lunes, 29 de marzo de 2010

Derechos

Siempre he preferido la ética de las virtudes (hábitos saludables) a la de los valores; de modo análogo, siempre he preferido las deontologías, es decir, las lógicas de los deberes y obligaciones, tan profesionales, a la retórica de los derechos, tan publicitada por los políticos.
Admitido el dictamen vitalista de que la muerte de Dios no es otra cosa sino el fin de los valores absolutos, me parece portentosa la credulidad de quienes, negando a Dios, sostienen dogmáticamente la "existencia" de los derechos humanos. Siendo así que éstos serían algo que todos tendríamos per nos, de modo innato, sin tener que ganárnoslos ni esforzarnos por merecerlos, incluso sin asumir las obligaciones de respetar los derechos ajenos.
¿Por qué una hormiga, un sapo o una "mala hierba", de esas que invaden los campos de dalias, no tienen "derechos" y los humanos sí, incluso si son peores que las malas hierbas o carecen del todo de la senbilidad para los encantos de las dalias? ¿No son ellos también, el gusano, el sapo o la encina, seres vivos, hijos del azar y la necesidad, de la recombinación genética, la adaptación al medio y el férreo principio de causalidad?
La concesión o el reconocimiento de derechos inalienables está bien, supone el reconocimiento de la superior dignidad del hombre, o sea, del universo moral: de la culpa y del misterio. Lo cual supone a la postre el reconocimiento de la trascendente superioridad del bien común, del bien absoluto, o sea, de Dios. Éste puede ser trascendente o inmanente, estar más allá de la realidad o confudirse con la Naturaleza, eso da igual.
La cuestión principal es la afirmación de la superior dignidad del Ser sobre el No-ser. De ahí el derecho de lo que hay a permanecer. Pero en esa apuesta subyace un acto de fe, una preferencia por el Ser y su Salvación. ¿Por qué, si no, va a ser preferible vivir que estar muerto?
Todo esto se expresa alegóricamente en los relatos según los cuales Dios crea al humano a su imagen y semejanza. El humano es superior a los animales porque se parece a Dios. Niéguese dicho parecido, dicha superioridad o dignidad basada en lo divino del hombre, y todo el tinglado humanista, y humanitarista, se nos viene abajo, todo el tinglado de los "universales derechos humanos" se hunde como un castillo de naipes sin ese plus metafísico, inteligible pero no sensible.
En el fondo de la filosofía de los derechos humanos, hija de la Ilustración, está el pilar secularizado de la divina providencia, en la forma de confianza en el progreso. Se confía en la capacidad del humano para proyectar y trascenderse, para llegar a ser más de lo que es, para superarse, en una palabra, para divinizarse.
La filantropía, el amor a lo humano, no se sustenta por sí mismo. Caín es tan humano como Abel; Judas es más humano que Jesús, la mezquindad y la voluntad aniquiladora son tan consustanciales al género humano como la simpatía o el erotismo; y la historia está tan plagada de progresos y conquistas, como de regresos y errores, tan poblada de héroes como de víctimas inocentes.
Si pensamos en el ser humano como un objeto científico, el amor al ser humano no es más que un estorbo para la exactitud de la comprensión y el entendimiento del fenómeno humano. Entonces no hay más "derechos" que los valores vitalistas: salud, fuerza, belleza, inteligencia..., en nombre de los cuales se puede desheredar de derechos a los enfermos, los débiles, los tontos o los feos, esto resulta tan perfectamente natural como inmoral. Y ésta fue sin duda una consecuencia terrorífica de la exaltación atea de la vida, en nombre de esta exaltación vitalista del "superhombre" se cometieron en el siglo pasado horribles genocidios. Los seres humanos, objetivamente, son casi nada, agua, carbón y sales minerales, parásitos de las plantas, primates asesinos, predadores crueles. Lo que vale es su proyección trascendente, hacia atrás o hacia adelante, esencial o proversiva, que desciende del Paraíso o se dirige al Olimpo.
Para nosotros, sólo una vida que reconoce su origen misterioso y aspira a divinizarse es digna de ser vivida. Y esto no tiene nada de natural. Para ser más de lo que somos resulta socorrida e imprescindible la metafísica. La bondad no es un fenómeno natural, sino una virtud ganada con esfuerzo, hija de la educación y las buenas costumbres. Exige elección, sí, pero también entrenamiento. Y exige, sobre todo, un referente superior, un modelo de perfección más allá de este mundo al que podamos considerar Padre o Destino, siquiera remotamente.