Pero la melodía no sólo emociona, sino que también hace recordar, soñar y hasta pensar, la consonancia cromática nos acerca a la ilusión de un bien posible en que los contrarios pueden fundirse armónicamente en un mundo por fin acogedor.
miércoles, 14 de julio de 2010
Ritmo
No creo que nadie haya podido analizar con suficiente profundidad la extraordinaria capacidad de subversión que ha tenido la introducción de la música -o de la rítmica- africana, negra, en el occidente cristiano. Que ha supuesto un indudable enriquecimiento lo demuestra el tesoro formidable del jazz. Con el Jazz, Juan Sebastián Bach se sometió a una cura de rejuvenecimiento, el tronco de sus cantatas y tocatas echó nuevos brotes con el vigor fértil y el feroz impulso procedente de la jungla.
Luego el ritmo se impuso demasiado. La música debería volver a su cauce más complejo. El ritmo asegura, consuela, vigoriza. Los niños lo entienden más fácilmente que el cromatismo o la melodía. No se cansan de que repitamos lo que les conmueve. Pero la melodía y los acordes descubren consonancia y armonía (harmonia, symphonia), y regalan sentido emotivo al tiempo, son éstos, tanto al menos como el ritmo, si no más, los que otorgan al impulso significado y diversidad.
Nos agarramos al ritmo, que es mera repetición, porque da seguridad. Lo que se repite familiariza, ordena, porque en verdad nada o casi nada se repite y en el mundo existen también el azar y el caos. El ritmo anima, excita, incluso irrita, suenan ritmos edificantes y ritmos diabólicos, apolíneos y dionisíacos, constructivos y destructivos, como ya percibió Platón. La música también tiene sesgo moral. Pero la melodía no sólo emociona, sino que también hace recordar, soñar y hasta pensar, la consonancia cromática nos acerca a la ilusión de un bien posible en que los contrarios pueden fundirse armónicamente en un mundo por fin acogedor.
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