 2008

Concordia

La concordia no es una virtud que esté de moda. Los políticos deliran, empanzados de "patrioterismo", "tolerancia" y "solidaridad", así que, con ese atracón retórico, no les queda espacio para ejercitar o exaltar la concordia.
Sin embargo, Aristóteles describía en el libro VIII de su Ética a Nicómaco, cómo los legisladores de la antigüedad clásica dedicaban la mayor parte de sus esfuerzos a preservar esa amistad que mantiene la paz social, pues "en efecto la concordia (homónoia) parece ser algo semejante a la amistad, y es a ella a lo que más aspiran, mientras que lo que con más empeño procuran expulsar es la discordia, que es enemistad. Y cuando los hombres son amigos, ninguna necesidad hay de justicia, mientras que aún siendo justos necesitan además de la amistad, y parece que son los justos los que son más capaces de amistad".
Aristóteles asociaba la concordia con los actos que son útiles para todas las partes, como cuando todos juzgan que determinados poderes del Estado han de ser electivos. La concordia es la amistad civil y comprende los intereses comunes y todas las necesidades de la vida social. Esta virtud, imprescindible para la ciudadanía, supone corazones sanos y espíritus rectos que sólo quieren las cosas justas y útiles, guiados por el interés común. Por eso, entre los malos no es posible la concordia.
El romano Cicerón fue, tres siglos más tarde, un verdadero campeón de la concordia, a la que consideró el más fuerte vínculo para la preservación de la res publica. La concordia es para el orden civil lo que la armonía para el canto (concentio). La concordia es un concepto político que también tiene un análogo psicológico: consensio.
El consenso que hizo posible la Constitución española que hoy sirve de protección de nuestros derechos, frente a la discordia de las comunidades, o frente a la prepotencia del Estado, fue una forma de concordia. Con ella la emparenta Herrero de Miñón en uno de sus artículos (asequible en la Magna Malla Mundial). Es la voluntad de vivir en común, previa a cualquier acto legislativo. La constitución expresó esa concordia.
Más privadamente, es la misma virtud que hace posible la convivencia leal y duradera de las parejas, la estabilidad y unión de las familias. No es de extrañar que la cultura antigua la santificase, la personificase, y le erigiese templos.
En la foto que ilustra esta entrada, tenemos una foto del llamado Templo de la Concordia, en la antigua Akragas de Empedokles. Hoy sobrevive su armónica estructura -milagrosamente, después de 25 siglos- en el Valle dei Templi a los pies de la ciudad siciliana de Agrigento, cerca del mar. Debe su supervivencia, seguramente, a una auténtica voluntad de concordia entre religiones. Pues los cristianos, en lugar de destruirlo, lo utilizaron como basílica cristiana de los santos Pedro y Pablo en el año 597 d. C. Hay que celebrar la voluntad del emperador Teodosio de convertir los templos paganos en iglesias (edicto del 435 d. C.). Los cristianos añadieron muros y arcos, cortaron columnas, etc., pero en el siglo XVIII el príncipe de Torremuzza recuperó la antigua ligereza y armonía, que algunos artistas ha descrito como "perfección estupefaciente" (J. Houel). En este edificio se aplicaron todas las finezas típicas de la arquitectura griega madura.
El nombre "Concordia" con que se le conoce universalmente deriva de una inscripción romana de época imperial hallada en 1500 en los alrededores del templo, pero nadie sabe seguramente a qué divinidad estuvo dedicado hace dos mil quinientos años. Algunos han especulado con que la dedicación cristiana a los santos Pedro y Pablo supusiera un doble culto anterior, quizá en honor de los Dióscuros, hijos de Zeus y Leda, pero no hay indicio arqueológico que lo corrobore. Prefiero pensar en el dios desconocido del que habló Pablo... y al que pueden rezar todos las mujeres y varones de fe, por ejemplo, para pedir concordia universal entre los seres humanos.