viernes, 11 de abril de 2025

REBELDÍA

 

El diablo de Leonora Carrington, Arcano XV del Tarot

Para Miguel Florián

Llevo a gala el haber sido un adolescente rebelde, aunque creo que lo fui de palabra y gesto, más que de obra u omisión. Protestaba, pero obedecía; renegaba, pero consentía. Es cierto que quise ser un alma de las que buscan desembarazarse de toda atadura familiar, moral, religiosa y hasta patriótica y matriótica; de hecho me desteté con gusto porque no quise deberle nada a nadie, ni siquiera a una madre, ¡qué insensato! Y qué ingratitud.

Sí, idolatré la soberbia del cínico antiguo, su autarquía feroz, su soledad indomable, y hubo un tiempo en que mis pocas pertenencias cupieron en un hatillo. No llegué a ser antisocial, pero coqueteé con el anarquismo, más que con los anarquistas. Me las di de ácrata, hasta que comprendí la necesidad de la autoridad bien entendida y del sentido del orden, implícito en cualquier lógica y necesario para cualquier preservación de la vida: 'Guarda el orden y el orden te guardará a ti' –este acabó siendo mi lema. 

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Mi amigo el poeta Miguel Florián admira al Ángel anarquista, Luzbel, o Lucifer, el portador de luz, espíritu rebelde que no quiso servir al Padre eterno. Piensa –y en esto no se equivoca– que su pecado fue la soberbia (hybris) y que esto, el creerse Dios e incluso mejor que dios, es el peor de los pecados mortales. Creo que por culpa de la soberbia fuimos expulsados del Paraíso de las bestias. ¿No va la soberbia unida muchas veces al ansia de conocimiento y esta al deseo de dominio? Adán nombró para dominar. Eva fue la primera filósofa. ¿Y quien, sino Dios, es el gran Dominador del universo?

Con motivo, Florián le reconoce al Ángel Caído segura grandeza trágica e indudable belleza gesticulante: non serviam, no serviré. De vez en cuando, Miguel le rinde pleitesía a la estatua de Bellver que luce en el Retiro madrileño. Allí canta, como una oración, algunos de sus versos, verbigracia: "Ángel desnudo, mujer inacabable, / demonio mineral que llevó hasta mis labios / el fruto más sabroso, la delicia / ardiente de su beso".

¡Qué pena que las lustrosas alas arcangélicas de Belial que abrazaban mundos devinieran negros pellejos de vampiro en el Príncipe de las Tinieblas. ¡Al diablo generador de discordias, ni nombrarlo!; el portador de luz devino Satán de los infiernos tenebrosos, rey de las obscenas obscuridades inconscientes, tan irreconocibles. Hoy juega a que pensemos que no existe, que el mal es hijo del trauma, simple carencia o mala educación, pero encarna en muchos que mandan y desgobiernan.

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Tengo para mí que hay una rebeldía sana y otra mórbida. La saludable es la que se esfuerza por liberarse de aquellas presiones externas e internas que impiden que realicemos nuestra vocación y expresemos en obras nuestro talante aranguniano o tono vital; rebeldía como superación de lo que nos desmoraliza. Esta nos permite renovarnos y avanzar hacia lo nuevo aunque sea desconocido y riesgoso, pues nunca sabremos si la Serpiente miente y el fruto de la Ciencia del Bien y del Mal es alimenticio o tóxico.

Al rebelde valeroso le gusta lo diferente y se aventura explorando lo auténtico. Busca realizarse o autodefinirse pero no sólo mirándose el ombligo, sino en relación a lo histórico, lo natural, lo social, las exigencias de solidaridad, la llamada de la Madre o la solicitud del Padre; atiende a la idea de lo perfecto, bello, bueno, justo, divino... Esta rebeldía suya es despliegue de la platónica virtud cardinal de la justicia, que implica templanza, prudencia y coraje cívico. Es por fuerza de libre arbitrio y firme voluntad, nuestro saludable rebelde, hombre o mujer templados, que anhelan lo mejor pero no desprecian lo que hay. Desean un mundo más justo, pero no son justicieros. Buscan una nueva armonía armonizándose porque son conscientes del desajuste entre el reino del ser y el reino de la gracia, entre la naturaleza de las cosas y el horizonte ineludible del deber ser.

El buen rebelde no rompe ni destruye, sino que (se) reforma decidiendo por cuenta, reflexión y decisión propia, según el principio ilustrado 'sapere aude'. Las respuestas que da al medio, el modo en que se apropia la circunstancia le permiten avanzar en su misión vital sin fastidiar las faenas de otros. No es un arreglamundos, porque es consciente de su menesterosidad; se conforma con mejorar significativamente su entorno. Es un rebelde cotidiano y acaba por no llamar la atención, por pasar desapercibido como un héroe de Epicuro, entretenido en su huerta y biblioteca, también hace amigos.

Por el contrario, el rebelde inarmónico, al que Platón llamaría "díscolo" por su mala leche, se parece demasiado al resentido, al acomplejado. Es inconformista por egóico, tal vez por narcisismo o por imperdonable egoísmo. Ha creado una cárcel o cerco de prejuicios y prevenciones en torno suyo ("Círculo que no se pasa") que lo aísla, y no sale ni en sueños de su disgusto con la realidad. Da igual lo que ocurra, para su complejo psíquico (ese yo que pugna por hacerse con toda su personalidad y que, cuando puede, se las da de "personaje") todo está mal. Este rebelde es nihilista convencido. No hay verdad, todo es mentira. Por lo mismo que él es malicioso, piensa que todo el mundo miente; menos él, claro. Su rebeldía desvaría tal vez en paranoias. 

Puede que a veces, este desconfiado patológico y quejica incorregible se percate de que también hay verdad, bondad y belleza en este mundo, aquí y ahora, pero de inmediato, su complejo le advierte en sofisma recurrente y circular que la gente es mala y el sistema un dechado de vicios. Por eso el mal rebelde, que suele haberse criado en la cima del sistema, es antisistema, lo cual no le impide exigir el beneficio del sistema para él, y para los que comulgan con sus dictámenes, todos los días del año. No contruye respuestas factibles ni pone el hombro para cargar con reformas. Su acción consiste en la queja incesante, en nombre propio y de otros a los que pretende liderar y someter. Como su rebeldía es violenta pero perezosa, prefiere la destrucción a la construcción, porque aquella cansa menos.  

En este rebelde odiador, amargado y descontento, no hay la menor voluntad de encuentro con el que piensa o actúa de otra manera que él mismo. Ni olvida ni perdona. Su rebeldía es despiadada, una máscara de la intolerancia. Es doctrinario y dogmático y, si pudiera, mandaría al disidente de su evangelio bien al gulag, bien al infierno.

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