miércoles, 17 de octubre de 2007

Volar


En el prólogo del gran drama ideado por Goethe, Mefistófeles describe al doctor Fausto como a un pobre loco devorado por la angustia, porque "no sabe alimentarse de cosas terrenas". "Quiere las estrellas más hermosas del Cielo", sí, pero también "anhela toda sublime voluptuosidad de la Tierra".

Luego, en el monólogo con que empieza la tragedia, Fausto se incita a sí mismo: "Huye y, audaz, lánzate al espacio" -se dice.

Algo hay en nosotros, algo muy antiguo pero con gran futuro, que aspira a las alturas siderales. Algo que goza con el vértigo y el riesgo del viaje espacial. Esta vocación celestial nos hace incómodos pasajeros de la nave Tierra. Algo en las alturas nos reclama como un padre y una madre genuinos llamando a sus criaturas desde lejos.

El consejo de Dédalo a su hijo sigue siendo útil, sobre todo cuando los herederos del ingenioso griego -fuera ático, o cretense como el laberinto que construyó- han inventado de verdad el ala delta.

No vueles ni muy alto ni muy bajo, porque en ambos casos te perderás. Te devorará la luz y el sol o te tragará la tiniebla del inhumano océano.

Ni celestial ni terrestre, ni dios ni animal, tal es la condición intermedia, mestiza y limítrofe, del humano.

Lo nuestro, desde luego, no es reptar como la serpiente, sino volar como los ángeles, en esa ingravidez en que los huesos se nos deshacen por inútiles.

Nuestra condena: aspirar a ser lo que no podemos ser de ningún modo.

Tal vez no sea tan insensata la suposición medieval de que este mundo en realidad gira alrededor del verdadero infierno. La Tierra no es más que su antesala, un purgatorio cuya letra ha puesto dios y cuya música toca el diablo. Por qué, si no, tanta pasión por escapar de él, tanto placer por ir de vuelo.

No hay comentarios: