domingo, 4 de octubre de 2009

Soledad


La soledad es la locura. De las leídas, ninguna novela ilustra mejor este hecho que la de Michel Tournier, Viernes o los limbos del Pacífico, una recreación del desesperado embrutecimiento de Robinson Crusoe en el aislamiento. Tal vez ningún temor más primitivo que el de quedarnos solos, sometidos al ataque o la humillación de una naturaleza madrastra o de una sociedad selvática. Todos tememos el naufragio social. Y todos acabaremos naufragando. Morimos más solos que nacemos. La Parca se comporta como una guadaña vengadora.

Pero la soledad es necesaria, inevitable; sobre todo, para el creador, para el poeta, para el místico, para el santo, para el filósofo, para el científico. Se me dirá que hoy la investigación la promueven equipos de personas más que Faustos románticos, geniales y aislados. No nos engañemos, esos equipos son agrupaciones de solitarios, de raros. 'Omnia praeclara, rara'.
Creo que fue Pascal quien escribió una vez que una persona civilizada es aquella capaz de pasar sola una tarde feliz en una habitación aislada. Pero en la felicidad que me represento cuando pienso en la frase de Pascal hay trampa, quiero decir que no hay tanta soledad como parece. Estoy físicamente solo, es posible, pero oigo música, y entonces las armonías y ritmos de otras almas me acompañan; o leo, y otros mundos amigos me amparan, dan forma a mi imaginación y me permiten viajar por espacios pasados o futuros, animados, previsibles.

Emma Riverola reflexiona en un artículo del EL PAÍS (4-10-2009) sobre las redes sociales (Facebook, Twitter, Tuenti) que están convirtiendo el desarrollo personal de nuestros adolescentes (y la adolescencia hoy se prolonga hasta la treintena) en un "crucero de masas". Afirma la articulista que el virus del exhibicionismo de los reality shows ha penetrado en nuestra conducta social. Ver, pero sobre todo, ser visto, "en esa obsesión por compartir la existencia se esconde un modo de reafirmar la identidad, de reclamar un lugar en el grupo y de lanzar al aire un ¡aquí estoy yo!, ¡contad conmigo!".

Ningún castigo peor que el de la exclusión social. Algunos se van con los malos, no porque los prefieran sino, simplemente, porque los buenos no les admiten en sus filas.

Pero la soledad es también una fuente de riqueza personal. Saber recogerse y dispersarse con medida. ¡Ese es el secreto! Nadie en verdad puede vivir solo. Todas las almas conviven entrelazadas. En su libro Yo soy un extraño bucle, Douglas R. Hofstadter explica lógica y poéticamente (y ese contraste es hermoso), aún afectado por la trágica y prematura pérdida de su esposa, cómo vivimos unos en otros, cómo albergamos muchísimos bucles extraños en nuestra cabeza, cómo nuestra alma nace, crece y se desarrolla en contacto con otras almas y cómo incluso puede sobrivir allí, si bien con menos resolución, en el soporte de otro cerebro. Nuestra alma es un complejo software que puede ser emulado por otro hardware. Igual que el encanto de un "nocturno" de Chopin puede deleitar a otros cerebros distintos del ya reducido a polvo de Chopin. Las almas de los amantes, en efecto, tienden a hacerse una sola, y la identidad "un cuerpo, un alma" no deja de ser un dogma simplista. Podemos asimilar los puntos de vista mentales de otras almas; haciéndolo, corregimos y mejoramos nuestro sentido de la realidad.
Para Douglas R. Hofstadter nuestras mentes son "máquinas de representación universal", y esta capacidad de simulación, de imitación simbólica, nos permite absorber experiencias y creencias ajenas mediante la empatía: la virtud más admirable de la humanidad, a juicio del científico norteamericano. Podemos asumir los deseos de otros, sentir sus anhelos y frustraciones, asumir sus deseos, estremecernos con sus temores, formar parte de su vida, fundirnos con su alma...

Pero esa dispersión en los demás tiene un límite si no queremos perdernos a nosotros mismos. También el exceso de empatía o de gregarismo produce locura. Si dejamos que nuestro cerebro esté demasiado poblado por otros "yoes", nos perdemos a nosotros mismos, si las otras voces son demasiado fuertes, hacen peligrar la propia identidad, la destruyen o la esclavizan.

En el artículo de Emma Riverola que antes comentaba: "La hipermnesia y Facebook", la autora se preguntaba si, al no haber recibido la dosis habitual de soledad , al vivir en un mundo aparentemente hiperconectado, no resultarán nuestros hijos más vulnerables al sombrío y temible ataque del gregarismo...
Cuando veo a esas masas narcotizadas y anestesiadas en torno a la hoguera tribal del botellón, ensuciendo el mundo, viviendo de noche y durmiendo de día, alejados del sol que hace crecer las plantas que nos alimentan, saltando al "tono" que les marcan las operadoras de telefonía móvil o los anuncios de coches, adorando el becerro dorado de la Heineken o el J&B, no puedo sino pensar que ya no nos enfrentamos a un caso de vulnerabilidad, sino a una herida mortal, una herida mortal de nuestra civilización estéril y consumista, despilfarradora y drogada.
Se ha reducido drásticamente la vida interior y la densidad anímica de quienes conjuran en la redes sociales el fantasma de la exclusión o llenan con esa simulación de relación, con ese sucedáneo del amor (una creación poética que exige también su soledad), su inmenso vacío íntimo. Algunos, los menos, sienten la nostalgia del espíritu, o se aíslan más gregariamente aún en sectas destructivas, en poses y esteticismos trasnochados.

En este mundo lleno de ruido y de vanas pompas publicitarias, disuelto por la velocidad, dominado por el glamour de la Vanidad y el trono de los Siete Pecados Capitales, los espacios de aislamiento resultan preciadas perlas exóticas, raros ámbitos de lucidez, calma y sobriedad. Uno estaría tentado a huir a un monasterio remoto, a un eremitorio serrano, da igual que sea budista o cristiano, si aún sus obligaciones familiares no le comprometieran.
Uno se debería de imponer una larga dieta de silencio, de vez en cuando, para poder volver a oír voces sinceras, voces cargadas de sentido, en sonora soledad.

No hay comentarios: