lunes, 28 de enero de 2008

Dispersión


Algunas veces he pensado que podría haberme hecho famoso si hubiera evitado la dispersión. En mi caso, la dispersión no ha significado la distracción del trabajo, sino más bien la multiplicación del trabajo, porque he sido bastante disciplinado en todas mis aficiones y ocupaciones, incluso en mis vicios: la cría de gusanos de seda, de ranas o de palomos, la práctica del futbolín y del fútbol, la interpretación del acordeón, la filología, el derecho, la filosofía, la historia antigua, la botánica y la entomología, la pedagogía, la lectura y la crítica, el ajedrez, la filatelia, la acuarela, el oleo, la escritura, el periodismo, la fotografía, la horticultura, la oleicultura, el dominó...

Aunque soy bastante remiso a dejarme arrastrar por el discurso de la postmodernez, me parece que arrojo el perfil que marcan sus cánones. Sospecho que todos los enlaces (links) de mi vida tienen una razón de ser, pero creo que no hay una verdad final detrás de ellos, los significados me parecen inestables, siempre se pueden reinterpretar como accesorios (parerga) desde otras actividades (erga). Ahora empiezo a comprender mi gusto por los marcos de los cuadros, los peristilos de los templos, los claustros de los monasterios, las lonjas de los palacios, los porches de las casas de campo, las buhardillas y bodegas de las casas, los majanos y balates de los sembrados: el espacio limítrofe donde la cultura se barbariza, se asilvestra...

Puede que esa dispersión sea la expresión de un ánima jungiana en pugna con el ánimus viril. Me sorprendió mucho un párrafo de Las olas, en que Virginia Woolf hablaba de la ruptura de la continuidad. Se me quedaron grabadas para siempre sus palabras. He sentido en forma de desvanecimiento esa ruptura, me he asomado a esa fisura por la que uno vislumbra el desastre, tal vez su propia extinción, la extinción de todo. O la exclusión -uno ha sido en cierto sentido un raro, un extraño, aunque puede que todos lo seamos, en cierto sentido muy científico todas las religiones tienen razón: somos extraterrestres-.
He desconfiado de los maestros, de los que se alzaban y decían "he aquí la verdad". Entonces veía el "gato de arenoso pelo" de Virginia, robando un pescado, al fondo, y entonces levantaba la mano y decía: "oiga, se ha olvidado usted del gato". También yo -como ella- he escrito cientos de frases en decenas de libretas que hacen referencia a una historia que no consigo encontrar o que sólo hallo fragmentaria.

Se trata -según Victoria Camps- de una virtud femenina: la dispersión. Una distancia voluntaria respecto a los papeles que la sociedad nos asigna, un negarse a ser absorbido por una sola actividad. El machismo ha entendido esta dispersión de actividades como una especie de alienación, pero muy al contrario: "vive más alienado del mundo y de los otros quien se juega toda la vida a una sola causa, a la causa de labrarse una única identidad". En su espléndido análisis del "genio de las mujeres", en el que la pensadora traza una especie de borrador de un feminismo de la diferencia, se pregunta por qué tiene que valer más la coherencia que la dispersión. ¿Quién es más vulnerable al servilismo del trabajo, el concentrado o el disperso? La supuesta "menor profesionalidad de las mujeres" podría reinterpretarse positivamente como una reticencia al servilismo tecnicista, que nos identifica con una sola función productiva o profesional.
Bibliografía consultada
Victoria Camps. Virtudes públicas, Espasa-Calpe, Madrid, 1990.
Patricio Lóizaga. Diccionario de pensadores contemporáneos (Derrida), Emecé, Barcelona, 1996.
Sherry Turkle. La vida en la pantalla, Paidós, Barcelona, 1997.
Virginia Woolf. Las olas, Bruguera, Barcelona, 1978.

viernes, 4 de enero de 2008

Concordia

La concordia no es una virtud que esté de moda. Los políticos deliran, empanzados de "patrioterismo", "tolerancia" y "solidaridad", así que, con ese atracón retórico, no les queda espacio para ejercitar o exaltar la concordia.
Sin embargo, Aristóteles describía en el libro VIII de su Ética a Nicómaco, cómo los legisladores de la antigüedad clásica dedicaban la mayor parte de sus esfuerzos a preservar esa amistad que mantiene la paz social, pues "en efecto la concordia (homónoia) parece ser algo semejante a la amistad, y es a ella a lo que más aspiran, mientras que lo que con más empeño procuran expulsar es la discordia, que es enemistad. Y cuando los hombres son amigos, ninguna necesidad hay de justicia, mientras que aún siendo justos necesitan además de la amistad, y parece que son los justos los que son más capaces de amistad".
Aristóteles asociaba la concordia con los actos que son útiles para todas las partes, como cuando todos juzgan que determinados poderes del Estado han de ser electivos. La concordia es la amistad civil y comprende los intereses comunes y todas las necesidades de la vida social. Esta virtud, imprescindible para la ciudadanía, supone corazones sanos y espíritus rectos que sólo quieren las cosas justas y útiles, guiados por el interés común. Por eso, entre los malos no es posible la concordia.
El romano Cicerón fue, tres siglos más tarde, un verdadero campeón de la concordia, a la que consideró el más fuerte vínculo para la preservación de la res publica. La concordia es para el orden civil lo que la armonía para el canto (concentio). La concordia es un concepto político que también tiene un análogo psicológico: consensio.
El consenso que hizo posible la Constitución española que hoy sirve de protección de nuestros derechos, frente a la discordia de las comunidades, o frente a la prepotencia del Estado, fue una forma de concordia. Con ella la emparenta Herrero de Miñón en uno de sus artículos (asequible en la Magna Malla Mundial). Es la voluntad de vivir en común, previa a cualquier acto legislativo. La constitución expresó esa concordia.
Más privadamente, es la misma virtud que hace posible la convivencia leal y duradera de las parejas, la estabilidad y unión de las familias. No es de extrañar que la cultura antigua la santificase, la personificase, y le erigiese templos.
En la foto que ilustra esta entrada, tenemos una foto del llamado Templo de la Concordia, en la antigua Akragas de Empedokles. Hoy sobrevive su armónica estructura -milagrosamente, después de 25 siglos- en el Valle dei Templi a los pies de la ciudad siciliana de Agrigento, cerca del mar. Debe su supervivencia, seguramente, a una auténtica voluntad de concordia entre religiones. Pues los cristianos, en lugar de destruirlo, lo utilizaron como basílica cristiana de los santos Pedro y Pablo en el año 597 d. C. Hay que celebrar la voluntad del emperador Teodosio de convertir los templos paganos en iglesias (edicto del 435 d. C.). Los cristianos añadieron muros y arcos, cortaron columnas, etc., pero en el siglo XVIII el príncipe de Torremuzza recuperó la antigua ligereza y armonía, que algunos artistas ha descrito como "perfección estupefaciente" (J. Houel). En este edificio se aplicaron todas las finezas típicas de la arquitectura griega madura.
El nombre "Concordia" con que se le conoce universalmente deriva de una inscripción romana de época imperial hallada en 1500 en los alrededores del templo, pero nadie sabe seguramente a qué divinidad estuvo dedicado hace dos mil quinientos años. Algunos han especulado con que la dedicación cristiana a los santos Pedro y Pablo supusiera un doble culto anterior, quizá en honor de los Dióscuros, hijos de Zeus y Leda, pero no hay indicio arqueológico que lo corrobore. Prefiero pensar en el dios desconocido del que habló Pablo... y al que pueden rezar todos las mujeres y varones de fe, por ejemplo, para pedir concordia universal entre los seres humanos.