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lunes, 19 de enero de 2015

Amenaza

Para mi la amenaza es más contundente que el ataque; genera inseguridad, ansiedad o angustia. Uno no sabe si se concretará en algún momento y en que lugar.

He observado que algunas padres hacen un uso abusivo de las amenazas y con la cantidad se pierde calidad. Estas amenazas paternales suelen ser ignoradas por los afectados; bien saben que difícilmente se concretarán del modo en que se anuncian. A lo sumo llegarán sin fuerza, convertidas en una recomendación o recriminación que resbala como la lluvia en las ventanas.

Hay otra clase de amenazas que son mucho más terribles; como las que tenemos ahora en nuestro mundo aparentemente civilizado. Son "los lobos solitarios", esas personas que se agazapan en el anonimato para un día salir con un kalashnikov a sembrar el terror indiscriminado.

Luego está la amenaza estratégica, propia de la guerra fría... y del ajedrez. En este caso se anuncia un probable ataque y nuestros movimientos se ven afectados por ella; además nos genera una duda que aumenta la inseguridad: la de si esta amenaza es real o sólo nuestra inteligencia la advierte.

De cualquier modo las amenazas son incómodas, fastidiosas e incluso peligrosas para nuestra salud porque angustian y solo cuando son exageradas o muy conocidas ya carecen de importancia.

Quizá la mejor manera de combatir una amenaza no es con la acción sino creando otra amenaza igual o mejor si es más grande. Pero no siempre tenemos los recursos para ello. En este último caso, sea por debilidad o por impaciencia, influye en nuestra conducta como si se hubiera ya realizado. Decidimos acabar con la situación ambigua; pero la impaciencia es mala consejera y la debilidad puede ser transitoria.

No recomiendo responder inmediatamente; es mejor convertir al tiempo en nuestro aliado, oxidando a las amenazas que se exponen demasiado a los elementos. Los gallegos sabemos, intuitivamente, que el tiempo siempre es nuestro amigo, si aprendemos a gestionar sus pulsaciones.

martes, 6 de julio de 2010

Duda



La duda es la filosofía puesta en marcha. Cuando ya no podemos creer, es obligatorio pensar. Pero es erróneo creer que podemos vivir sin creencias y una creencia equivocada: que todo pueda ser puesto en duda. Pensamos para formarnos nuevas creencias, más perfectas o refinadas que las anteriores en las que descreímos. Creencias en las que podamos residir, pues nos angustia no poder saber a qué atenernos.

Pensar no es sólo dudar. El pensamiento tbn. enuncia, persuade, demuestra, argumenta, explica…

Un escepticismo exagerado nos deja en el “todo vale” que acaba significando “nada vale”, o “todo es mentira”, que puede significar casi lo mismo que “cualquier opinión es respetable”. Los demagogos que conducen a la muchedumbre -a veces hacia el despeñadero- pueden incluso reivindicar el "derecho" a opinar lo que a uno le da la gana, como si eso fuese una libertad, pero quien opina lo que le sale de los huevos o le mana de los ovarios es esclavo de sus instintos más mendaces o de sus pasiones más locas, ensaya sacar lógica del oscuro azar de los genes, en vano. Es bastante tonto reivindicar el derecho a sostener opiniones viscerales, extravagantes o equivocadas. Y hay opiniones que no son nada respetables, que resultan despreciables u odiosas, como la opinión de que la mujer es inferior al varón porque procede de una costilla retorcida de Adán…

Ignacio Gómez de Liaño lo ha dejado escrito: “La duda es el estado anímico más congruente con la filosofía. De eso no parece que se deba dudar. Hacemos filosofía porque las cosas nos sorprenden… Pero sorprenderse es hacerse preguntas. Y hacerse preguntas es no estar seguro de tener un conocimiento efectivo” (Breviario de filosofía práctica, Spain 2005).

Si todo es mentira, también es mentira que todo es mentira. Si ninguna afirmación es verdad, ¿cómo se puede pretender que sea verdadera la tesis “nada es verdad”? “Todo es mentira”, o su equivalente, “Nada es verdad”, son autocontradicciones, asertos autoinvalidantes, modos de hablar que no nos llevan a ninguna parte.

Epicuro ya dijo casi todo al respecto: “Si rechazas todas las sensaciones, no tendrás siquiera el punto de referencia para juzgar aquellas que afirmas que resultan falsas” (Máximas capitales, XXIII. DL X, 139-154).

Pero, hoy, las sensaciones son la menor parte del problema del criterio para discernir lo verdadero de lo falso. Podemos recurrir a los aparatos de medición y a la técnica. Luego están las creencias. ¿Cómo discernir si estamos y cuánto estamos en lo cierto?

Y al fin, del todo, de la totalidad de cuanto existe, como decía Francisco Sánchez –no el hijo de la Lucía, sino el escéptico- “nada se sabe”, Nihil scitur.