martes, 4 de septiembre de 2007

El Mal


El pastor Giges, que trabajaba para el rey de Tracia, halló en mitad de una temible tormenta, seguida de un terremoto, una extraña caverna que había quedado abierta a la luz por el movimiento de la tierra. En ella, Giges encontró una tumba y, dentro de ella, el espantoso esqueleto de un gigante. En el hueso de la mano del gigante, un hermoso anillo dorado. Giges lo cogió y salió rápido de aquel antro...
Estando un buen día con sus colegas, dando noticias al rey del estado de sus rebaños, nuestro pastor dio la vuelta distraídamente al engarce del anillo. De pronto, se sorprendió de que sus compañeros y el mismo rey hablaran de él, Giges, nombrándole como si estuviese ausente. Se había vuelto invisible. Aquel anillo le otorgaba en emocionante poder de volverse invisible discrecionalmente...

Platón pone la leyenda de Giges en boca de su hermano Glaucón... Pero, ¿qué pasó con Giges? Pues que, convencido de que podía actuar como un dios entre los hombres (más allá del bien y del mal), mató al rey y esposó a la reina, se convirtió en tirano, persiguiendo y matando sin piedad a los que no se plegaban a su voluntad o le caían mal.

Si hubiese dos anillos como el que encontró Giges, y le diésemos uno al hombre malvado y otro al hombre honrado, ¿no acabarían comportándose del mismo modo? – se pregunta el filósofo. Robarían, violarían, y se convertirían en tiranos, actuando como dioses entre mortales. Tal vez el hombre justo tardase un poco en volverse injusto, pero al final, la tentación sería demasiado fuerte. Si existiese de verdad un hombre incapaz de abusar del poder de la invisibilidad, la gente públicamente le rendiría honores de santo, pero en privado le considerarían necio, por no imponer su “santa” voluntad, a sabiendas de que cualquiera de sus crímenes permanecería desconocido e impune.

No es muy halagadora la consideración de la naturaleza humana que se desprende de semejante fábula. Así pues, no es el amor a la justicia ni al bien común lo que nos impulsa a obedecer las leyes, sino el miedo a ser víctimas de otros, el temor al qué dirán o al qué harán los demás; es el miedo a ser objetivos de la injusticia de los demás y no la repugnancia a ser injustos con el prójimo lo que nos mantiene apegados a las buenas costumbres. El verdadero motivo psicológico que nos impide hacer mal es el miedo. Me abstengo de quitarle los bienes al vecino sólo por el miedo de que él también haga de lo mío lo propio.

Aunque sea algo más que una bestia feroz, es evidente que el hombre no es por naturaleza un dechado de virtudes. La selva sólo es buena si la convertimos en huerta o en jardín; el hombre sólo es bueno si le enseñamos a temer un poder ajeno, exterior, si lo domesticamos. Pero el miedo, desgraciadamente, muestra la misma ambivalencia ética de todas las demás pasiones, emociones o sentimientos, puede circular y crecer aliado a la prudencia, pero también puede ser utilizado por el Maligno.

Para Platón, la maldad (adikía, injusticia) significaba en primer lugar ignorancia y discordia. En esa consideración platónica de que sólo el completo ignorante puede desconocer absolutamente lo que conviene a todos (así, en general, la Idea del Bien, el Bien Común), todavía resuena el candor dialéctico del maestro Sócrates. Sólo la bondad moral puede ser germen de concordia y amistad. Por eso los malos, que nunca mantienen una semejanza constante con nada, ni siquiera consigo mismos, no pueden ser amigos de nada ni de nadie. De ahí también que hasta los sinvergüenzas han de estar de acuerdo entre sí, en cierta medida, para tener éxito en sus delitos, pues no hay hombre por abyecto que sea que no encierre en sí una sombra del bien.

Lo peor del mal: que es lo más fácil. “Para hacer el mal cualquiera es poderoso” –escribió Fray Luis (1528-1591). Las obras del amor requieren esfuerzo. Quemar un bosque es mucho menos fatigoso que plantarlo, cuidarlo y hacerlo crecer.

Por eso Satán y Lucifer tienen siempre el pan comido –que digo la conciencia del hombre. Muchas veces da gusto hacer el mal, por lo menos inmediatamente, mientras que el bien resulta muchas veces trabajoso. La impotencia, la frustración y el aburrimiento son terreno abonado para el cultivo demoníaco.

Según los especialistas, no hay que confundir a Satán con Lucifer. Satán es el Príncipe de este Mundo, el tentador de Jesús. La rebelión contra Dios y contra las ilusiones del Cielo es la esencia de lo satánico, rebelión contra cualquier tipo de servidumbre, ley o precepto. ¿Qué sería de nosotros sin ilusiones celestiales, estaríamos perdidos, para los restos? Eso es lo que desea Satanás: que abandonemos toda esperanza de que el Bien acabe por imponerse al Mal.

Etimológicamente, Lucifer significa "yo llevo la luz". Lucifer es un gran seductor; su luz es, por supuesto, la de lo bajos fondos. Dios es Luz, mientras que Lucifer se muestra más excitante y cachondo. Lucifer da espectáculo, aunque resulte siniestro. Siniestro (Unheimlich) –escribió Schelling- es todo aquello que debiendo permanecer secreto, oculto... no obstante, se ha manifestado”. Lucifer ordena a un millón de diablillos menores que soplen sobre los techos de las casas para volverlos monitores transparentes. Las pantallas de la tele se han convertido en un cajón de Skinner. Los humanos son más interesantes que las ratas. Un centenar de poseídos nos excitan mientras tanto con música enervante, nos intoxican a los hijos con drogas de diseño. Lucifer deja que el alcohol vaya haciendo su trabajo de erosión, hasta que destruye las fuentes del deseo, esas emociones que iluminan cada beso. Lucifer sabe que la sexualidad frustrada y frustrante es un clima magnífico para introducir sus insinuaciones de hastío, violencia y destrucción desesperada.

Como sociedad del espectáculo, habría que definir a nuestra sociedad como sociedad luciferina. Lucifer subyuga entre nosotros incluso al mismísimo Satán. Tanto la URSS como USA crearon modelos luciferinos, espectaculares, de ofuscación social e imbecilidad pública industrializada. El nacionalismo, que aún en sus visajes más elegantes no es más que racismo enmascarado, no les ha ido muy a la zaga, aunque perdió y perderá la guerra. O eso esperamos.

Lucifer ejerce una extraordinaria fuerza mental de origen más mecánico que intuitivo, más gregaria que personal. El don Juan de Mozart es un clásico luciferino. Un subordinado a Lucifer, como el Escrutopo de C. S. Lewis, comprende muy bien en qué dosis corresponde combinar el odio con el miedo para sembrar discordia (para eso es un diablo: 'dia-bolon', o sea, lo que genera disgregación, inarmonía, desunión). Cualquier bandera es un 'sym-bolon' si sirve para unir a las personas, pero esa misma bandera es un 'dia-bolon', o un instrumento luciferino si sirve para que, envolviendo y cegando nuestra consciencia en ella, arremetamos contra el otro, desconociendo su humanidad o negándosela.

Los ministros y funcionarios de Lucifer saben que de todos los vicios, sólo la cobardía es puramente dolorosa: horrible de anticipar, horrible de sentir, horrible de recordar, horrible de reconocer; el odio, por el contrario, tiene sus placeres. En consecuencia, el odio es a menudo la COMPENSACIÓN mediante la que un hombre asustando se resarce de los sufrimientos del miedo. Cuanto más miedo tenga, más odiará. Y el odio es también un magnífico antídoto contra la vergüenza.

Por tanto, para hacer una herida profunda en la caridad de las personas, en su capacidad de conmiseración y compasión respecto del dolor ajeno y del ser del próximo, el sicario luciferino debe, primero, vencer el valor del "paciente". Debe volverlo cobarde. Si el mortal acaba pensando que sólo por cobardía merece la pena buscar el bien o adorar a Dios, que sólo es bueno por miedo, ¡miel sobre hojuelas! Entonces, el pobre idiota, pensará que es un acto de valentía arrodillarse detrás de Satanás para besarle el culo.

Coraje, hermanos

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