viernes, 24 de agosto de 2007

Humildad

"Afirmar que podemos ser racionales no es afirmar que podemos ser infalibles" (Hilary Putnam. *Razón, verdad e historia*, 1981)

La pequeñez del humáno contrasta con su inmensa vanidad. Somos una especie que se nombra a sí misma 'homo sapiens sapiens', proclamándose dos veces sabia, y no sabemos siquiera si nuestra especie prefiere en general, antes que el poder, la sabiduría. No tendríamos que sentirnos demasiado culpables por todo esto... Me refiero a lo que no podemos evitar, a lo que padecemos inexorablemente. Porque dicha soberbia es constitutiva: no seríamos lo que somos de no haber comido del árbol de la ciencia del bien y del mal. Si no hubiésemos deseado ser como dioses, si no hubiésemos sentido la tentación del endiosamiento, no habríamos sido expulsados del dichoso alelamiento de las bestias. Peregrinos natos, escaladores históricos, nuestro destino es añorar un paraíso al que no podemos volver y un Cielo que no podemos alcanzar, un cielo del que, sin duda, procedemos sustancialmente.
No somos nada: una promesa, o tal vez sólo una esperanza. Y sin embargo, en las raíces de lo propio late un motor tan extraño y formidable que parece sobrehumano, también en la vasta sombra de la noche sentimos el firme aliento de una formidora bestia, en cuya piel titilan manchas de luz y fuego. El que tiene oídos, los pone y oye. Quien memoria conserva, recuerda. El que espera lo hace porque siente a su ser más fuerte que a su nada. Por eso el San Jorge de Esperanza mata siempre al dragón de Angustias.
No sabemos lo que fuimos, tampoco lo que seremos, si somos algo aparte de nuestra condición material y sus facultades formales, o si somos algo a parte de nuestras facultades formales y su condición material. Nuestro origen evolutivo explica el mecanismo, mas no su orden ni su función. ¿A qué tanta metamorfosis adaptativa? Si no somos más que un animal, ¿por qué no nos conformamos con serlo? ¿De dónde esa fe con que exigimos ser tratados como personas? El mismo animal que ruge y tiembla en nosotros -bacteria, célula, anfibio, reptil, ave, rata, mono- es algo más que cosa. La misma planta, que también crece y se marchita en nosotros, despega de la Tierra, huye de ella, con nostalgia de su primer origen: Polvo de estrellas.
¿Por qué no vamos a poder soñar con que ese refugio que nos ofrece la tierra no sea más que una pasajera derrota? Me recelo que hoy no nos dejan soñar, precisamente porque soñar es gratis.
La modernidad receló con razón de la humildad. Ya los averroístas repitieron con noble orgullo intelectual la lección del Filósofo: no es justo ni virtuoso menospreciarse, lo excelente es una autoestima medida, consciente. Dieron con sus huesos en la cárcel por haber pensado eterno su mundo y por haber creído en la Razón antes de tiempo, distinguiendo su verdad de la Verdad. Triunfó, al fin, el orden frío de la Razón matemática, legisladora, aunque la Razón ilustrada reconoció también sus límites, lo hizo a costa del corazón. Kant limpió a la ética de todos sus momentos estéticos y vinculados al sentimiento (Gadamer, *Verdad y método*, I.I.1.).
Tampoco hay motivos para despreciar el poder de la ilusión, la verdad del arte. El mismo esfuerzo por conseguir una postura razonada y racional es en esencia algo progresivo e infinitamente perfectible. La verdad es que la verdad no sólo depende de nuestra idea de lo bueno, sino también de la imagen que tengamos de ello.
Pero el contemporáneo ha hecho del temible poder transformador de su ciencia el canto de un gallo privilegiado, el ditirambo de una subjetividad hipertrofiada, genial y ciega para todo lo que no sea ofrecerse a sí misma como espectáculo. Ese gallo canta sobre un montón de estiércol y una barbaridad de famélicos o enajenados. En nuestros lares cableados y monitorizados, la Internacional Publicitaria adiestra a domicilio legiones de supermanes, dispuestos a consumir la galaxia en una orgía crepuscular y exclusiva. La ignorancia hercúlea y atrevida, el narcisismo soberbio e informal, no adivinan el poder que los trasciende, ni se inclinan ni se rebelan, como debieran, ante él. No ascienden desde su ser particular hacia lo espiritual para reconocerse parte limitada de ello. No temen porque no saben; no saben porque no sienten; no sienten porque no están pendientes de otra cosa más que de su propia ansiedad de poder y de bienes.
Paradójica virtud la de la humildad, desaparecida en cuanto se la nombra, echada en falta en cuanto superamos escaseces y miserias.
Todo humanismo pierde el juicio, el "tacto", el sentido común, el "corazón", todo humanismo pierde hasta la vergüenza, el buen gusto y el decoro, en cuanto pierde de vista el hecho incontestable de que no hemos nacido para crear desde la nada. Nuestro poder es siempre un préstamo; nuestra falibilidad, manifiesta. Ni siquiera somos señores de nuestra propia casa. Ni siquiera mandamos en nuestra mente. La facilidad que tenemos para engañarnos a nosotros mismos ha sido tan manifiesta en la historia como el poder de la mentira.
Sólo podemos cantar la gloria del Creador y rebelarnos. Hagamos una u otra cosa -o las dos, como solemos- el éxito será siempre dudoso; el porvenir, muy incierto.

1 comentario:

Anónimo dijo...

humildad...seria como pasar desapercibido?
seria como arrancar todo lo lejano a dios de uno?
no es demasiada energia invertida en algo que deberia ser naturaL?