A Pilar Delgado Prado, retratista de crepúsculos.
La misma causa puede engendrar efectos contrarios.
Normalmente, el atardecer tranquiliza. Cumplidas las faenas del día, los cuerpos se preparan para el descanso, pues cada día tendrá su afán. Sin embargo, los cuerpos son diversos. Cae la tarde y el autillo se despereza, el murciélago estira sus alas, igual que la falena, su presa y alimento.
El poeta oye un aullido que baja del monte boscoso. Está compuesto por una multitud de gritos discordantes, son víctimas del ocaso cómplice y de la agravante nocturnidad de cualquier aquelarre. Lúgubre consonancia, como la de la marea que te alcanza o la del temporal que despierta a fogonazos del sueño. Un siniestro ululeo nos llega del manicomio, que ha perdido su nombre.
Dice el poeta que el crepúsculo excita a los locos. Y es también buena hora para todo tipo de depredadores, incluidos los fulminadores de liebres y conejos que no los comen. Recuerda el caso del amigo que enfermaba a esas horas de luz ambigua. Le vio arrojar a la cabeza del metre un excelente filete en cuyos nervios creía haber visto el dibujo de un jeroglífico insultante. Rememora el vate el caso de otro amigo que se volvía sombrío, provocativo, cuando faltaba la luz solar, porque el crepúsculo despertaba en él ardorosos deseos de quiméricas dignidades.
(No parecía que el poeta tuviera mucha habilidad eligiendo amistades).
No obstante, para el poeta las refrescantes tinieblas de la noche preludian una fiesta íntima. Los fulgores rosáceos que se arrastran por el horizonte como agonía del día y últimas glorias del Poniente imitan para la artista todos los sentimientos complejos que luchan en el corazón humano en las horas más solemnes y significativas de la vida. También ve en el crepúsculo, aunque no todos los días, el maravilloso vestido de ciertos bailarines, en el que las lentejuelas sobre el luto simulan ser titubeantes astros, oro y plata, sobre la seda en tinta de la noche.
Ya ha pasado el tiempo de la berrea. Cansada y satisfecha por la caza, observa Artemisa el trote espantado de un macho con el rabo entre las piernas; el último sol dora y embellece los ocres rubios y sienas tostados de su pelaje. Nada es tan nítido como su huida.
“Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor” –dejó escrito el poeta.
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