viernes, 15 de febrero de 2008

Dogmatismo

Como actitud natural propia del hombre ingenuo, el dogmatismo es la posición arcaica de la primitiva cultura humana. El dogmático siente la verdad como una apropiación real del objeto por parte de su conciencia. Se podría decir que -respecto al conocimiento religioso- el dogmático ve a Dios, pero también que -al verlo en el espacio y el tiempo- lo rebaja a la condición de objeto suyo, tan limitado como el sujeto en que cabe entero. Ese objeto -el Dios en el que cree ciegamente- representa no obstante una potencia ajena, a la que teme más que a la propia muerte.

El modelo de esta actitud, tan fanática como heroíca, tan violenta como congruente, la ofrece el sacrificio de Isaac. La fe en Dios impone a Abraham una obediencia ciega. Está dispuesto a sacrificar a su único hijo si Dios se lo pide. ¿Qué Dios puede exigir que un padre sacrifique a su único hijo? Un Dios omnipotente y cuya voluntad nos parece perfectamente expresa, al que no solamente vemos sino también oímos, tan bueno para regalar milagrosamente un descendiente a un hombre centenario, como malo para exigir que le sea devuelto el regalo, o peor, que el don mismo sea aniquilado tras ser amadísimo por sus padres, quienes además esperan de él su continuidad vital y patrimonial. Que al final no haya mal que por bien no venga, que, al cabo de la historia, Dios se conforme con el sacrificio de un carnero, y el inmoral mandamiento de incurrir en filicidio se reduzca a una puesta a prueba de la fe de Abraham, impide por lo menos que se nos indigeste del todo la fábula, pero no elimina el dogmatismo esencial de la posición de Abraham, inasequible a la duda, autómata alienado al servicio de la voluntad de un déspota.


La historia del Génesis (22) no es sólo el arcaico retrato de un fideísmo irracional, puede también ser leída como un progreso respecto de posiciones más salvajes: como una justificación israelita de la prescripción ritual de "rescate" de los primogénitos, frente al atroz ofrecimiento cananeo de víctimas humanas. Así, las primicias seguirían perteneciendo a Dios, aunque resulten ritualmente rescatables mediante un ofrecimiento incruento.


Me asusta recordar cómo el primitivismo dogmático revive una vez y otra en la historia moderna; por ejemplo, en el voluntarismo teonómico de Lutero (de potentia Dei absoluta). El fanático y violento sajón no dudaba en asegurar que "lo que Dios quiere no lo quiere porque ello sea justo y Dios esté obligado a quererlo, sino que antes bien ello es justo porque lo quiere Dios", de donde lisa y llanamente -como afirma Muguerza- se seguiría la aniquilación -el sacrificio- de la autonomía de la voluntad del ser humano como sujeto moral, en aras (nunca mejor dicho) de la omnipotente voluntad divina. No extraña que la finura humanista, profundamente escéptica, de Erasmo rehuyera siempre un encuentro personal con la rudeza feroz de Lutero.


Todavía un siglo después, Kierkegaard escribe un encendido "Elogio de Abraham" (en Temor y temblor), porque "abandonó su razón terrestre y tomó la fe", sin lamentaciones, "porque quien espera siempre lo mejor, envejece pronto con las decepciones de la vida; y quien siempre teme lo peor, se gasta en seguida; pero el que tiene fe, ése conserva una eterna juventud"... "El milagro de la fe consistió en que Abraham y Sara fueron lo bastante jóvenes para desear , y en que la fe mantuvo vivo este deseo suyo y, en consecuencia, su juventud".


Pero -se pregunta Kierkegaard- "¿qué sentido podría encerrar la promesa de la magnífica bendición si había que sacrificar a Isaac?". Kierkegaard minimiza la pérdida y la desesperación que supone para cualquier padre la pérdida de un hijo, ante este enorme sacrificio del "hijo de la promesa": el sacrificio de Isaac. "Abraham, a pesar de todo, creyó; y creyó para esta vida", y no solamente para la vida futura. Su fe era "como pálido remedo que desde el profundo abismo de la desesperación barruntaba su objeto en el más remoto horizonte"... "Creyó lo absurdo". Si hubiera dudado -sigue Kierkegaard- se hubiera dirigido al monte Moria, partido la leña, encendido la pira, sacado el cuchillo, y le habría gritado a Dios antes de hundirse el cuchillo en su propio pecho: "¡No desprecies este sacrificio, Señor! Sé muy bien que no es el mejor de los bienes que poseo, pues, en realidad, ¿qué es un viejo en comparación con el hijo de la promesa? Pero es lo mejor que puedo ofrecerte"...


Isaac le era más querido que su propio corazón, representaba su única esperanza, y, sin embargo, debía sacrificarla... Pero no dudó, ni se lamentó, ni suplicó... "ningún sacrificio es demasiado duro cuando Dios lo ordena". Y levantó el cuchillo...


Kierkegaard tiene razón, el que contempla esta escena se queda petrificado, ciego... Y sin embargo, Abraham es para el danés un padre venerable, modelo de una pasión colosal, sublime, la de combatir con Dios, expresión sagrada, pura y humilde del divino frenesí que admiraban los paganos: esa manía que Platón, asimiló una vez a una forma de conocimiento superior, entre la inspiración y la locura, superior al meramente racional, atravesado por el entusiasmo o la posesión divina, pero que, otras veces relaciona con la expresión de la cólera de los dioses sobre un hombre alienado y loco.


Acaba su elogio Kierkegaard afirmando que a los ciento treinta años, Abraham no había ido un ápice más allá de la fe.


¡No es mucho no haber podido llegar en cientro treinta años ni a la perplejidad ni a la duda! También los filósofos presocráticos dogmatizaron. Sus dogmas resultaban hijos de la euforia, de la inspiración religiosa, o de la melancolía (en las "jeremíadas" de Heráclito). Tendremos que esperar a los grandes sofistas (Gorgias y Protágoras) para que -por primera vez, ¡al fin!- el conocimiento -incluso el más divino- se vea como una relación problemática entre el sujeto y el objeto, y no como una posesión de la verdad real por parte del sujeto. En rigor, los sofistas tendrían que haber hecho imposible para siempre el dogmatismo, al menos en el campo de la filosofía. Verdad seguiría siendo entonces el nombre por definición de una hembra virgen y esquiva...


Kant -en la línea progresiva- se cuidará de advertir que el sacrificio de Isaac hubiera sido un crimen y la mera intención de consumarlo una inmoralidad. Kant pone la dignidad a la altura de la santidad en un texto célebre: Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, 1785, Ak. IV, A78. Aquí ya no se conserva más dogma moral que el respeto a la humanidad, a la dignidad de la naturaleza humana. Dios ya no es una cosa que ver, oír, poseer, calmar y obedecer, sino un ideal para -y de- esa misma humanidad inventiva y creadora. El Dios bíblico aparece ahora como un déspota que somete a Abraham a una prueba tan humillante como macabra. Y el pobre Abraham aparece ya como un patriarca noble, honrado, pero demasiado tembloroso, demasiado asustado para estar éticamente lúcido.

Bibliografía consultada

Biblia de Jerusalen, Desclee de Brouwer, Bilbao, 1981.

J. Hessen. Teoría del conocimiento. Espasa-Calpe, Madrid, 1981.

Javier Muguerza. "Del Renacimiento a la Ilustración: Kant y la ética de la modernidad", en La aventura de la moralidad, Alianza, Madrid, 2007.

Soren Kierkegaard. Temor y temblor, Guadarrama, Madrid, 1976.

Stefan Zweig. Erasmo de Rotterdam. Barcelona, 1961.

La foto

Hecha por el autor del artículo (29-Dic.-2007) en la Iglesia de Santa Caterina de Alejandría, (Piazza Bellini de Palermo, Sicilia). Santa Catalina de Alejandría es considerada patrona de los filósofos. El valioso relieve en mármol mixto adorna la pilastra del lado derecho de la nave y contiene el emblema de la familia Bruno, enriquecido con un crucifijo (siglo XVIII).