martes, 6 de julio de 2010

Duda



La duda es la filosofía puesta en marcha. Cuando ya no podemos creer, es obligatorio pensar. Pero es erróneo creer que podemos vivir sin creencias y una creencia equivocada: que todo pueda ser puesto en duda. Pensamos para formarnos nuevas creencias, más perfectas o refinadas que las anteriores en las que descreímos. Creencias en las que podamos residir, pues nos angustia no poder saber a qué atenernos.

Pensar no es sólo dudar. El pensamiento tbn. enuncia, persuade, demuestra, argumenta, explica…

Un escepticismo exagerado nos deja en el “todo vale” que acaba significando “nada vale”, o “todo es mentira”, que puede significar casi lo mismo que “cualquier opinión es respetable”. Los demagogos que conducen a la muchedumbre -a veces hacia el despeñadero- pueden incluso reivindicar el "derecho" a opinar lo que a uno le da la gana, como si eso fuese una libertad, pero quien opina lo que le sale de los huevos o le mana de los ovarios es esclavo de sus instintos más mendaces o de sus pasiones más locas, ensaya sacar lógica del oscuro azar de los genes, en vano. Es bastante tonto reivindicar el derecho a sostener opiniones viscerales, extravagantes o equivocadas. Y hay opiniones que no son nada respetables, que resultan despreciables u odiosas, como la opinión de que la mujer es inferior al varón porque procede de una costilla retorcida de Adán…

Ignacio Gómez de Liaño lo ha dejado escrito: “La duda es el estado anímico más congruente con la filosofía. De eso no parece que se deba dudar. Hacemos filosofía porque las cosas nos sorprenden… Pero sorprenderse es hacerse preguntas. Y hacerse preguntas es no estar seguro de tener un conocimiento efectivo” (Breviario de filosofía práctica, Spain 2005).

Si todo es mentira, también es mentira que todo es mentira. Si ninguna afirmación es verdad, ¿cómo se puede pretender que sea verdadera la tesis “nada es verdad”? “Todo es mentira”, o su equivalente, “Nada es verdad”, son autocontradicciones, asertos autoinvalidantes, modos de hablar que no nos llevan a ninguna parte.

Epicuro ya dijo casi todo al respecto: “Si rechazas todas las sensaciones, no tendrás siquiera el punto de referencia para juzgar aquellas que afirmas que resultan falsas” (Máximas capitales, XXIII. DL X, 139-154).

Pero, hoy, las sensaciones son la menor parte del problema del criterio para discernir lo verdadero de lo falso. Podemos recurrir a los aparatos de medición y a la técnica. Luego están las creencias. ¿Cómo discernir si estamos y cuánto estamos en lo cierto?

Y al fin, del todo, de la totalidad de cuanto existe, como decía Francisco Sánchez –no el hijo de la Lucía, sino el escéptico- “nada se sabe”, Nihil scitur.

sábado, 5 de junio de 2010

Realismo

La palabra "realismo" es ambigua, se presta a equívocos. Sirve en la calle para decir que uno es "realista" en el sentido de que uno no es un soñador, un utopista, un fantasioso, porque uno tiene muy en cuenta la realidad, o sea, aquellas circunstancias que limitan nuestras libertades o simplemente nuestras posibilidades; pero la voz "realismo" sirve en la Academia para referir a la doctrina que afirma que las ideas (y los ideales) son cosas (en latín, 'res, rei'), o por lo menos poseen algún tipo de realidad objetiva. Así, uno es "realista" en filosofía cuando acepta que los valores (belleza, justicia...) y los conceptos universales (animalidad, humanidad...) existen de algún modo a parte rei, con independencia de que existan cosas bellas o animales...
Pero también se consideró "realista" la doctrina ontológica de Aristóteles por suponer que hay una adecuación posible (verdad) entre el conocimiento, el lenguaje y la realidad. Es decir que cuando decimos la verdad, lo que decimos puede ser pensado como adecuado a lo que existe o que se da en el decir verdad la adecuación entre pensamiento y realidad: el pensar verdadero no es un inventar ficticio. La verdad es así la adecuación de la cosa al intelecto. He aquí una concepción "realista" de la verdad, porque cuando digo "tengo una perra que se llama Nana" mi perra está de algún modo en lo que digo y en el entendimiento de lo que digo.
El idealismo no se opone en filosofía al realismo, sino que, al menos en el primer sentido, el platónico, el realismo es la forma extrema del idealismo.
Lo contrario del realismo platónico es el nominalismo, que afirma que los universales y los valores son sólo nombres, etiquetas útiles pero que sólo tienen realidad en cuanto que los aplicamos o suponemos en las cosas (in re) o, si son ideales, tienen sentido como metas regulativas de la acción, pero son ilusiones inexistentes, pues en ningún sitio existe la justicia perfecta, ni la libertad, etc. "No hay más cera que la que arde". El nombre "rosa" puede ser útil para meter en su cajón muchas experiencias de rosas concretas, pero sólo existen éstas, las que crecen sobre tallos espinosos y mueren, no existe la rosa universal y perfecta, intemporal y ubicua.

Considero que uno no tiene más remedio que ser realista en ciencia e idealista en ética; y además, considero que esto es lo correcto, en el doble sentido de lo más verdadero y lo más bueno.
Kant fue un realista epistemológico, pues consideraba que los conceptos podían referir a objetos científicos con tal de que tuvieran contenido empírico; pero fue idealista en ética, puesto que afirmó que la experiencia no nos sirve para deducir lo que debemos hacer, sino que los principios de la moral los hallamos a priori, en la propia universalidad ideal de la razón.
Ser realista en ciencia significa que uno supone que hay razones objetivas para distinguir entre rosas y margaritas, entre tocino y velocidad, entre vacas y nísperos.
Puede que nuestra mente imponga una retícula al ser, y puede que nuestra mente funcione como una criba que sólo admite como grano de realidad aspectos útiles del ser, antropomórficos. Una imagen perfecta de la realidad sería una imagen de infinitos píxeles. Pero, en cualquier caso, aunque todo conocimiento humano signifique cierta "domesticación" de la realidad, aunque todo conocimiento esté transido por el poder y el deseo humanos, demasiado humanos, eso no significa que el conocimiento sea arbitrario. Si bien nuestro conocimiento de la cosa, ¡y no digamos nuestro saber sobre el mundo, el alma o Dios!, no agota la realidad, ni la agotará nunca, sí nos dice lo que las cosas relativamente son o pueden ser.
El realismo actual (el de Putnam, por ejemplo) sostiene que las teorías científicas ofrecen descripciones ciertas de objetos y procesos observables e inobservables del mundo, con independencia de la mente.
Para apuntalar su realismo, Hilary Putnam recurre el "argumento del milagro": el realismo es la única filosofía que no hace del éxito de la ciencia un milagro.

lunes, 29 de marzo de 2010

Derechos

Siempre he preferido la ética de las virtudes (hábitos saludables) a la de los valores; de modo análogo, siempre he preferido las deontologías, es decir, las lógicas de los deberes y obligaciones, tan profesionales, a la retórica de los derechos, tan publicitada por los políticos.
Admitido el dictamen vitalista de que la muerte de Dios no es otra cosa sino el fin de los valores absolutos, me parece portentosa la credulidad de quienes, negando a Dios, sostienen dogmáticamente la "existencia" de los derechos humanos. Siendo así que éstos serían algo que todos tendríamos per nos, de modo innato, sin tener que ganárnoslos ni esforzarnos por merecerlos, incluso sin asumir las obligaciones de respetar los derechos ajenos.
¿Por qué una hormiga, un sapo o una "mala hierba", de esas que invaden los campos de dalias, no tienen "derechos" y los humanos sí, incluso si son peores que las malas hierbas o carecen del todo de la senbilidad para los encantos de las dalias? ¿No son ellos también, el gusano, el sapo o la encina, seres vivos, hijos del azar y la necesidad, de la recombinación genética, la adaptación al medio y el férreo principio de causalidad?
La concesión o el reconocimiento de derechos inalienables está bien, supone el reconocimiento de la superior dignidad del hombre, o sea, del universo moral: de la culpa y del misterio. Lo cual supone a la postre el reconocimiento de la trascendente superioridad del bien común, del bien absoluto, o sea, de Dios. Éste puede ser trascendente o inmanente, estar más allá de la realidad o confudirse con la Naturaleza, eso da igual.
La cuestión principal es la afirmación de la superior dignidad del Ser sobre el No-ser. De ahí el derecho de lo que hay a permanecer. Pero en esa apuesta subyace un acto de fe, una preferencia por el Ser y su Salvación. ¿Por qué, si no, va a ser preferible vivir que estar muerto?
Todo esto se expresa alegóricamente en los relatos según los cuales Dios crea al humano a su imagen y semejanza. El humano es superior a los animales porque se parece a Dios. Niéguese dicho parecido, dicha superioridad o dignidad basada en lo divino del hombre, y todo el tinglado humanista, y humanitarista, se nos viene abajo, todo el tinglado de los "universales derechos humanos" se hunde como un castillo de naipes sin ese plus metafísico, inteligible pero no sensible.
En el fondo de la filosofía de los derechos humanos, hija de la Ilustración, está el pilar secularizado de la divina providencia, en la forma de confianza en el progreso. Se confía en la capacidad del humano para proyectar y trascenderse, para llegar a ser más de lo que es, para superarse, en una palabra, para divinizarse.
La filantropía, el amor a lo humano, no se sustenta por sí mismo. Caín es tan humano como Abel; Judas es más humano que Jesús, la mezquindad y la voluntad aniquiladora son tan consustanciales al género humano como la simpatía o el erotismo; y la historia está tan plagada de progresos y conquistas, como de regresos y errores, tan poblada de héroes como de víctimas inocentes.
Si pensamos en el ser humano como un objeto científico, el amor al ser humano no es más que un estorbo para la exactitud de la comprensión y el entendimiento del fenómeno humano. Entonces no hay más "derechos" que los valores vitalistas: salud, fuerza, belleza, inteligencia..., en nombre de los cuales se puede desheredar de derechos a los enfermos, los débiles, los tontos o los feos, esto resulta tan perfectamente natural como inmoral. Y ésta fue sin duda una consecuencia terrorífica de la exaltación atea de la vida, en nombre de esta exaltación vitalista del "superhombre" se cometieron en el siglo pasado horribles genocidios. Los seres humanos, objetivamente, son casi nada, agua, carbón y sales minerales, parásitos de las plantas, primates asesinos, predadores crueles. Lo que vale es su proyección trascendente, hacia atrás o hacia adelante, esencial o proversiva, que desciende del Paraíso o se dirige al Olimpo.
Para nosotros, sólo una vida que reconoce su origen misterioso y aspira a divinizarse es digna de ser vivida. Y esto no tiene nada de natural. Para ser más de lo que somos resulta socorrida e imprescindible la metafísica. La bondad no es un fenómeno natural, sino una virtud ganada con esfuerzo, hija de la educación y las buenas costumbres. Exige elección, sí, pero también entrenamiento. Y exige, sobre todo, un referente superior, un modelo de perfección más allá de este mundo al que podamos considerar Padre o Destino, siquiera remotamente.

sábado, 27 de febrero de 2010

Abundancia

Ciertos economistas han tenido del objeto de su estudio, la economía, un concepto en cuya comprensión campaba esencial la noción de escasez. La escasez determinaría el modo en que producimos, distribuimos e intercambiamos bienes y servicios.
En realidad, nada determina completamente la actuación del humano. Somos relativamente libres. Esto puede deberse a que el animal humano no se comporta jamás con la lógica del economista o, más dignamente, a que las necesidades del humano no son sólo "económicas".
El ser humano es un animal gracioso. Esto quiere decir que encuentra en lo gratuito, lo caprichoso, lo bello, lo superfluo, lo inútil, el sentido más genuino de su biografía y de su historia. Por eso no hay dos culturas idénticas, ni dos seres humanos iguales, aunque compartan el mismo nicho ecológico.
Rigurosos estudios antropológicos demostraron ya en el siglo pasado que los bosquimanos Kung del desierto del Kalahari no empleaban más de cuatro horas al día de trabajo para resolver todas sus necesidades, y no me refiero sólo a las necesidades de los miembros adultos de las bandas de recolectores y cazadores bosquimanos, sino a las necesidades de todos los miembros de la banda, incluyendo a los ancianos y a los niños pequeños que no producen.
La idea tradicional de unos cazadores "primitivos" tan presionados por la escasez que no tienen tiempo para inventar cultura se vio seriamente comprometida. Se ponía así en cuestión la visión paternalista de unas sociedades "salvajes" presionadas hasta el límite de la supervivencia por las duras condiciones del desierto y las inclemencias de la naturaleza. Algún antropólogo -exagerando- llegó a sugerir que en realidad son estas sociedades "primitivas" las verdaderas "sociedades de la abundancia y del bienestar".
No sé hasta qué punto se inspiró en estos descubrimientos el  australiano Jamie Uys cuando dirigió su graciosa película Los dioses deben estar locos (The Gods Must Be Crazy, 1981).
El inicial protagonista de este film es un bosquimano llamado Xi que vive en una comunidad feliz y pacífica. Los bosquimanos piensan que los dioses proveen de animales, aves y ofidios a su pueblo. Un buen día, el piloto de una avioneta deja caer al Kalahari un casco de Coca Cola. Los aborígenes creen que es un regalo de los dioses. Todos se interesan por ese material desconocido al que atribuyen propiedades mágicas y al que ensayan dar diversas funciones, incluida la de instrumento musical, hasta que la botella, ya que es un bien escasísimo, pues todos la quieren y no hay ninguna más, acaba convertida en "manzana de la discordia", por lo que Xi decide abandonarla más allá de su mundo conocido...
La escasez, la abundancia, son, natural y artificialmente, nociones relativas. "¡Qué rico soy, qué poco necesito!" -algo así exclama el Sócrates platónico.
En nuestra sociedad "civilizada", en la que abundan coches, cachivaches, cables, prostitutos y prostitutas, "camellos", funcionarios, "artistas", tunantes y botellas de ron o Coca Cola, escasea la paz, el buen sentido, la serenidad, la paciencia, la humildad, la inocencia, el silencio y, sobre todo, escasea el tiempo que podemos dedicar al descanso o la creación, también la creación sentimental a la que llamamos amistad o amor. Trabajamos muchísimas más horas que el bosquimano porque nuestras "necesidades" se han multiplicado ad libitum. El estrés es una consecuencia inevitable del tontuno sistema económico que nos hemos impuesto.
Ningún ecosistema (natural o artificial) presiona tanto a los seres humanos como para que éstos no puedan elegir en absoluto lo que quieren y hacen. Y la gracia no está en querer lo que nos gusta, sino en querer y hacer lo que sabemos que nos conviene porque mejora nuestra salud o nos hace felices.
Un determinismo estricto, de carácter economicista o tecnologista, es en realidad un nuevo tipo de pensamiento mágico. Sólo una mente primitiva cree que todo depende de la providencia de los dioses, de las presiones de la Naturaleza o de algún mecanismo secreto y desalmado.
Ninguna cultura se ha representado jamás el trabajo como un mero instrumento de supervivencia o superación de la escasez.
Si una máquina pudiese pensar, tal vez concebiría así el trabajo, como una mera función de transformación de energía. Algunos humanos parecen aspirar a transformarse en máquinas, input laboral más output consumista: piensan en sus labores como un simple instrumento para maximizar sus beneficios y su poder de consumo.
La antropología económica parece ofrecer indicios de que a veces es la abundancia la que produce bloqueos que impiden a una cultura su transformación social, incluso tecnológica. Desde luego es la superabundancia la que impide a muchos de nuestros adolescentes su propio progreso: el obtenerlo todo sin el menor esfuerzo. La experiencia de la carencia es esencial en el móvil de cualquier educación, así como en el desarrollo de las ilusiones creadoras, que actúan como necesarios estimulantes de la voluntad.
Progreso no significa sólo evolución, sino también devolución, no significa sólo innovación, sino también conservación. ¡Que me devuelvan el tiempo que me roban! ¡Devuélvanme un poco de silencio para que pueda conservar la integridad! Puede que la misma abundancia despilfarradora, corrompedora, productora de basura, impida nuestro progreso, en sentido moral. En cualquier caso, conviene que nos simplifiquemos.

Bibliografía
Maurice Godelier. Instituciones económicas (Economics institutions in People in Culture. A Survey of Cultural Anthropology, New York 1980), Barcelona 1981.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Atención

No se ha reflexionado lo suficiente sobre el hecho de que la claridad e intensidad de conciencia de un objeto o de un sistema de relaciones dependa enteramente del grado de atención que les prestamos. No hay cosa, por pequeña que aparezca, que no revele su inmensa e infinita magnitud para el análisis o para la interpretación, con tal de que le prestemos suficiente
atención; la concentración crea, por ejemplo, para el jugador de ajedrez, un universo efectivo de posibilidades, de jugadas y réplicas, de ataques y defensas virtuales, una intrincada red de interrelaciones, en el que le va la "vida" a su dama, la posición a su torre y la "cabeza" a su rey. La consciencia puede entregarse del todo a ese espacio y a ese tiempo tan artificiosos, con tal de que su casa esté lo bastante sosegada y halle algún interés en salvar la "vida" de la dama y la altiva figura de "su majestad", por lo demás bastante estática. La fuerza de la atención dota sin más de vida a los objetos. Ese fue y es el sentido real del animismo. El espíritu no sólo reconoce lo que es él mismo, sino que también se disemina cada vez que escoge una dirección.

Repetiremos con el psicoanálisis que mucho del interés que arrastra a la conciencia hacia un género determinado de realidades es inconsciente. Nuestro ser inconsciente se apega con obstinación a eso a lo que no hemos podido o no hemos querido prestar atención. No hay necesidad alguna de que la consciencia retroceda ante el misterio, ante el enigma, ante el horror. No hay que decirle a un maniático de los soldaditos de plomo que repare en ellos cuando le salen al paso; los buscará, los pondrá al paso, escudriñará su génesis y su historia.

Mucha gente lamenta sus descuidos hacia los demás echándole la culpa a la mala memoria. ¡Pobre Memoria!, sus debilidades siempre andan en boca de todos. A su hermana gemela, Imaginación, se la difama llamándole "la loca de la casa" y a la pobre memoria, también, llamándole "el talento de los tontos". Infamias sin fundamento que sólo descubren el lado infantil de la primera y el lado mecánico de la segunda. Sabemos sin embargo que la memoria y la imaginación (una misma facultad en verdad, si bien considerada desde el lado pasivo y activo, respectivamente) hacen posible que pasemos de un lugar a otro, sobre el mismísimo abismo, de lo sensible a lo inteligible y de lo inteligible a lo sensible; ellas dotan de cemento al mundo y comunican la naturaleza con la historia, la biología con la biografía.

Sucede que no les prestamos la debida atención a ciertos recuerdos, conservamos fácilmente los que queremos, los que quisiéramos adherir a nosotros mismos, los que estimamos hermosos y buenos, pero también muchos de los que quisiéramos olvidar. Tal vez esas pesadas adherencias, esos parásitos de la memoria, dependan de una atención que prestamos involuntariamente, sacudidos por la resistencia del mundo, impresionados por la fuerza de las cosas o asustados por sus amenazas. Necesidad, Azar y Deseo, Placer y Dolor, se disputan sus raíces, sin embargo sus frutos y flores ofrecen tal variedad de formas, que es inevitable concluir que, hasta los ápices de las ramas, el árbol tomó control de la materia, hasta informarla de intenciones y proyectos propios.

Tengo presente (hacer presente es lo que verifica la atención) una hermosa definición de Giner de los Ríos respecto de la atención, aunque seguramente ahora la reinvento o parafraseo:

La atención es el cuidado que el espíritu presta a la existencia de las cosas.

La definición de don Francisco tiene la ventaja de revelar el lado moral y metafísico de la atención, incluyendo también el lado puramente psicológico que la determina como condición de la percepción.
El descuido es una falta de atención, un desorden del atender. Una persona atenta -decimos con razón- es una persona que pone cuidado en no fastidiar la existencia de los demás, que observa las intenciones, respeta los deseos y cura los intereses de sus semejantes.


La atención es reconocimiento. Tal vez por eso la gloria y la fama sean tan sugestivas, tan encantadoras y tan venenosas... Cada vez que hablan de nosotros, nos dotan de existencia. Alentamos si no nos miran, vivimos sin que se cuiden de nosotros, como una higuera, como una berenjena, como una garrapata, ¿pero existimos personalmente sin la atención del otro?, ¿Seremos almas sin otras almas que se cuiden de la nuestra? Seguramente no, no hay identidad que pueda sobrevivir si no resulta reconocida por la palabra o la mirada del otro, en grandísima medida nuestra identidad depende de esa mirada, de esa palabra y de los gestos que la acompañan. Nos constituimos en ese tejemaneje de atenciones y cuidados. Quien se cuida de mí me reconstituye a cada paso. La atención reconoce la existencia, pero también dota de existencia, instituye realidad.

Atentamente

viernes, 16 de octubre de 2009

Sensibilidad


"Hieren mi corazón con monótona languidez".

Estas palabras del poema "Canción de otoño" de Verlaine sirvieron de clave para dar a conocer que el ataque aliado sobre Normandía sería a las 24 horas de su emisión.

El ataque fue un éxito militar... Sólo en el ejército aliado se produjeron 10.000 bajas. Diez mil almas desvanecidas.

En la guerra, como en el amor, como en la vida, todo vale, y sólo cuentan las grandes cifras. La ética y la paz señalan el destino, pero -como sabía Heráclito- la guerra está en el origen genuino de todas las cosas. Sólo que ahora la llamamos "struggle for life" o "eficacia energética" o "competitividad" o "agresividad comercial" o "inmigración ilegal" o "lucha contra el terrorismo" u "oposiciones a la función pública" o "campeonato mundial de fútbol"... El resultado de la guerra produce la dulce y romántica paz de los cementerios, la amargura frustrante del fracaso y la euforia incontenible de la victoria.

Espiamos este violento dualismo de crueldad y sensibilidad, de ferocidad y sensualidad, de suavidad y aspereza, en criaturas próximas como los gatos, esos tigres de jardín, pseudoanimales domésticos.

Este violento dualismo yace en lo profundo de nosotros: un polo de exquisita sensibilidad y un extremo terrible de violencia aniquiladora que suspende todas las compasiones, y manda a pasear a todos los escrúpulos.

La causa de los aliados parecía más justa. Creo que jugaban a favor de la libertad y la dignidad. Nada pudo evitar que determinados verdugos nazis firmaran la orden de una ejecución indiscriminada y luego se fueran al teatro a escuchar las refinadas escalas hacia el cielo de Wagner; nada impidió que las bombas atómicas cayeran sobre Japón.

La naturaleza nos ha preparado para el máximo sufrimiento y la máxima indiferencia. Tal vez porque la vida del humano -globalmente considerada- siempre ha sido dura. Tal vez por eso, mi abuela acertaba cuando decía... "Nos cansamos de vivir a gusto". ¿Será porque la carencia y los disgustos nos estimulan?

domingo, 4 de octubre de 2009

Soledad


La soledad es la locura. De las leídas, ninguna novela ilustra mejor este hecho que la de Michel Tournier, Viernes o los limbos del Pacífico, una recreación del desesperado embrutecimiento de Robinson Crusoe en el aislamiento. Tal vez ningún temor más primitivo que el de quedarnos solos, sometidos al ataque o la humillación de una naturaleza madrastra o de una sociedad selvática. Todos tememos el naufragio social. Y todos acabaremos naufragando. Morimos más solos que nacemos. La Parca se comporta como una guadaña vengadora.

Pero la soledad es necesaria, inevitable; sobre todo, para el creador, para el poeta, para el místico, para el santo, para el filósofo, para el científico. Se me dirá que hoy la investigación la promueven equipos de personas más que Faustos románticos, geniales y aislados. No nos engañemos, esos equipos son agrupaciones de solitarios, de raros. 'Omnia praeclara, rara'.
Creo que fue Pascal quien escribió una vez que una persona civilizada es aquella capaz de pasar sola una tarde feliz en una habitación aislada. Pero en la felicidad que me represento cuando pienso en la frase de Pascal hay trampa, quiero decir que no hay tanta soledad como parece. Estoy físicamente solo, es posible, pero oigo música, y entonces las armonías y ritmos de otras almas me acompañan; o leo, y otros mundos amigos me amparan, dan forma a mi imaginación y me permiten viajar por espacios pasados o futuros, animados, previsibles.

Emma Riverola reflexiona en un artículo del EL PAÍS (4-10-2009) sobre las redes sociales (Facebook, Twitter, Tuenti) que están convirtiendo el desarrollo personal de nuestros adolescentes (y la adolescencia hoy se prolonga hasta la treintena) en un "crucero de masas". Afirma la articulista que el virus del exhibicionismo de los reality shows ha penetrado en nuestra conducta social. Ver, pero sobre todo, ser visto, "en esa obsesión por compartir la existencia se esconde un modo de reafirmar la identidad, de reclamar un lugar en el grupo y de lanzar al aire un ¡aquí estoy yo!, ¡contad conmigo!".

Ningún castigo peor que el de la exclusión social. Algunos se van con los malos, no porque los prefieran sino, simplemente, porque los buenos no les admiten en sus filas.

Pero la soledad es también una fuente de riqueza personal. Saber recogerse y dispersarse con medida. ¡Ese es el secreto! Nadie en verdad puede vivir solo. Todas las almas conviven entrelazadas. En su libro Yo soy un extraño bucle, Douglas R. Hofstadter explica lógica y poéticamente (y ese contraste es hermoso), aún afectado por la trágica y prematura pérdida de su esposa, cómo vivimos unos en otros, cómo albergamos muchísimos bucles extraños en nuestra cabeza, cómo nuestra alma nace, crece y se desarrolla en contacto con otras almas y cómo incluso puede sobrivir allí, si bien con menos resolución, en el soporte de otro cerebro. Nuestra alma es un complejo software que puede ser emulado por otro hardware. Igual que el encanto de un "nocturno" de Chopin puede deleitar a otros cerebros distintos del ya reducido a polvo de Chopin. Las almas de los amantes, en efecto, tienden a hacerse una sola, y la identidad "un cuerpo, un alma" no deja de ser un dogma simplista. Podemos asimilar los puntos de vista mentales de otras almas; haciéndolo, corregimos y mejoramos nuestro sentido de la realidad.
Para Douglas R. Hofstadter nuestras mentes son "máquinas de representación universal", y esta capacidad de simulación, de imitación simbólica, nos permite absorber experiencias y creencias ajenas mediante la empatía: la virtud más admirable de la humanidad, a juicio del científico norteamericano. Podemos asumir los deseos de otros, sentir sus anhelos y frustraciones, asumir sus deseos, estremecernos con sus temores, formar parte de su vida, fundirnos con su alma...

Pero esa dispersión en los demás tiene un límite si no queremos perdernos a nosotros mismos. También el exceso de empatía o de gregarismo produce locura. Si dejamos que nuestro cerebro esté demasiado poblado por otros "yoes", nos perdemos a nosotros mismos, si las otras voces son demasiado fuertes, hacen peligrar la propia identidad, la destruyen o la esclavizan.

En el artículo de Emma Riverola que antes comentaba: "La hipermnesia y Facebook", la autora se preguntaba si, al no haber recibido la dosis habitual de soledad , al vivir en un mundo aparentemente hiperconectado, no resultarán nuestros hijos más vulnerables al sombrío y temible ataque del gregarismo...
Cuando veo a esas masas narcotizadas y anestesiadas en torno a la hoguera tribal del botellón, ensuciendo el mundo, viviendo de noche y durmiendo de día, alejados del sol que hace crecer las plantas que nos alimentan, saltando al "tono" que les marcan las operadoras de telefonía móvil o los anuncios de coches, adorando el becerro dorado de la Heineken o el J&B, no puedo sino pensar que ya no nos enfrentamos a un caso de vulnerabilidad, sino a una herida mortal, una herida mortal de nuestra civilización estéril y consumista, despilfarradora y drogada.
Se ha reducido drásticamente la vida interior y la densidad anímica de quienes conjuran en la redes sociales el fantasma de la exclusión o llenan con esa simulación de relación, con ese sucedáneo del amor (una creación poética que exige también su soledad), su inmenso vacío íntimo. Algunos, los menos, sienten la nostalgia del espíritu, o se aíslan más gregariamente aún en sectas destructivas, en poses y esteticismos trasnochados.

En este mundo lleno de ruido y de vanas pompas publicitarias, disuelto por la velocidad, dominado por el glamour de la Vanidad y el trono de los Siete Pecados Capitales, los espacios de aislamiento resultan preciadas perlas exóticas, raros ámbitos de lucidez, calma y sobriedad. Uno estaría tentado a huir a un monasterio remoto, a un eremitorio serrano, da igual que sea budista o cristiano, si aún sus obligaciones familiares no le comprometieran.
Uno se debería de imponer una larga dieta de silencio, de vez en cuando, para poder volver a oír voces sinceras, voces cargadas de sentido, en sonora soledad.