viernes, 7 de septiembre de 2007

Tamaño

El Diccionario Ideológico, de J.Casares, indica que "tamaño", es un sustantivo con el significado de "mayor o menor dimensión de una cosa". Ser grande o ser pequeño en este mundo es importante; más de lo que se piensa.

Quizá sea la característica que más salta a la vista... y la primera que se pierde de vista. Todos hemos leído algún chiste sobre el grandullón aturullado, perplejo, indeciso, frente a un pequeñín gritón y dominante. El contraste causa gracia y también confirma lo que sabemos de muchas maneras, que no siempre el tamaño es señal indubitable de poder.

De esta experiencia (o mejor dicho, del paso de esta experiencia a la inconsciencia) saltamos, en una pirueta muy común, a considerar que el tamaño nunca importa, lo cual es totalmente falso. Importa, sí, y para ello no hay nada mejor que tirarse al suelo y mirar hacia arriba. Observar el paisaje cotidiano desde un ángulo bajo es una experiencia que nos devuelve a la infancia. Los niños están más cerca del suelo y hace años que perdimos ese punto de vista, de la misma forma que olvidamos tantas sensaciones inefables propias de la edad temprana.

La columna vertebral y en general todo el esqueleto, con sus articulaciones, tendones y demás piezas movibles, nos impide la experiencia repetida del cambio de perspectiva. Arrastrarnos por el suelo es, en principio, algo impropio, además de ser incómodo. Sin embargo poseemos un periscopio que permite hurgar allí donde los ojos apenas llegan: la cámara fotográfica. Ésta es nuestro brazo articulado, mejor dicho, nuestro ojo móvil que juega según los impulsos de la imaginación (sin imaginación, paradójicamente, la fotografía no es nada). Y con la perspectiva baja es dónde uno puede meditar sobre la grandeza de lo pequeño. Un niño se convierte en un gigante. Es la misma visión, o casi, de un perro o un gato. ¿Así nos ven? ¿Cómo no van a pensar que somos dioses, si los miramos desde arriba? Y si, además, los proveemos de comida y seguridad y los castigamos cuando infringen los límites sagrados.

La experiencia de ser pequeño tiene resonancias místicas. Es difícil sustraerse a la sensación de que se está entre gigantes; no sólo en tamaño sino también en otros poderes (incluyendo el conocimiento del bien y del mal).

¿Cómo puede dudar un niño de un adulto... si lo mira desde abajo? La mayoría de los adolescentes, por lo menos en nuestra época -y en los países bien alimentados-, ya sobrepasa, la altura de sus progenitores; y resulta difícil enfrentarse a ese ciclón de energía impaciente si además se lo mira a nuestro nivel, o peor aun si se tiene que elevar la vista.

Los altares siempre están elevados; obligan a elevar la mirada, e incitan, simultáneamente a doblar las rodillas (o por lo menos a inclinarse ligeramente). He leído que en los países budistas no está bien visto situar una representación de Buda muy baja. Tiene su lógica; una altura de niño (o de animal de compañía) no es adecuada para un "iluminado", para un ser humano que alcanzo el máximo grado a que puede aspirar otro ser humano: la cualidad de "estar despierto" (que no otra cosa significa la budeidad). Ello obliga a poner cualquier representación a un nivel honorífico. Más arriba, tan arriba como sea posible sin tener necesidad que abrir la boca y torcer el cuello; que tampoco se trata de parecer alelado.

Las personas normales van encogiendo con la edad; unos pocos centímetros (apenas perceptibles en décadas), poco a poco el adulto retorna al suelo. Pero vuelve rígido, endurecido, sin la flexibilidad del niño que salta y se revuelca como un gato feliz. Es un pasaje obligado… de allí la rigidez. A nadie entusiasma esta nueva perspectiva.

Un buen fotógrafo tiene que arrastrarse para captar la verdadera realidad; fotografiar por debajo de la mesa (a riesgo de ser considerado un pervertido); destruir el mundo que nuestro tamaño desarrolla como la perspectiva habitual de las cosas. En realidad un filósofo también lo intenta, aunque de manera que pocos lo entienden. Wittgenstein dijo, una vez, que si un caminante encuentra a un hombre, frente a un árbol, y lo oye musitar "esto es un árbol", no piense que es un tonto, un simple, sino, probablemente, un filósofo. Sólo los filósofos, según W, pueden hacer preguntas obvias y plantearse un problema donde nadie espera encontrarlo.

Sugiero que ese filósofo se tire sobre la tierra, tan largo como es, y desde abajo, mirando a ras de suelo, contemple el árbol wittgensteiniano. Un árbol visto desde las raíces es cosa seria. Un templo vegetal. Probadlo alguna vez, y cuando una hormiga se meta por vuestra oreja, simultáneamente, captareis que gran parte de la confianza adulta se funda en cuestión de centímetros. Metro y pico por debajo de nuestro mundo, ruge otra escala de valores.

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