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sábado, 27 de febrero de 2010
Abundancia
Ciertos economistas han tenido del objeto de su estudio, la economía, un concepto en cuya comprensión campaba esencial la noción de escasez. La escasez determinaría el modo en que producimos, distribuimos e intercambiamos bienes y servicios.
En realidad, nada determina completamente la actuación del humano. Somos relativamente libres. Esto puede deberse a que el animal humano no se comporta jamás con la lógica del economista o, más dignamente, a que las necesidades del humano no son sólo "económicas".
El ser humano es un animal gracioso. Esto quiere decir que encuentra en lo gratuito, lo caprichoso, lo bello, lo superfluo, lo inútil, el sentido más genuino de su biografía y de su historia. Por eso no hay dos culturas idénticas, ni dos seres humanos iguales, aunque compartan el mismo nicho ecológico.
Rigurosos estudios antropológicos demostraron ya en el siglo pasado que los bosquimanos Kung del desierto del Kalahari no empleaban más de cuatro horas al día de trabajo para resolver todas sus necesidades, y no me refiero sólo a las necesidades de los miembros adultos de las bandas de recolectores y cazadores bosquimanos, sino a las necesidades de todos los miembros de la banda, incluyendo a los ancianos y a los niños pequeños que no producen.
La idea tradicional de unos cazadores "primitivos" tan presionados por la escasez que no tienen tiempo para inventar cultura se vio seriamente comprometida. Se ponía así en cuestión la visión paternalista de unas sociedades "salvajes" presionadas hasta el límite de la supervivencia por las duras condiciones del desierto y las inclemencias de la naturaleza. Algún antropólogo -exagerando- llegó a sugerir que en realidad son estas sociedades "primitivas" las verdaderas "sociedades de la abundancia y del bienestar".
No sé hasta qué punto se inspiró en estos descubrimientos el australiano Jamie Uys cuando dirigió su graciosa película Los dioses deben estar locos (The Gods Must Be Crazy, 1981).
El inicial protagonista de este film es un bosquimano llamado Xi que vive en una comunidad feliz y pacífica. Los bosquimanos piensan que los dioses proveen de animales, aves y ofidios a su pueblo. Un buen día, el piloto de una avioneta deja caer al Kalahari un casco de Coca Cola. Los aborígenes creen que es un regalo de los dioses. Todos se interesan por ese material desconocido al que atribuyen propiedades mágicas y al que ensayan dar diversas funciones, incluida la de instrumento musical, hasta que la botella, ya que es un bien escasísimo, pues todos la quieren y no hay ninguna más, acaba convertida en "manzana de la discordia", por lo que Xi decide abandonarla más allá de su mundo conocido...
La escasez, la abundancia, son, natural y artificialmente, nociones relativas. "¡Qué rico soy, qué poco necesito!" -algo así exclama el Sócrates platónico.
En nuestra sociedad "civilizada", en la que abundan coches, cachivaches, cables, prostitutos y prostitutas, "camellos", funcionarios, "artistas", tunantes y botellas de ron o Coca Cola, escasea la paz, el buen sentido, la serenidad, la paciencia, la humildad, la inocencia, el silencio y, sobre todo, escasea el tiempo que podemos dedicar al descanso o la creación, también la creación sentimental a la que llamamos amistad o amor. Trabajamos muchísimas más horas que el bosquimano porque nuestras "necesidades" se han multiplicado ad libitum. El estrés es una consecuencia inevitable del tontuno sistema económico que nos hemos impuesto.
Ningún ecosistema (natural o artificial) presiona tanto a los seres humanos como para que éstos no puedan elegir en absoluto lo que quieren y hacen. Y la gracia no está en querer lo que nos gusta, sino en querer y hacer lo que sabemos que nos conviene porque mejora nuestra salud o nos hace felices.
Un determinismo estricto, de carácter economicista o tecnologista, es en realidad un nuevo tipo de pensamiento mágico. Sólo una mente primitiva cree que todo depende de la providencia de los dioses, de las presiones de la Naturaleza o de algún mecanismo secreto y desalmado.
Ninguna cultura se ha representado jamás el trabajo como un mero instrumento de supervivencia o superación de la escasez.
Si una máquina pudiese pensar, tal vez concebiría así el trabajo, como una mera función de transformación de energía. Algunos humanos parecen aspirar a transformarse en máquinas, input laboral más output consumista: piensan en sus labores como un simple instrumento para maximizar sus beneficios y su poder de consumo.
La antropología económica parece ofrecer indicios de que a veces es la abundancia la que produce bloqueos que impiden a una cultura su transformación social, incluso tecnológica. Desde luego es la superabundancia la que impide a muchos de nuestros adolescentes su propio progreso: el obtenerlo todo sin el menor esfuerzo. La experiencia de la carencia es esencial en el móvil de cualquier educación, así como en el desarrollo de las ilusiones creadoras, que actúan como necesarios estimulantes de la voluntad.
Progreso no significa sólo evolución, sino también devolución, no significa sólo innovación, sino también conservación. ¡Que me devuelvan el tiempo que me roban! ¡Devuélvanme un poco de silencio para que pueda conservar la integridad! Puede que la misma abundancia despilfarradora, corrompedora, productora de basura, impida nuestro progreso, en sentido moral. En cualquier caso, conviene que nos simplifiquemos.
Bibliografía
Maurice Godelier. Instituciones económicas (Economics institutions in People in Culture. A Survey of Cultural Anthropology, New York 1980), Barcelona 1981.
En realidad, nada determina completamente la actuación del humano. Somos relativamente libres. Esto puede deberse a que el animal humano no se comporta jamás con la lógica del economista o, más dignamente, a que las necesidades del humano no son sólo "económicas".
El ser humano es un animal gracioso. Esto quiere decir que encuentra en lo gratuito, lo caprichoso, lo bello, lo superfluo, lo inútil, el sentido más genuino de su biografía y de su historia. Por eso no hay dos culturas idénticas, ni dos seres humanos iguales, aunque compartan el mismo nicho ecológico.
Rigurosos estudios antropológicos demostraron ya en el siglo pasado que los bosquimanos Kung del desierto del Kalahari no empleaban más de cuatro horas al día de trabajo para resolver todas sus necesidades, y no me refiero sólo a las necesidades de los miembros adultos de las bandas de recolectores y cazadores bosquimanos, sino a las necesidades de todos los miembros de la banda, incluyendo a los ancianos y a los niños pequeños que no producen.
La idea tradicional de unos cazadores "primitivos" tan presionados por la escasez que no tienen tiempo para inventar cultura se vio seriamente comprometida. Se ponía así en cuestión la visión paternalista de unas sociedades "salvajes" presionadas hasta el límite de la supervivencia por las duras condiciones del desierto y las inclemencias de la naturaleza. Algún antropólogo -exagerando- llegó a sugerir que en realidad son estas sociedades "primitivas" las verdaderas "sociedades de la abundancia y del bienestar".
No sé hasta qué punto se inspiró en estos descubrimientos el australiano Jamie Uys cuando dirigió su graciosa película Los dioses deben estar locos (The Gods Must Be Crazy, 1981).
El inicial protagonista de este film es un bosquimano llamado Xi que vive en una comunidad feliz y pacífica. Los bosquimanos piensan que los dioses proveen de animales, aves y ofidios a su pueblo. Un buen día, el piloto de una avioneta deja caer al Kalahari un casco de Coca Cola. Los aborígenes creen que es un regalo de los dioses. Todos se interesan por ese material desconocido al que atribuyen propiedades mágicas y al que ensayan dar diversas funciones, incluida la de instrumento musical, hasta que la botella, ya que es un bien escasísimo, pues todos la quieren y no hay ninguna más, acaba convertida en "manzana de la discordia", por lo que Xi decide abandonarla más allá de su mundo conocido...
La escasez, la abundancia, son, natural y artificialmente, nociones relativas. "¡Qué rico soy, qué poco necesito!" -algo así exclama el Sócrates platónico.
En nuestra sociedad "civilizada", en la que abundan coches, cachivaches, cables, prostitutos y prostitutas, "camellos", funcionarios, "artistas", tunantes y botellas de ron o Coca Cola, escasea la paz, el buen sentido, la serenidad, la paciencia, la humildad, la inocencia, el silencio y, sobre todo, escasea el tiempo que podemos dedicar al descanso o la creación, también la creación sentimental a la que llamamos amistad o amor. Trabajamos muchísimas más horas que el bosquimano porque nuestras "necesidades" se han multiplicado ad libitum. El estrés es una consecuencia inevitable del tontuno sistema económico que nos hemos impuesto.
Ningún ecosistema (natural o artificial) presiona tanto a los seres humanos como para que éstos no puedan elegir en absoluto lo que quieren y hacen. Y la gracia no está en querer lo que nos gusta, sino en querer y hacer lo que sabemos que nos conviene porque mejora nuestra salud o nos hace felices.
Un determinismo estricto, de carácter economicista o tecnologista, es en realidad un nuevo tipo de pensamiento mágico. Sólo una mente primitiva cree que todo depende de la providencia de los dioses, de las presiones de la Naturaleza o de algún mecanismo secreto y desalmado.
Ninguna cultura se ha representado jamás el trabajo como un mero instrumento de supervivencia o superación de la escasez.
Si una máquina pudiese pensar, tal vez concebiría así el trabajo, como una mera función de transformación de energía. Algunos humanos parecen aspirar a transformarse en máquinas, input laboral más output consumista: piensan en sus labores como un simple instrumento para maximizar sus beneficios y su poder de consumo.
La antropología económica parece ofrecer indicios de que a veces es la abundancia la que produce bloqueos que impiden a una cultura su transformación social, incluso tecnológica. Desde luego es la superabundancia la que impide a muchos de nuestros adolescentes su propio progreso: el obtenerlo todo sin el menor esfuerzo. La experiencia de la carencia es esencial en el móvil de cualquier educación, así como en el desarrollo de las ilusiones creadoras, que actúan como necesarios estimulantes de la voluntad.
Progreso no significa sólo evolución, sino también devolución, no significa sólo innovación, sino también conservación. ¡Que me devuelvan el tiempo que me roban! ¡Devuélvanme un poco de silencio para que pueda conservar la integridad! Puede que la misma abundancia despilfarradora, corrompedora, productora de basura, impida nuestro progreso, en sentido moral. En cualquier caso, conviene que nos simplifiquemos.
Bibliografía
Maurice Godelier. Instituciones económicas (Economics institutions in People in Culture. A Survey of Cultural Anthropology, New York 1980), Barcelona 1981.
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