domingo, 7 de octubre de 2007

Compenetración


En uno de mis libros olvidados recogía el poema en que Ibn Hazm de Córdoba (994-1063) cantaba cómo el verdadero amor no puede nacer en una hora. Ni a golpe de mando a distancia, desgraciadamente. El otro no es una máquina ni un animal, felizmente, porque no sólo tiene mecanismos y reacciones, sino también pretensiones, ilusiones y recuerdos. El otro no es como un mechero, que da fuego siempre que le aplicas la fricción que tú sabes. El amor, decía el poeta, nace y se propaga despacio. Las obras del amor son lentas, requieren paciencia, parsimonia, las del odio pueden ejecutarse en un instante. No es de extrañar que quepan pocos amores verdaderos en tiempos de prisas y agobios.


En efecto, todo cuanto se forma presto, suele perecer rápidamente. Sobreviven centenarios los árboles cuya madera, como la del olivo o la encina, se aprieta y afianza muy despacio.


Más que vanagloriándose de amores, como suelen hacer todos los cantamañanas y vates del día, acababa el poeta musulmán su qasida con una bella y modesta afirmación. Se describía en ella como una tierra dura y pedregosa, reacia e insumisa a toda vegetación, pero en la que si alguna semilla de amor -o amistad- crecía con dificultad y tiempo, no le hacía falta ni lluvias abundantes para perdurar siempre. Mucho riego ahoga. Poco, seca.


Una política alemana -para más inri católica- ha propuesto recientemente que los contratos matrimoniales se firmen por siete años... ¿Cómo se puede amar a plazo fijo? Uno sólo puede querer de verdad para siempre, pero ese "siempre" carece de toda seguridad, ni siquiera puede poseer la seguridad de los siete años, si uno no se empeña en seguir queriendo compenetrarse a cada momento. Querer querer. Simplemente querer, quieren hasta los gatos y las libélulas. Es la reflexión de la voluntad la que da al amor humano su ambición infinitista: querer querer querer... etc. Borges sacó partido literario de ese juego de espejos infinitos.


Las libélulas, cuya eficacia en el vuelo no pueden emular nuestros mejores ingenios, y que seguramente nos sobrevivirán como sobrevivieron a los dinosaurios, son capaces de volar en tándem. Ocho alas en harmonía perfecta (no corrijo "harmonía" porque mi educación incluyó algo de griego). El macho sostiene a veces a la hembra mientras hace la puesta en el agua. Cuando se aparean, forman ese hermoso corazón de la foto. Ellas nos dan un ejemplo simple de compenetración perfecta.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso artículo sobre el amor verdadero y preciosa la fotografía sobre un supuesto amor que por un momento parece real aunque los insectos no usan esta forma de protección más porpia de los mamíferos.
Gracias Pepe.

José Biedma L. dijo...

El amor como protección, cuidado de las crías... esa es la infraestructura biológica sobre la que se puede levantar una creación artística, gratuita, sin finalidad práctica ni utilidad inmediata. Claro que somos mamíferos, pero también personas.