Hace cosa de diez años (si el tiempo puede considerarse "cosa"), tal vez más años, entretuve mi convalescencia causada por un desprendimiento del cuádriceps discutiendo sobre la relevancia de los mitos con Jesús Zamora Bonilla, docto filósofo, economista y escritor de excelentes novelas, relatos que jamás podrán ganar un premio Planeta, ¡gracias a Dios y a su talento! Como buen neopositivista, Jesús prefiere la ciencia casi en exclusiva, hasta descreer casi absolutamente de relatos sagrados, o eso piensa él. Se reconoce amigo de los mitos (filomithos), pero le gusta ayudar a la gente para que sea consciente de que son, precisamente, mitos. Hace bien.
Le estoy muy agradecido a don Jesús (exdecano de filosofía de la UNED), doblemente, pues pude contar con su palabra, no sólo en los trinos de la red social llamada entonces Twitter (mejor que X), sino en el XIII Congreso de la AAFi en Úbeda, que tuve el honor de dirigir y al que acudió solícito y sabio. El caso es que he echado atrás en la línea del tiempo (the timeline de X) para hallar mis argumentos de entonces sobre el mito, o sea, sobre el relato edificante, la leyenda ejemplarizante, la alegoría, la antaño llamada "historia sagrada": cuentos, parábolas y fábulas con que todas las culturas mecen sus cunas infantiles, como declaró el poeta León Felipe.
El curioso lector puede leer una conferencia (Jaén, 2002) que publicó El Búho --revista digital de la AAFi-- sobre "La sabiduría de los cuentos", en la que sostuve que, además de cuerpos, y como memorias conscientes, somos realmente cuentos, puesto que "cuento" --o "relato", si usted prefiere-- puede llamarse nuestra biografía (que no hay que confundir con nuestra biología), es decir, esa memoria que nos identifica y a la que ponemos nombre propio y mayúscula: lo que creemos que somos y nos contamos que somos a nosotros y a los demás, Rosa, Omar, Juan, Carmen..., es un relato. La hermenéutica moderna ha puesto énfasis y análisis en esta idea del alma humana, en la importancia constructiva del saber narrativo, también la publicidad y la propaganda política sacan fruto de este hecho psicológico: que nos construimos como cuentos y que la imaginación tiene en ello un papel trascendetal.
Los mitos son importantes y valiosos, y no sólo porque nos guste caer en el dulce señuelo de los sueños... Quiero decir que, además de ser un consuelo, por ser arte y entrañar esperanzas, conforman nuestro ser anímico, educan y aclaran nuestro destino en relación a aquello de lo que ni habla ni puede ni debe hablar la ciencia: el principio y el final, el alfa y el omega, el bien y el mal, lo que alegra y entristece, el sentido o sinsentido de la existencia.
Digo que los mitos aclaran, pero también podría decir que nos abren al misterio, pues refieren a la realidad simbólicamente. Hay mitos perfectamente absurdos, como la maternidad de una Virgen o la resurrección del hijo de la diosa Pavani con cabeza de elefante. ¿Meras fantasías? ¿Cuentos de viejas? Más que eso. Ya valdrían si sólo fuesen tesoros conservados por las memorias de las abuelas, ¡qué más quisieran muchos nietos que haber tenido abuelas que les contasen cuentos tradicionales antes de ir a dormir!
| Ganesha, dios indí de la inteligencia |
También las utopías son cuentos que motivan políticamente, para bien y para mal, mitos fallidos de la razón, estimulantes proyectos de felicidad compartida. No recuerdo si fue Wilde quien dijo que poco valdría un mapa del mundo que no recogiera el brillante país de Utopía... El mito no es sólo el mundo del significado que hemos dejado atrás, sino la Jerusalén celestial que debemos contruir, el Paraíso terrenal al que debemos regresar, la Gloria prometida al justo, el eterno retorno de lo mismo, la Comunión de los santos, etc.
Aristóteles no se equivocaba cuando definió al filósofo como ὁ φιλόμυθος, el amigo de los mitos, recordaba seguramente el ejemplo de su maestro Platón, que los había utilizado para hacer imaginable lo inteligible, creando alegorías que todavía hoy reinterpretamos como relatos significativos para la formación del espíritu: La caverna, El mito de Er, El anillo de Giges, El carro alado, etc. Una de las utilidades de la "ciencia inútil", o sea de la Filosofía, es precisamente interpretar razonablemente lo que se expresa incoativamente en el mito como propuesta de reflexión, pues la inicia. Es la función que los antropólogos llaman "etic", frente al "emic" de la literalidad del relato. Función imprescindible porque el fundamentalismo integrista puede llevarnos a la locura sectaria de quienes se prohiben las transfusiones de sangre ya que tal práctica aparece en las leyendas de su "libro sagrado" como actividad "impura". Ya Averroes insistía en la lectura inteligente de los textos míticos, frente la lectura vulgar o literal. No le hicieron caso, y así le va al Islam, convertido en cierta medida, inquietante y avasalladora, en fanatismo sangriento.
Otra utilidad de la filosofía, digamos "deconstructiva" (por no decir "destructora de hipótesis", como llamaba Platón a la Dialéctica), es la crítica del mito, de todos los mitos, incluso de aquellos que no se perciben como tales, verbigracia, en la actualidad, ese del "progreso tecnológico" que nos tiene estresados y atados a los artefactos y a los monitores, o ese otro que niega la realidad biológica y dimórfica del sexo humano...
Toda religión es un imaginario simbólico, un depósito de alegorías mitológicas, una trama de analogías y metáforas, una nebulosa de relatos tan telúricos y enraizados en nuestra condición terrenal y animal como en nuestra ambición celestial y anhelos ultramundanos. El mito se resiste a sus "deconstrucción" porque es infalseable, ¡precisamente por no ser científico!, de modo que sólo puede ser combatido con otro mito. No hay modo seguro de demostrar que exista Dios, pero tampoco que no exista Dios, o los ángeles. Algunos mitos cientifistas, como el de la gran explosión (Big bang), se exhiben hoy para combartir el relato de Dios Padre. Por cierto, conviene recordar que el principal proponente de la idea inicial fue el sacerdote católico y físico belga Georges Lemaître en 1927. Mito contra mito, pasa lo mismo con leyenda que casi diviniza a Hernán Cortés, su opuesta es la Leyenda negra que lo trata de genocida: rosa contra negro, negro contra blanco, la epopeya heroica contra la desublimación obligatoria, y viceversa.
El mito del Big bang, expresión que acuñó despectivamente Fred Hoyle, es hoy nada más y nada menos que el modelo cosmológico dominante. La importancia del relato es enorme y trágica, porque los mitos nos configuran, porque con ellos interiorizamos el proceso social de comunicación como identidad diferenciada, un yo particular, religioso, nacional, deportivo, intelectual... Los mitos formalizan almas, identidades sin las cuales nos sentimos inseguros, como si fuéramos nadie o nada valiésemos. Kostas Axelos aludía a nuestra esencia artificial y biográfica mediante una breve fábula: En una playa mediterránea, los padres de un centauro contemplan a su hijo que corretea por la espuma de las olas, saltando alegre por la orilla. El padre se vuelve hacia la madre y le pregunta: "¿Debemos decirle que es un mito?".
¿A qué edad debemos desilusionar a nuestros hijos revelándoles que los niños no los trae una cigüeña de París y que los Reyes Magos son los padres? Porque los mitos movilizan: el héroe troyano, el caballero cristiano, el Che revolucionario, el Atlas emprendedor, el ecologista aventurero... Por suerte y por desgracia es también el mito fuerza viva que justifica privilegios, desigualdades sociales, deberes, obligaciones (Malinowsky), porque todo mito conlleva una carga emocional considerable. Ese es su poder sobre la masa, que destila experiencias psíquicas comunes, experiencias reales o fantásticas, ilusiones, esperanzas, ideales mezclados con temores, filias mezcladas con fobias (ambivalencia de los sentimientos).
La frontera o distinción entre logos y mito, que enseñan los profesores de filosofía en las escuelas, es porosa, borrosa y en gran medida arbitraria. Grandes ideas que pasaron por científicas se revelaron mitos con el cambio de paradigma epistémico, como el del éter, quinta-esencia de la que, según la física aristotélica, estaban hechas las estrellas "eternas". Tal fue el caso del Psicoanálisis, que pasó por ciencia y hoy se nos ofrece sobre todo ,como repertorio de mitos literarios: el complejo de Edipo, el de Electra, etc., incluso se transfigura en una mística comunicada a los iniciados por abstrusos maestros mediante una jerigonza esotérica o una vanilocuencia obscurantista.
Los mitos admiten nuevas versiones, se maridan unos con otros como un conglomerado heredado de diversas fuentes, judeo-europeas, greco-romanas. La Virgen cristiana absorbe advocaciones paganas propias de la Gran Madre, Atlas deviene San Cristóbal... Por eso el pansexualismo freudiano y ateo puede acabar hibridando con mitologías orientales y budistas hasta producir nuevas religiones "new-age", que a su vez hallan su crédito en política y alcanzan valores de cambio en el mercado o en la vasta literatura de autoayuda. Más que adhesión o reprobación, todos los mitos merecen análisis, examen crítico y cierto desdén irónico, humorístico.
| San Cristóbal (Dibujo de IA Gemini) |
La "obscura propensión al mito", que decía padecer mi tocayo el poeta Gil de Biedma, parece acentuarse con la edad. Aristóteles reparó en ello. Los abuelos nos volvemos más amigos de los cuentos todavía que los filósofos, especialmente las abuelas, que en todas las edades sacaron partido de las fábulas con moraleja... Y es que cada poética desarrolla su propia mitología: luna lorquiana, claro de bosque zambraniano, río de Jorge Manrique, laberinto borgiano... Los críticos hablan de mitologemas, es decir: motivos estructurantes o símbolos capitales de tal o cual autor, que podríamos incluso elevar como categoría a los "eones" estéticos concebidos por Eugenio D'Ors y que obran como principios constructivos de lo barroco o de lo clásico... Casi todas las épocas celebran poéticamente el mito de la belleza efímera de la rosa y advierten de su muerte pronta (el mito o lugar común del Carpe diem)... Los mitos pueden ser también interpretados como tópicos, útiles como presupuestos de argumentaciones retóricas: la grandeur francesa, la gracia de la bailarina gaditana, la codicia del catalán, la pereza del andaluz, el racionalismo obtuso del alemán, etc..., son mitos, positivos o negativos, eficaces como generalizaciones arbitrarias en discusiones sofísticas.
La misma superioridad del hombre, esa supuesta dignidad que nos hace merecedores de derechos y sujetos de obligaciones, incluso cuando no estamos en condiciones de cumplirlas (el bebé, el anciano), ¿es otra cosa que el co-relato de la especial creación del humano organizada por Yavé o por Zeus? La dignidad humana sólo admite justificaciones mito-poéticas. Y de ellas dependen, nada menos, que el respeto universalizable a los derechos humanos, único límite que impide que caigamos en un relativismo anómico del todo vale o del nada vale, es decir, en brazos del nihilismo autodestructivo.
Como vio Kant, tales justificaciones son imprescindibles y racionalmente exigibles en la práctica, y van por delante como empentas de la razón en su uso ético. Es esa libertad creadora asociada a la irrealidad asombrosa del mito lo que nos eleva por encima de la simple animalidad. Se trata de una justificación irreal (como diría Enrique Pajón), esto es, ideal pero verosímil y creativa, que a veces demanda garantía de antigüedad y santidad.
El pensamiento mágico y el mito tienen un gran valor biológico porque asocian emociones, imágenes, ideas, bajo la tiranía del deseo y bajo el imperio de las pasiones. Los mitos son algo más que meras leyendas. Hay cuentos con fondo de religión y religiones con fondo de cuento. Malinowski explica que el mito es una pragmática carta de validez de la fe, ingrediente vital de la civilización humana, laboriosa y activa fuerza y, desde luego, razonablemente interpretado, sabiduría moral.
También ciencias hubo y hay con cara de mito, incluso infernal, como "el demonio de Laplace", símbolo del determinismo más extremoso, feo e irresponsable. La misma consigna de desmitificación universal en nombre de la ciencia es un mito. Por consiguiente, su valor es también un peligro. Como se ha visto históricamente, el mito anarco-rusoniano del buenismo fraternal propone merienda campestre y vegana, pero acaba en gulag, en tormenta y aullido.
Por eso cabe y es de agradecer la superación epistemológica del mito. Nadie en su sano juicio puede sostener hoy el terraplanismo sin dar muestras con ello de una obcecación insensata; nadie debe hoy pretender que la mujer está necesariamente "impura" durante la menstruación, dando a esta impureza un valor mágico que nada tiene que ver con la higiene y sí con el desprecio machista a las funciones biológicas del sexo femenino.
La explicación científica manda al mito de vacaciones. Explicado, desencantado. Hay quienes piensan que con ello pierde el mundo su belleza... ¡No necesariamente! La misma ciencia añade belleza y misterio al mundo. Además, son las cosas las que admiten explicación; las cosas se explican, pero cuando tratamos con "personas" (esos mitos éticos), todo se complica. El mito no explica; hace algo más relevante: representa, expresa, orienta, conforma, consuela, ilumina, advierte... ¡y más peligroso!, porque también motiva, ilusiona, divierte, distrae, emociona, inflama, hipnotiza, subyuga, seduce... En función de fines loables se puede caer en lo más abyecto. En nombre de la igualdad o de la libertad se han comentido crímenes abominables. En cualquier caso, no es casualidad que "la maga Diotima" revelase a Sócrates secretos fundamentales sobre el Eros "en el tono ligero del mito".
Las filosofías de la sospecha o teorías de la infraestructura y la superestructura, que pretenden explicar la cultura como reflejo de la produccion o de la reproducción, como mero espejo más o menos deformado de relaciones sociales de poder, reducen lo superior y hermoso del ente al mito de una violenta tragedia animalesca, sea por compulsión hedonista, conato sexual o lucha de clases. El vitalismo nietzscheano, el economicismo marxista y el pansexualismo freudiano son reduccionismo inaceptables, cuando no se convieren en el lecho de Procusto de ideologías totalitarias.
El horror, la nostalgia, la esperanza, la vergüenza, el miedo..., tales son las especias con que se adoba el relato simbólico que expresa su mejor forma en la tragedia antigua o en la novela moderna. Toda poesía propende al mito, la realista lo acompaña, melancólica o angustiada en su caída. Es el desasosiego del descreimiento de Fernando Pessoa; una duda doble pues añade al "no sé nada" de Sócrates el "no sé si sé algo" de Francisco Sánchez el Escéptico, que es como la duda de la duda con que ironizó el maestro Juan de Mairena de don Antonio Machado. Mairena animaba a sus escuchantes a esforzarse por imaginar, en lugar de lo que está mal, lo que está bien, y en lugar de lo bueno, lo mejor. "Y partir siempre de lo imaginado, de lo supuesto, de lo apócrifo; nunca de lo real", la cuestión es ir de la poética a la filosofía y de la filosofía a la poética, "de lo uno a lo otro, en esto como en todo" (JdM, XXIII).
Más nos vale profundizar en la razón del mito para disfrutar de su lección. Si no lo hacemos, despreciamos también el mito de la razón.
"Donde no hay dioses, imperan los demonios" --decía Novalis.
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