domingo, 4 de marzo de 2018

CAVERNA

Silueta de Luisa et al. en la gruta de la Latomía del Paraíso.
Siracusa (Sicilia) 2007

De chico soñaba despierto que escarbaba una gruta con mi amigo Salcedo. No muy grande. Suficiente para guarecerse, para hacer vida íntima en ella. Y en esa dulzura de techo convertido en manta me acunaba, amodorrado hasta dormirme. Pensé luego que tales sueños serían síntomas de un instinto inconscio, de un atavismo cimentado en lo que Jung llamó el inconsciente colectivo, los restos del impulso hacia un comportamiento propio de edades pretéritas cuando la humanidad sobrevivía cavernícola. Todavía no me conducían los pasos del hábito, sino algo más antiguo, imperioso y entrañable.

La foto que ilustra esta entrada es de la llamada "Oreja de Dionisio". Ese fue el nombre que le dio Caravaggio a esta gruta recordando que Dionisio I, tirano de Sicacusa, cuñado del amigo más íntimo que Platón mantuvo y cuya muerte lloró y cantó (Dión), encerró aquí a los prisioneros atenienses después del desastre militar en que los embarcó el populista cínico Alcibíades..., sí, el niño bonito de Sócrates. La cueva era una cantera en que los prisioneros atenienses cumplían trabajos forzados. Todas las piedras que adornaban los edificios públicos y privados de Siracusa salían de estas "latomías".

Cuenta la leyenda que el tirano oía desde su palacio las voces y quejas, suspiros y quebrantos de los condenados, gracias a las condiciones acústicas del lugar. Es muy verosímil que Platón las visitara con su amigo Dión. Vintila Horia recrea este hecho en La séptima carta (1964), donde novela la vida del más grande de los filósofos. Y es probable que dicha visita del divino ateniense, hace más de dos mil cuatrocientos años, fuese la inspiración de la más famosa de las alegorías de la Historia de la Filosofía: la Alegoría de la Caverna (República VII). 

Tras la muerte de Sócrates, la Filosofía se vio tan amenazada que Platón quiso buscarle un reino. No pudo fabricárselo en Siracusa. Sus relaciones con Dionisio acabaron fatal. Platón fue vendido como esclavo y salvó su vida de milagro. Para que la Filosofía pudiese sobrevivir tenía que tomar el poder y edificar una ciudad que no transigiera ni con las mentiras ni con las apariencias, ni con los apetitos ni con la codicia y el libertinaje de los poderosos. Una ciudad que se ajustara a la voluntad de los más sabios. La razón tenía que volverse edificante para construir una Ciudad del Sol, una Ciudad de la Luz, o sea, un Estado donde imperasen la Verdad y la Justicia y, de paso, su resplandor sensible, la Belleza.

El filósofo es esa extraña criatura que abandona la seguridad de la caverna, el espectáculo incesante de los estereotipos en que suena el hilo musical de los prejuicios y de la opinión pública, arrebatado hacia la luz y convertido del todo al Bien. Esa criatura a la que sus paisanos, a cambio de su revelación, sacrifican cuando regresa de la realidad ideal, sin entender su generosa intención de compartir lo que es justo, bueno y verdadero, ¡como si hubiese querido comerles el coco en lugar de devolvérselo!

Así soñó Platón con un Estado que nos librase para siempre de la caverna, de la tribu y su redil, un Estado que fuese sobre todo Escuela luminosa.


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