jueves, 30 de agosto de 2007

Azar

Casualidad, suerte, fortuna, acaso, ventura, suceso, accidente. Tantas maneras de llamar a lo que no se espera y tan difícil de establecer su naturaleza.

Los supersticiosos apenas creen en el azar. En un mundo de señales, mensajes, avisos... resulta frívolo, superficial, afirmar la casualidad. Nada sucede "por que sí", nada es fortuito. Sin embargo, a pesar su lógica geométrica, los supersticiosos también creen que existe. Sólo que se arman un barullo mental, una confusión de órdago, y terminan por imaginar que incluso el azar está determinado, o que siendo indeterminado forma parte de un sistema causal, lo cual significa que a la postre también está constreñido por leyes deterministas.

Los científicos, en cambio, y aunque parezca paradójico, están en el bando opuesto. Como saben estadística tienen el dato que son muchas las coincidencias fortuitas; muchas más que lo que el vulgo supone. Cuando un tirador de cartas o un fanático del Tarot mencionan una sugestiva "coincidencia", ellos, los científicos, sonríen como si estuvieran con un niño de parvulario y se disponen a escuchar esa clase de "coincidencias" que, cualquier estudio estadístico de primer curso, demuestra que no son tales. Ellos no ignoran que el azar ha metido la cuchara en la sopa determinista y aquello que parecía "significativo" no es otra cosa que una jugada de la suerte. Cara o cruz, por donde caiga la moneda, no indica nada ajeno, ya que ambas tienen igual oportunidad en la tirada. Incluso aunque salgan varias del mismo lado, no hay razón para sospechar. Si la moneda no está trucada, el azar se disfraza, muchas veces (más de lo que supone una mentalidad a-matemática) con una máscara determinista.

Personalmente soy un creyente del "azar". Me gusta esta posibilidad que nivela todas las prepotencias. No hay dinero que valga, ni gobierno que se menee, frente al caso fortuito. Ningún país está libre del azar, generalmente en su faz menos agradable; asimetría que los sociólogos contemplan con fruición. También ninguna persona debería organizar su vida de tal manera que el azar fuera definitivamente expulsado, como posibilidad.

Creo que es mejor ver la botella 'medio llena' que 'medio vacía', por lo tanto tiendo a pensar que el azar es básicamente benigno: una fuente de sorpresas y regalos; no una pesadilla que acecha en cualquier vuelta de una oscura esquina.

Mi "mejor foto", sin ir más lejos, es el resultado del azar. Sentado en el patio interior de una cafetería (también librería), sentado de puro cansancio y sin esperar absolutamente nada, de pronto una señora y una niña (quizá madre e hija) se sientan en el banco de enfrente y se quedan calladas. Cada cual sumergidas en sus propios pensamientos.

Gracias a todos los Dioses que protegen a los fotógrafos, llevaba conmigo la, en ese entonces, inseparable Contax. Así que aproveché para sacar una foto que ni las alertó ni las sacó de su ensimismamiento armónico.

Luego, al verla en papel, me di cuenta que era una gran foto. Esa clase de imágenes completas y que pueden estar años delante de uno, sin cansar. Aquí tendría que aclarar que los gustos, como se sabe, son muy íntimos, y que nadie tiene porque coincidir con mi juicio. Yo acepto que para los demás una foto así sea sosa, o que no diga nada; pero para mi dice mucho. Habla de cosas que uno ve, cuando duerme, y que no se pueden describir sin parecer tontas, cuando uno se despierta. Una fotografía de esta clase no es una fotografía cualquiera porque no todos los días uno puede fotografiar un ensueño. Por eso se sacan muy pocas en una vida; a veces... no se tiene suerte y no se obtiene ninguna.

El azar actuó y yo estaba allí para celebrarlo. Otras veces uno está allí para lamentarlo. No hay regla fija. Pero el universo sin él sería diferente. No habría forma de escapar, los grandes siempre ganarían y los viejos siempre se aburrirían. Desde aquí, y en silencio, elevo una oración hacia el Azar que si bien no ha creado nada es, en su indeterminación, una gran esperanza para todos los no creyentes.

Azar

(Azar o el otro nombre del diablo)

En una ciberlista filosófica, Sandra escribió:

«Quizás podríamos decir que el azar absoluto no existe, sino que cada plano, cada nivel, puede tener su propio azar.»

Si cada nivel determina su propio azar, entonces no hay azar en absoluto, sino órdenes de probabilidades.

Recurramos al argumento de autoridad: "Dios no juega a los dados". La conocida frase de Einstein admite una interpretación puramente epistemológica, al lado de otra teológica. La palabra árabe 'az-zahr', o 'al-sâr', significa precisamente un juego de dados que, al parecer, los cruzados inventaron en Palestina. ¡Qué casualidad, precisamente en Palestina! En esa tierra sangrante pueden matarte más fácilmente que en cualquier otra, hoy mismo, una bala perdida que se pagó con dinero de Wall Street.

El término "azar" es vulgarmente equívoco.

En el sentido de "lo imprevisto" o "lo imprevisible"... El surrealismo exploró lo que Breton llamó "el azar objetivo", que viene a ser casi la negación del azar como casualidad, pues en "lo imprevisto", por ejemplo en un encuentro memorable con el amor, en el hallazgo de un objeto singular para el deseo, en el descubrimiento azaroso del otro, se nos revelaría precisamente lo más esencial de nuestra existencia personal. A este respecto, recomiendo El amor loco, y la descripción del encuentro y los paseos del poeta con Jacqueline Lamba.

Azar en el sentido de "lo no explicado o inexplicable". Parece evidente que la ciencia se construye precisamente contra el azar. Crece como un globo, ganando para su volumen de fórmulas, explicaciones y descripciones, lo formulado, lo explicado, lo descripto, el terreno que conquista a lo incógnito. Calcular el azar, por ejemplo en términos de probabilidades estadísticas, es resolverlo o disolverlo. En este sentido, nos parece que es fruto del azar el fenómeno cuya complejidad causal no podemos inducir ni predecir como suceso. Llamamos casualidad, simplemente, a la causalidad desconocida.

El significado de "azar" puede ser abstraído metafísicamente: la incertidumbre aleatoria de ciertos acontecimientos: el "efecto mariposa", la nariz de Cleopatra, el grano de arena en el uréter de Cromwell (Pascal)... Nos estremecemos ante la posibilidad de que causas diminutas puedan tener efectos pavorosos, históricos, biográficos y vitales tan considerables como la bola de nieve que resulta de la acumulación provocada por el grito de admiración o euforia del alpinista, acontecimientos capaces, por ejemplo, de acabar con uno o muchos mundos, en un accidente automovilístico o en el incendio -imprevisto por Cesar- de una magna biblioteca, la grandísima de Alejandría.

Nuestro conocimiento es de tal condición que, inevitablemente, los acontecimientos desprovistos de finalidad la adquieren en cuanto les atribuimos significación simbólica: la guerra y la ambición desmesurada matan la verdad contenida en los libros, etc. Desconocer el poder antropomórfico del símbolo, aun del más abstracto, es incurrir en una candidez epistemológica considerable. No hay explicaciones absolutamente objetivas, sólo explicaciones más o menos abnegadas, verosímiles, adecuadas al objeto, verdaderas. Probablemente sea esta la intuición fundamental del famoso "principio antrópico" de Stephen Hawking (v. Historia del Tiempo). Sólo podemos explicar científicamente el universo como si todos sus acontecimientos estuvieran encadenados necesariamente para producir dicha explicación. El azar entonces no es más que "lo mecánico que se comporta como si tuviese una intención" (Bergson).

Más sutil (más francesa) todavía resulta la concepción de Cournot. El azar no sería sino una especie particular de causación, aquella que resulta de la combinación o del encuentro imprevisibles de acontecimientos pertenecientes a series mutuamente independientes, elementos que se llaman por eso mismo fortuitos o resultados del azar, como la teja que cae y descalabra al peatón, sea éste culpable o inocente, delincuente u honrado, joven o viejo. El resultado se identifica con el factor trágico de la vida, imponderable, con el oscuro destino, con el sino funesto, con la moira o el ananké que inspiraron los grandes sueños literarios de los griegos. Por eso me ha gustado llamar al Azar "el otro nombre del Diablo" (por supuesto se trata de un ropaje fantástico, mítico, y como tal lo empleo con propósitos clarificadores y didácticos). La propia concepción de la independencia de las series causales no tiene mucho que ver con la perspectiva holística, universalizadora, abstractiva, específica de la filosofía.

La tendencia filosófica no puede sino matar al diablo. Tal pensamiento nació precisamente de la crisis del Azar, del descrédito de la arbitrariedad divina. La ciencia y la filosofía nacieron sustituyendo a Caos por Kosmos; y al Azar, por el Logos. La concepción "gaseosa" ("gas" viene del griego 'Chaos') del universo derivó hacia una explicación sustancial, más segura. La suposición de que parte la historia de nuestro conocimiento científico es francamente optimista. Nietzsche lamentó por ello que la filosofía -y todavía más la ciencia- exterminase la visión mito-poética y caótica de la realidad que era propia de la sabiduría trágica (de Sófocles y Esquilo). No es el Orden sino el Azar, precisamente, el que dispone todo para que Edipo, aun contra lo verosímil y contra su voluntad, mate a su padre y se acueste con su madre. Tal concepción de la existencia resulta palpablemente inmoral o, si se quiere, amoral.

-¡Tate! -objetará el romántico con voluntad de sátiro- ¿por qué va a ser la naturaleza moral?

-¡Pues también lo es! Yo soy la prueba -añadirá el Sentido Común (cada vez menos común, me temo).

La historia del hombre ha de ser para un naturalista, precisamente para un naturalista, un fenómeno natural, y la moral un epifenómeno del (re)sentimiento, o mejor será decir, de la reflexión evolutiva y diversificadora de ciertos sentimientos: amistad, simpatía, empatía, sentido del orden, buen gusto, etc.

Como se sabe, Heisenberg llamó azar a otra cosa, a la imposibilidad de aplicar a los fenómenos atómicos el determinismo clásico. Muchos han insistido en que el famoso Principio de Incertidumbre no es más que un determinismo refinado, que resulta sólo de la indeterminación de nuestros medios de conocimiento. Otros extienden la noción de incertidumbre al propio fondo de la naturaleza...

Pero, entonces, hablar de leyes del azar resulta un retruécano insoportable para quien ostente una mentalidad medianamente lógica, a no ser que restrinjamos el azar a mera probabilidad.

Tal vez la filosofía sólo pueda aportar aquí un análisis riguroso del sentido de lo que decimos cuando empleamos la palabra azar como sujeto u objeto de nuestro pensamiento, un análisis que escapará por vocación al azar mismo.

Cordial y premeditadamente, no al azar.

martes, 28 de agosto de 2007

Libertad

En Kant la libertad está necesariamente vinculada al hecho de ser yo causa suficiente de transformaciones. La libertad no puede ser sino la libertad de un sujeto. Ahora bien, esas transformaciones pueden ser explicadas por motivos. En las antinomias de la CRP, Kant aborda el "misterio de la libertad" por primera vez. ¿Fue el problema de la libertad el que despertó a Kant de su "sueño dogmático"?

Para K no es la voluntad (la naturaleza en nosotros) la quintaesencia de la libertad, sino el deber. Libertad es el triunfo sobre nuestra naturaleza pulsional. Cuando este deber tiene la fuerza de producir un querer, entonces triunfa en nosotros la cosa en sí que somos en cuanto seres morales. AUTONOMIA significa que el deber tiene suficiente fuerza para producir un querer, por sí mismo.

2. La libertad no es algo dado, no es un atributo real del hombre. No ha sido regalada a éste, ni puede ser concedida por el Estado o la sociedad, salvo en su aspecto meramente formal, como posibilidad o ausencia de constricción externa, para que los hombres lleguen a ser libres. La libertad que concede el Estado es puramente negativa, como ausencia de esclavitud, servidumbre, censura, etc.

La libertad la va ganando el hombre en su quehacer en la medida que se constituye un carácter personal, una segunda naturaleza, la pálida llamita de eso que se ha llamado espíritu. La capacidad de decir(se) no.

El hombre no es libre, libre es lo que el hombre puede llegar a ser en un tiempo infinito. Por el contrario, uno nace absolutamente dependiente, porque somos efectos, productos naturales. La verdadera libertad es conquistada por uno mismo como un bien moral, metafísico. Ese uno mismo es la libertad: un centro de regulación consciente de las actividades y las costumbres.

Podemos decir el hombre es libre, pero ello sólo expresa la posibilidad de que sea causa de sí. Desde luego, se trata de una posibilidad real y no meramente lógica. Libertad es poder decidir lo que uno quiere, independencia o control de la gana propia.

3. «Estamos olvidando que la capacidad de aplazar la gratificación es el fundamento del desarrollo de la inteligencia y del comportamiento libre. Walter Mischel ha estudiado la resistencia a la compulsión como predictor del nivel de inteligencia» J. A. Marina. El laberinto sentimental, Barna. 1996, pg. 48.

Erich Fromm escribió en 1974 "El hombre, ¿es perezoso por naturaleza?", texto en el que se encrespaba contra la idea de la pereza innata del hombre. Le parecía una excusa inventada por los tiranos. "Si hay jefes e instituciones que quieren dominar al hombre, su arma ideológica más eficaz será convencerle de que no puede confiar en su propia voluntad y entendimiento".

El automenosprecio -añade Marina- es el comienzo de la sumisión. Esto ya lo sabía Sócrates. Por eso nos recomendó en el Lisis que no ensalzáramos al amante antes de haberlo cazado. Pero al fatuo también se le puede dominar mediante el halago.

4. Creerse absolutamente libre es tan peligroso como creerse un efecto de las circunstancias. Somos relativamente libres. Esto significa, paradójicamente expresado, que sólo somos libres para crear nuestra propia jaula. Algunos serán enterrados con ella puesta.

lunes, 27 de agosto de 2007

Escalera

La escalera es una herramienta sencilla que probablemente fue usada antes de inventarse. El hombre primitivo debe de haber encontrado diversas series de escalones naturales que le sirvieran para subir o bajar en la dirección deseada.

Como la mayoría de las herramientas tradicionales, la escalera es, también, un símbolo con mucha miga. Se la relaciona con ideas de ascensión (lo que parece obvio) y de comunicación con jerarquías de otro nivel (algo también previsible). Osíris, el dios egipcio, era denominado también: "el que está en lo alto de la escalera". Uno puede imaginarse el espíritu del mortal ascendiendo lentamente para enfrentarse al dios radiante. En mi caso, en mi historia particular, la escalera estuvo durante los primeros años de mi vida asociada a la seguridad; ahora, con el paso de los años, el significado ha ido rotando insensiblemente para representar incomodidad y algo que, si no se necesita urgentemente, mejor dejarlo para otro momento. ¡sic transit gloria mundi!

Todos los niños tienen pesadillas; luego éstas desaparecen en la vida adulta, y si aparece alguna nunca es tan terriblemente vívida. Yo recuerdo que, en esos años de sueños angustiosos, siempre buscaba una escalera para escapar, y si la encontraba ¡sentía que estaba salvado! Siempre huía hacia abajo, nunca hacia arriba; y lo hacía a gran velocidad, volando casi. Esto, por supuesto no era otra cosa que una transposición literal de mis experiencias diurnas.

En esa época recorría la escalera de la casa de mis padres (3 pisos antiguos, con una escalera de marmol, en caracol y muy empinada) y lo hacía corriendo, saltando de escalón en escalón de tal suerte que apenas tocaba el bordillo. La misma velocidad de caída me mantenía en equilibrio (según lo recuerdo) y sólo necesitaba deslizar la mano izquierda por el estrecho pasamanos de madera para lograr la dirección correcta. Supongo que si, en un momento de duda, hubiera perdido esa guía me habría estrellado contra la pared o habría caído en forma descontrolada. Pero los niños no dudan, no tienen miedo, y la velocidad les da seguridad en vez de quitársela. Ningún adulto era capaz de alcanzarme si jugaba a perseguirme; y a mis 8 o 9 años me sentía tan seguro como un impala trotando en la sabana delante de pesados leones. Esa experiencia era tan fuerte y repetida (lo hacía siempre que podía) que luego, en mis pesadillas, la tenía a mi disposición para dejar a los monstruos nocturnos con un palmo de narices, rugiendo impotentes sin poder atraparme. Y además aún la recuerdo con gran placer.

La mente, a partir de sus experiencias, teje su propia novela. Los sueños ilustran y aunque está pasado de moda examinarlos, sigue siendo tarea estimulante. Por lo que he visto a todos los niños sanos les gustan las escaleras; aunque ignoro si aparecen en sus sueños como un ámbito de libertad. Supongo que la perciben como una prótesis que les permite situarse a la altura de los grandullones y mirarlos directamente a los ojos, o mejor aún, observarlos desde arriba.

Una escalera es una herramienta simple, pero que abre nuevos mundos. Incluso en mi biblioteca, modesta en su altura, cuando subo por la escalera que me ayuda a alcanzar los últimos estantes, percibo mi estudio de otra manera. Me gustaría verme así trabajando, pero no he alcanzado aún la bilocación, así que me conformo con ver desde el nuevo ángulo el lugar donde trabajo y pienso.

En otro libro que consulto leo que, en los misterios de Mitra cada escalón (eran siete) de su escalera estaba construído con diferentes metales. El primero era de plomo, y ya podéis imaginaros de que sería el último (cada escalón aumentaba la nobleza del metal y la calidad del esfuerzo). Muy arriba se alzaban las pirámides mayas y aztecas con sus numerosos escalones de piedra labrada. En lo alto los sacerdotes mostraban los corazones arrancados y el espectáculo debía ser sobrecogedor. Y no falta, tampoco, el símbolo de la escalera en la organización secreta o semisecreta más famosa de Europa: la masonería.

Si uno conservara el ánimo juguetón de la primera infancia, más la autonomía que dan los años, sería creativo llevarse una modesta escalera portátil cuando vamos de paseo. Detenerse en algún lugar, y desde arriba mirar al mundo y a su devenir. Incluso sentarse en el último escalón y, con las piernas colgando, observar a la gente que va y viene ocupada en sus labores. Creo que comprendo a Simon, el estilita, que se subió a una columna y que se quedó años allá arriba. El mundo desde arriba parece menos peligroso, casi como una casa de muñecas. La mirada convencional tiene también su altitud convencional. Subir unos escalones hace milagros.

viernes, 24 de agosto de 2007

Humildad

"Afirmar que podemos ser racionales no es afirmar que podemos ser infalibles" (Hilary Putnam. *Razón, verdad e historia*, 1981)

La pequeñez del humáno contrasta con su inmensa vanidad. Somos una especie que se nombra a sí misma 'homo sapiens sapiens', proclamándose dos veces sabia, y no sabemos siquiera si nuestra especie prefiere en general, antes que el poder, la sabiduría. No tendríamos que sentirnos demasiado culpables por todo esto... Me refiero a lo que no podemos evitar, a lo que padecemos inexorablemente. Porque dicha soberbia es constitutiva: no seríamos lo que somos de no haber comido del árbol de la ciencia del bien y del mal. Si no hubiésemos deseado ser como dioses, si no hubiésemos sentido la tentación del endiosamiento, no habríamos sido expulsados del dichoso alelamiento de las bestias. Peregrinos natos, escaladores históricos, nuestro destino es añorar un paraíso al que no podemos volver y un Cielo que no podemos alcanzar, un cielo del que, sin duda, procedemos sustancialmente.
No somos nada: una promesa, o tal vez sólo una esperanza. Y sin embargo, en las raíces de lo propio late un motor tan extraño y formidable que parece sobrehumano, también en la vasta sombra de la noche sentimos el firme aliento de una formidora bestia, en cuya piel titilan manchas de luz y fuego. El que tiene oídos, los pone y oye. Quien memoria conserva, recuerda. El que espera lo hace porque siente a su ser más fuerte que a su nada. Por eso el San Jorge de Esperanza mata siempre al dragón de Angustias.
No sabemos lo que fuimos, tampoco lo que seremos, si somos algo aparte de nuestra condición material y sus facultades formales, o si somos algo a parte de nuestras facultades formales y su condición material. Nuestro origen evolutivo explica el mecanismo, mas no su orden ni su función. ¿A qué tanta metamorfosis adaptativa? Si no somos más que un animal, ¿por qué no nos conformamos con serlo? ¿De dónde esa fe con que exigimos ser tratados como personas? El mismo animal que ruge y tiembla en nosotros -bacteria, célula, anfibio, reptil, ave, rata, mono- es algo más que cosa. La misma planta, que también crece y se marchita en nosotros, despega de la Tierra, huye de ella, con nostalgia de su primer origen: Polvo de estrellas.
¿Por qué no vamos a poder soñar con que ese refugio que nos ofrece la tierra no sea más que una pasajera derrota? Me recelo que hoy no nos dejan soñar, precisamente porque soñar es gratis.
La modernidad receló con razón de la humildad. Ya los averroístas repitieron con noble orgullo intelectual la lección del Filósofo: no es justo ni virtuoso menospreciarse, lo excelente es una autoestima medida, consciente. Dieron con sus huesos en la cárcel por haber pensado eterno su mundo y por haber creído en la Razón antes de tiempo, distinguiendo su verdad de la Verdad. Triunfó, al fin, el orden frío de la Razón matemática, legisladora, aunque la Razón ilustrada reconoció también sus límites, lo hizo a costa del corazón. Kant limpió a la ética de todos sus momentos estéticos y vinculados al sentimiento (Gadamer, *Verdad y método*, I.I.1.).
Tampoco hay motivos para despreciar el poder de la ilusión, la verdad del arte. El mismo esfuerzo por conseguir una postura razonada y racional es en esencia algo progresivo e infinitamente perfectible. La verdad es que la verdad no sólo depende de nuestra idea de lo bueno, sino también de la imagen que tengamos de ello.
Pero el contemporáneo ha hecho del temible poder transformador de su ciencia el canto de un gallo privilegiado, el ditirambo de una subjetividad hipertrofiada, genial y ciega para todo lo que no sea ofrecerse a sí misma como espectáculo. Ese gallo canta sobre un montón de estiércol y una barbaridad de famélicos o enajenados. En nuestros lares cableados y monitorizados, la Internacional Publicitaria adiestra a domicilio legiones de supermanes, dispuestos a consumir la galaxia en una orgía crepuscular y exclusiva. La ignorancia hercúlea y atrevida, el narcisismo soberbio e informal, no adivinan el poder que los trasciende, ni se inclinan ni se rebelan, como debieran, ante él. No ascienden desde su ser particular hacia lo espiritual para reconocerse parte limitada de ello. No temen porque no saben; no saben porque no sienten; no sienten porque no están pendientes de otra cosa más que de su propia ansiedad de poder y de bienes.
Paradójica virtud la de la humildad, desaparecida en cuanto se la nombra, echada en falta en cuanto superamos escaseces y miserias.
Todo humanismo pierde el juicio, el "tacto", el sentido común, el "corazón", todo humanismo pierde hasta la vergüenza, el buen gusto y el decoro, en cuanto pierde de vista el hecho incontestable de que no hemos nacido para crear desde la nada. Nuestro poder es siempre un préstamo; nuestra falibilidad, manifiesta. Ni siquiera somos señores de nuestra propia casa. Ni siquiera mandamos en nuestra mente. La facilidad que tenemos para engañarnos a nosotros mismos ha sido tan manifiesta en la historia como el poder de la mentira.
Sólo podemos cantar la gloria del Creador y rebelarnos. Hagamos una u otra cosa -o las dos, como solemos- el éxito será siempre dudoso; el porvenir, muy incierto.

Fruslería

Vivimos rodeados de fruslerías, esas cosas que, según Maria Moliner, tiene el significado de "chuchería, cosilla, friolera, futesa, insignificancia, nadería, pequeñez, simpleza, tontada, tontería." Bagatelas que provocan una sangría a veces considerable al bolsillo y que muestran los caprichosos que seguimos siendo una vez alcanzada la adultez.

Pero nuestra calificación de las bobadas es también muy elástica. Los padres suelen calificar de esta manera las serias preocupaciones de sus hijos, mientras los abuelos suelen mostrarse mucho más comprensivos. Y a la vuelta de los años la mayor parte de nuestros "logros" no parecen otra cosa que "cosillas" que uno hizo en vez de dedicarse a las verdaderamente importantes. Pero no nos vayamos por las ramas; en esta entrada me refiero básicamente a las cosas materiales; aquellas que se muestran en los escaparates y deslumbran nuestros ojos y ciegan nuestra razón (cuando ésta existe, claro)

Las mujeres eran tradicionalmente las mayores consumidoras de estas fruslerías (a juzgar por los autores tradicionales; la mayor parte hombres, naturalmente). En esta época el consumo se ha democratizado y abarca ambos géneros de la especie humana y bien podría decirse que la producción de "tonterías" mueve fortunas y permite el desarrollo de grandes naciones. Veáse si no, el caso de China.

A la postre ¿que es lo que verdaderamente necesitamos? ¿con qué podríamos vivir cómodamente y sin lujos innecesarios y engorrosos? ¿No está el así llamado "mundo desarrollado" sumergido en una montaña de fruslerías tan absurdas como costosas?

Viendo un programa de televisión sobre la basura y sus problemas en EEUU uno se da cuenta de la enormidad del consumo de esta clase de productos. Y por otro lado, mientras movemos la cabeza asintiendo a quién nos comenta criticamente el espectáculo, no dudamos, a renglón seguido, de contribuir al gasto general con nuestra cuota de gastos caprichosos.

Si esto es así, llevamos el apetito por las cosas inútiles grabado a fuego en nuestros genes. En cierta forma sucede igual que con el sexo. Con períodos del año dedicados a la faena, como en el caso de la mayoría de los animales, sería suficiente para mantener y hacer crecer la especie; pero no, tenemos sexo todo el año y además hacemos lo posible para incentivarlo, como si no hubiera otras cosas interesantes de que ocuparnos. Pues bien, el apetito de fruslerías es inmanente a la especie también.

Sólo los desastres naturales o humanos hacen que ese deseo disminuya. Entonces una manta vale más que un televisor panorámico y una botella de agua limpia más que una sortija de diamantes. La civilización se achica y lo elemental brilla con luz propia. Viendo la humanidad doliente uno puede darse cuenta de cuantas cosas inútiles aspiramos a tener por qué sí.

jueves, 23 de agosto de 2007

Historiar

Existe un documento médico que recibe el sugerente nombre de: "historia clínica". En él se nos pregunta sobre achaques pasados de cierta entidad, operaciones quirúrgicas, minusvalías sobrevenidas, etc. También para encontrar empleo se utiliza una encuesta parecida (aunque se le denomina "curriculum" por aquello de establecer una diferencia con la anterior y para indicar que lo importa no son los males sino lo que de útil el pretendiente ha hecho). También el psicólogo, como profesional, es afecto a recolectar episodios pasados buscando antecedentes de los problemas de su paciente. En otros casos sucede (y pienso que toda persona más tarde o más temprano lo intenta) que el sujeto se de a la afición de "historiar" su pasado; no con ánimo terapéutico, laboral o político, sino para entender su vida, o quizá para justificar su estado actual.
En ese último caso la tarea es caótica. Más allá de los olvidos (y las omisiones deliberadas) la cuestión central se plantea en la organización de lo acontecido: ¿qué destacar? Qué sucesos estuvieron preñados de consecuencias y cuales fueron inanes en una sucesión ininterrumpida.
¿Podría ayudarnos la teoría histórica, la de la gran "Historia", en nuestra minúscula búsqueda?
Edward Raymond Carr, el conocido historiador y ensayista británico, escribió hace mucho tiempo algo sobre el tema:

"En 1850, en Stalybridge Wakes, un vendedor de golosinas era deliberadamente golpeado hasta la muerte por una muchedumbre enfurecida, tras una disputa sin importancia. ¿Es ello un hecho histórico? Hace un año hubiese contestado que no sin vacilar. Lo había recogido un testigo ocular en ciertas memorias poco conocidas; pero nunca vi que ningún historiador lo considerase digno de mención. hace un año, el Dr. Kitson Clark lo citó en sus Conferencias Ford en Oxford. ¿Confiere esto al dato el atributo de histórico? Creo que aún no. Su situación actual, diría yo, es la de que se ha presentado su candidatura para el ingreso en el selecto club de los hechos históricos. Se encuentra ahora aguardando partidarios y patrocinadores. Puede que en años sucesivos veamos aparecer este dato primero en notas a pie de página, y luego en el texto, en artículos y libros acerca de la Inglaterra decimonónica, y que dentro de veinte o treinta años haya pasado a ser un hecho histórico sólidamente arraigado. Como también puede que nadie lo mencione, en cuyo caso volverá a sumirse en el limbo de los hechos del pasado no pertenecientes a la historia, de donde el Dr. Kitson Clark ha tratado generosamente de salvarlo" (1)

Siguiendo el mismo razonamiento podríamos considerar un hecho personal como histórico (en el sentido de "historia personal") si el sujeto o algún profesional que lo requiere (por ejemplo su médico) lo consideran relevante en sus consecuencias. Comer una fabada hace veinte años, pongamos por caso, en un reunión familiar... no es relevante, no es un hecho histórico; a menos que de la ingestión susodicha se haya derivado una indigestión con consecuencias que sí son memorables. En estos casos tenemos el problema no menos peliagudo de remontarnos en la cadena de los hechos hasta su causa primera. Algo que es muy difícil de establecer, sino imposible.
Estas reflexiones me llevan a concluir que los problemas para clasificar los hechos en la pequeña historia del individuo son más difíciles de resolver que los hechos históricos de una comunidad (aunque más no fuera que un pueblo pequeño). En ambos casos se necesita del recuerdo y mejor aún si existe documentación, pero la historia de las comunidades humanas es mucho más variada y siempre cabe la posibilidad de que cualquier hecho (incluso trivial) sea encumbrado a la memoria pública por obra y gracia de la necesidad colectiva de tener una “Historia” propia. En cambio en la historia personal no es habitual esta manera rebuscada de afirmar o confirmar la identidad. Por lo menos en la mayoría de los casos, aunque quizá peque de simplista ya que es habitual en las personas mayores una reflexión no pedida sobre su vida pasada. ¿Necesitan los individuos, al igual que los pueblos, inventarse un pasado significativo?
En cualquier caso, tal como sugiere el autor citado los hechos, en si mismos, no llevan adosados ninguna etiqueta que permita clasificarlos:

"... ¿Qué será lo que decida cuál de ambas cosas ha de suceder? Dependerá, pienso yo, de que la tesis o la interpretación en apoyo de la cual el Dr. Kitson Clark cite este incidente sea aceptada por los demas historiadores como válida e importante. Su condición de hecho histórico dependerá de una cuestión de interpretación. Este elemento interpretativo interviene en todos los hechos históricos" (ibid)

Se me ocurre que si aceptáramos conscientemente lo que de hecho hacemos sin saberlo… podríamos darle un poco de más sal a nuestro aburrido pasado. Incluso ofrecer datos sorprendentes para competir en la dura lucha por la vida.
Pongamos por caso que uno está en trance de confeccionar un “currículum” (ese documento que puede determinar por si mismo un cambio importante en nuestra vida) ¿por qué no incluir, como dato significativo, el hecho de que cuando pequeño, fui un apasionado lector de los libros de Emilio Salgari? ¿No puede haber alguna relación de causa a efecto entre esas lecturas infantiles, donde los piratas arriesgaban su vida para conseguir un cuantioso botín, y nuestra responsabilidad actual para encarar tareas comerciales o administrativas? ¿Quién puede negar con rotundidad que esas tempranas lecturas infantiles no han estimulado tanto nuestra imaginación como formado nuestro carácter para empresas posteriores? Por qué no ampliar nuestro curriculum explicando que en la juventud uno trajinó las humosas salas de billares nocturnas, hasta que cerraran las puertas ¿Quizá demostraría nuestro temprano interés para comprender las relaciones físicas entre sólidos y las consecuencias que éstas tenían en los humanos participantes? Una experiencia que normalmente no atinamos a rememorar en las antesalas de un cazador de talentos.
En realidad es imposible demostrar que no existan efectos importantes de hechos hoy subestimados por la teoría psicológica. En el futuro, estoy persuadido, se reconocerá que toda la vida del sujeto es una estructura donde cada pieza juega un papel clave y por esta interpretación cobrará más relevancia lo que ahora juzgamos nimiedades.
Dejamos constancia, por lo tanto, que la exploración del pasado no es tarea de ociosos sin mejor cosa que hacer. La Historia nos fortalece, si está adecuadamente diseñada (lo que implica, siempre, un poco de imaginación y benevolencia simultáneamente). Con palabras de Montaigne: “Quién recuerda los males que ha sufrido, aquellos que lo han amenazado, las livianas circunstancias que lo han hecho pasar de un estado a otro, preparase así a las mutaciones futuras y a la asunción de su condición”.

Nota:
(1) E.H.Carr(1961) : "Qué es la historia",. Editorial Planeta-Agostini, Barcelona, 1984, Tit.Orig: "What is history?", London. , pag. 16.

miércoles, 22 de agosto de 2007

Enojo

El enojo, la ira, el odio pueden considerarse como emociones naturales, o sea, como respuestas supervivenciales a estímulos físicos, pero también como pasiones y como sentimientos más o menos refinados, hasta sofisticados, incluso como esquemas motivacionales complejos, asociados a ideas, representaciones u otros sentimientos. Somos tan complicados en lo sentimental como en lo racional, si no más. La facultad para construir vínculos emocionales complejos es tan propia de nuestra especie como la racionalidad, y mucho más antigua. Y las emociones, incluida la rabia y el asco, constituyen el resorte de la acción, de la atracción y la huida, el apego y el rechazo, porque asignan un valor a las actividades y regulan su energía. Damasio, Goleman y otros, no han hecho más que desarrollar las viejas máximas de la patrística: no podemos conocer lo que no amamos, igual que no podemos amar lo que de algún modo no conocemos.

El odio, la cólera o el enojo no han de ser necesariamente considerados como "bajas pasiones". Esto ya lo sabía nuestro gran escolástico Melchor Cano (1509-1560): "Queriendo, pues, hablar de la ira... digo que si la tomamos por un subimiento de sangre o de cólera al corazón, ni es meritoria ni desmeritoria, ni pecado ni virtud" (Tratado de la victoria de sí mismo, VI). Ninguna pasión es en sí misma ni buena ni mala, todo depende de qué la motive, de en qué invirtamos su fuerza o de qué hagamos con su energía. Todo depende de nuestro consentimiento... "cuando ahí sobreviene con el consentimiento el deseo de venganza, a la hora se comete la culpa, salvo si el tal apetito no fuese reglado de la razón, que entonces la saña se llamaría celo" (Ibidem). Habría que tomar el enojo por bueno y loable "si alguno se ensañase contra sus mesmos vicios, y se castigase porque los cometió" (Ib.) Por eso, la educación moral es ante todo la dirección de los sentimientos, del placer y del dolor, hacia un cierto orden, el que cada sociedad, o la humanidad en general, estimen preferibles. La misma agresividad que nos vuelve destructivos puede hacernos magníficos jugadores de ajedrez o perfectos ejecutivos de ventas. Es mejor "hincarle el diente" a un problema que a una hermana, pero puede que el motivo en ambos casos tenga la misma base bioquímica, hormonal, glandular... Aquí es donde no podemos pedir responsabilidades más que si suponemos libertades y decisiones libres, lo que significa un centro de control metafísico, espiritual, incluso independiente de los prejuicios epocales. Aunque el piloto de la mente tenga una base física y cerebral, actúa como el barón de Munthausen, se saca a sí mismo del lodazal, con caballo y todo, tirándose de los cabellos.

Ni siquiera el amor es bueno per se, más bien diríamos usando un adjetivo zubiriano que su bondad es respectiva; ni el odio es intrínsecamente perverso. "Nada tenemos que sea verdaderamente nuestro salvo el amor, si el amor no es bueno, nada de lo que tengamos será bueno, y si nuestro amor es bueno cualquier cosa que tengamos será buena" (Ramón Sibiuda. Libro de las criaturas, III). El amor puede ser bajo e imbécil, indigno y sórdido, brutal, cruel, bajo, morboso... "perdemos nuestro amor cuando se lo damos a quien no debemos dárselo" (Ibidem), y hay odios perfectamente justificables y hasta trágica y dolorosamente hermosos, porque hay personas y comportamientos moral y objetivamente, odiosos. Igual que hay una "santa indignación" o una "santa ira", hay una justa intolerancia, la que puede sentir el pueblo ante un atropello sistemático de sus derechos y de su dignidad, o ante la impunidad reiterada de asesinos y ladrones...

Como siempre, la naturaleza no es en sí misma ni buena ni mala, somos nosotros los que, a veces, elegimos hacer lo que menos nos conviene, lo que menos nos perfecciona... Por otra parte, el maniqueísmo es muy peligroso, psicológicamente está aquejado de proyección e identificación (cree el ladrón que todos son de su condición y ve sublimadas en el protagonista sus mediocres tendencias). El mal y el bien se dan en lo moral mezclados, combaten en cada uno de nosotros a cada instante. El bien no depende de que recarguemos las tintas de un sentimiento, sino de que lo equilibremos con otro. No hay persona tan abyecta que no contenga alguna actitud loable, ni persona tan perfecta que no haya hecho en su vida el ridículo moral o tenga buenos motivos éticos para avergonzarse de algunas de sus obras. Nuestro ser moral es precario, de ahí el interés moral de la plegaria bien concebida, la voz "plegaria" connota etimológicamente precariedad. Reconocer nuestra imperfección, nuestra dependencia del Demon interior, es una socrática condición de la sabiduría. Pero también dependemos de circunstancias exteriores. Aunque no podamos evitarlas, podemos apropiárnoslas. Ortega cifró en este esfuerzo toda faena moral.

Enojarse con el mal es lo más conveniente. Alegrarse con el bien es lo mejor en toda circunstancia. Aristóteles resumió el objetivo todo del proyecto educativo. La educación moral de las personas depende directísimamente del modelamiento de los sentimientos y del control racional de las pasiones. El equilibrio, la armonía emocional, muestran el aspecto psicológico de la justicia.

Las pasiones nos pueden destruir, pero también pueden ser consideradas como un inestimable, un imprescindible estímulo para la creatividad y la inteligencia. Nada grande puede hacerse sin pasión (Hegel). También el enojo puede inspirar invenciones admirables.

lunes, 20 de agosto de 2007

Conversación

"No sólo ha de ser aliñado el entender: también el querer, y más el conversar"
Baltasar Gracián. Oráculo manual


Algunos de nosotros nos dedicamos profesionalmente a la educación, pero esa importantísima misión, que sin remedio debemos recomenzar con cada generación, es responsabilidad de todos. Los maestros pueden hacer muy poco si no son respaldados por los padres, por los políticos, por los Medios de comunicación. La voluntad mueve; pero el ejemplo arrastra.
Como educadores de oficio, los profesores no merecemos ninguna devoción temerosa o supersticiosa. Además, debemos dar cuenta y razón pública de cuanto hacemos. Sin embargo, resulta imprescindible el respeto y reconocimiento a la dificultad, competencia e importancia de la labor que desarrollamos, pues en la educación de sus niños y jóvenes se juegan los pueblos su futuro. Un pueblo que menosprecia a sus maestros está condenado al desastre.
El compromiso con la educación implica una decisión enérgica a favor de las más nobles ambiciones de la cultura: la consecución de la verdad (objetivo científico), la realización de la justicia (meta ética y política) y la representación de la belleza (orientación estética). Aunque estas "cosas" no sean cosas, y sólo existan como ideales o metas regulativas, la creación cultural y la instrucción educativa es impensable o carece de vigor si no las postulamos como aspectos trascendentes del bien común, del bien que pretendemos promover en el alma, en la mente o en el cerebro (inteligencia y voluntad) de las nuevas generaciones. Las imágenes religiosas o la idea de lo divino expresan diáfana y emotivamente el sentido de estos importantes valores, o sea, la fe en la salvación del hombre y la confianza en su futuro.
El valor que le damos a estas nobles ideas y el papel que juegan en nuestra vida cotidiana transparecen en lo que hacemos y en lo que hablamos. El lenguaje es la auténtica casa del hombre. Las palabras son el instrumento esencial del pensamiento y la comunicación, y el principal factor de humanización y civilización...
Por ello, en nuestra conversación diaria debiera resplandecer en todo momento el respeto a la dignidad del otro, y no su despersonalización. ¿Cómo respetar lo que no se hace nombrar propiamente, como respetable? "Tío", "tronco", "enano", "monstruo", "subnormal"... los jóvenes no usan los nombres propios, se tratan y se dejan tratar a patadas, como cosas, como instrumentos. ¿Cómo puede extrañarme que alguien se caliente quemándome viva, tras hacer con mi alma o mi cuerpo astillas, si me dejo llamar "tronca"?
En nuestras palabras se manifiesta el tratamiento que nos damos y puede también manifestarse cotidianamente el amor a la verdad, la confianza en la vocación espiritual del hombre, y en fin, la gracia y las bellas formas; en vez de la grosería, la ramplonería, la procacidad, la violencia o el mal gusto. Practicar verbalmente la amabilidad no es muy distinto de ser amable.

Lo que somos y aspiramos ser se manifiesta todos los días en lo que hacemos con el idioma. Las palabras tienen un mágico poder sobre nuestra vida más íntima, sobre lo que pensamos y sentimos: promueven sentimientos, buenos o malos, pueden representar, conmover, consolar, motivar, provocar, halagar, engañar, deprimir o herir, como dardos envenenados...
Educar de verdad, contagiar valores en la instrucción, empieza por esforzarnos en hablar mejor, cuidando con mimo ese habitáculo simbólico de signos, conceptos, juicios, razonamientos y versos, en el que deben madurar las mentes y los espíritus. Pues la Palabra nos labra en su seno, como si fuera Dios.

Diario

En cualquier parte del mundo la gente lee el diario de la misma manera. Esto no es raro, si se piensa que hay pocas alternativas (leer cabeza abajo o de costado, resulta muy trabajoso) ¡Sería interesante saber si existen diferencias apreciables más que en la postura, en la cabeza del lector!

A priori me inclino por pensar que deben registrarse importantes discrepancias desde la perspectiva de la nacionalidad, la raza o la religión. A estas probables diferencias habría que agregar, para mayor complejidad, las que surgen del universo mental de cada lector.

Esta variedad de reacciones surgen de la gran oposición que existe entre la realidad y la que imaginamos al leer un texto.

Pienso, por ejemplo en Winfried Georg Sebald, escritor ya desaparecido, quien solía acompañar sus escritos con algunas fotos de los lugares que relataba. En "Los anillos de Saturno", describe una melancólica playa del sudeste de Inglaterra, totalmente desolada; más al volver la hoja la encontrarnos fotografiada y sufrimos una fuerte desilusión, un choque. ¡Qué contraste entre la costa imaginada y la que vemos! Ese páramo era otra cosa en nuestra mente: más dramático, menos trivial.

Tales cosas me llevan a pensar que las mejores ciudades visitadas son las que uno recorre con la mente. Quizá debería recomendarse a la gente que divida sus viajes en dos claros tramos: el primero, de simple recolección de sensaciones... y el segundo, mucho más interesante, donde se cierran los ojos y afloran los recuerdos con sus emociones. Esta segunda parte sería el viaje real, el mejor por supuesto. Cómo ciertos alimentos, para saber mejor no deben comerse frescos.

Volviendo a los diarios, me temo que en muchos casos su lectura no deja nada, ningún recuerdo, ninguna emoción. La experiencia semeja al sueño producido por el opio u otra droga narcotizante. Al doblarlos y dejarlos sobre la mesa flotan algunos restos en la memoria; imágenes aisladas, fragmentos de titulares, algún hecho destacado... Al principio, cuando se lee, la información es clara, pero rápidamente se degrada no bien se la pierde de vista. Como el lector de diarios no "estudia" lo que lee, no vuelve atrás para comparar ni toma notas de lo llamativo, avanza progresivamente hasta la consumación del rito y cada nueva información, cada foto, cada columna con sus comentarios, se van integrando en una nube colorista que cosquillea en la conciencia, como las burbujas de esas bebidas carbonatadas tan populares.

No obstante su futilidad, o quizá por ello, la lectura del diario suele ser una "droga poderosa" que crea hábito. Conozco personas que si no empiezan el día con una lectura del diario, no se sienten cómodas; algo les falta para sentirse normales. Y hay otras que necesitan del diario de los domingos, normalmente engrosado hasta extremos cómicos, para darse cuenta que realmente están al fin de la semana.

En realidad es un hábito inocuo que no debería criticarlo ya que a nadie enferma y además mantiene cientos de puestos de trabajo de gente inteligente. No obstante origina un efecto algo inquietante: la inmensa mayoría de los lectores "de diarios" creen, con la fe del carbonero, que por esta acción banal y semiconsciente... se mantienen perfectamente informadas sobre la marcha del mundo. El delirio (así lo defino por su poca conexión con la realidad externa) llega a tal extremo que para algunos lo que no ha sido publicado en "su" diario o no existió, o su importancia es nula.

Naturalmente nada saben, pero al perder la conciencia de su ignorancia han añadido a ella un factor de estabilidad y solidez fruto de la confianza del que "cree" saber. Y así anda el mundo, cada vez más desinformado de lo esencial pero conociendo hasta el detalle todo lo que por capricho de los medios resulta publicado.

Algunos opinan, con cierta depresión, que existe un elemento demoníaco en el consumo de la información (cada vez más degradada). ¡Este sí que es un vicio moderno! Vicio que no podría existir sin nuestras comunicaciones casi instantáneas. Gracias a ellas lo que sucede en ciertos países es más interesante que lo que sucede en otras partes. Una señora se despierta cierto día y decide cortarle el pene a su amante. Si el episodio ocurrió en Nueva York tendrá plana mundial, si sucede en Ghana, sólo se enterará el gato de la casa que recibirá ración extra. El criterio es elástico. No se trata que lo que pasa tenga relevancia (según los especialistas de la cuestión), sino simplemente que suceda en el lugar y momento oportuno. Dicho consumo es inagotable y nunca se sacia; cuanto más, más se quiere. No existen límites biológicos, ni psicológicos al consumo de información basura. Si uno no se auto limita, después de un diario puede venir otro, y luego una revista, y luego otra, y luego la televisión, y en el coche la radio, y así de seguido. La información se realimenta de sí misma, y resulta frecuente que un medio reseñe a otro ("El diario tal ha publicado tal reportaje donde..."). Cazar noticias es fácil y barato porque cualquier cosa se convierte en ella si resulta publicada. La noticia es lo que se publica, no lo es antes de publicarla (antes está en estado de materia virtual, transparente e informe).

Para los humanos de épocas antiguas la información era vital para subsistir. En siglos pasados, menos comunicados, la información seguía siendo importante y también era fuente de poder en un universo pequeño y estático. Ahora la información publicada siempre entretiene pero excepcionalmente importa. Ya no sirve para nada pero ayuda a conversar; proporciona un tema neutro, alejado de las propias penas. Además, y como resto arqueológico de épocas pretéritas, el que las comenta parece algo más ilustrado que el que no las conoce. Sucede como el que tiene libros en un estante, están ahí, por estética, pero el visitante tiene la impresión de que en la casa hay "cultura" (Hojeando revistas de decoración percibimos que ya ni siquiera son necesarios como iconos. La gente termina dándose cuenta que algo que no se usa puede siempre ser reemplazado por algo más bello o impactante).

Los diarios son la señal de una sociedad industrializada; dentro de poco tendremos otras señales más actuales. Pero difícilmente comprenderemos mejor lo que sucede. La tecnología permite rediseñar nuevos árboles, con líneas llamativas, que, como siempre, cumplirán su importante misión de ocultar el bosque.

viernes, 17 de agosto de 2007

Camino

"Muy a menudo es fácil reconocer una ventaja, pero saber lo que se ha de hacer con ella es otra cosa." P.H Clarke

Todos conocemos los caminos; permiten ir de un lugar a otro. Ellos se forman cuando la gente recorre el espacio. No hay manera de evitar su creación (no sólo los humanos los crean, también los animales). Gran parte del dinero de una civilización se invierte en diseñarlos y mantenerlos. Los caminos comienzan su progreso cuando son empedrados y luego, con los siglos, forman rutilantes autopistas adornadas con toda clase de señalizaciones. Los caminos indican que hay vida. Si hay caminos existe alguna clase de inteligencia en el entorno. Por supuesto yo no comparto la idea que únicamente los humanos gozamos de esa facultad.

Ciertos caminos son invisibles, como los que recorren los aviones. Rutas que no se ven, pero ahí están. Un alma ingenua podría pensar que los aviones van por donde quieren. No, van por donde deben. Hay senderos en el aire solidamente trazados y el salirse de ellos ocasiona trastornos que el piloto debe conocer. No obstante las pistas celestes no están restringidas al quehacer humano; los pájaros recorren en sus migraciones anuales también sus rutas. Los observadores de aves lo saben (al igual que los cazadores) y se apostan en lugares específicos para verlas pasar.

El fenómeno es recurrente. Al principio se puede ir por cualquier parte, más tarde aparecen senderos y las personas, en su ajetreo, dan forma a un nuevo camino. Los animales también prefieren sus propios caminos, incluso en los insectos se observan pautas en su andar de apariencia tan anárquica; senderuelos poco llamativos que responden a circunstancias vitales que a nosotros pueden parecernos insignificantes; confundidos por la pequeñez de estos individuos.

Cavilando sobre la cuestión pronto uno descubre otra suerte de caminos, igualmente invisibles. Algunos los llaman hábitos, otros "tendencias", pero en la práctica son verdaderos caminos por donde fluye la actividad cerebral con igual intensidad que en las avenidas de una gran ciudad. Hay, en la mente (entendiéndola no como una entidad mística sino como lo que hace el cerebro) rutas muy trilladas, calles céntricas y concurridas; y hay otras que sólo se recorren en momentos especiales: son callejuelas solitarias que constituyen los suburbios del espíritu. El precepto antiguo "conócete a ti mismo" debería ser releído, para mayor precisión y guía de los humanos, como "conoce los caminos principales de tu mente; y no pierdas de vista los secundarios". Esta tarea cartográfica es indispensable aunque perfectamente postergable. Casi siempre lo urgente está por delante de lo importante.

Sin un mapa de nuestros caminos mentales toda interpretación de la conducta es cándida y todo propósito fortuito. Y como este mapa casi nunca existe, ni tampoco el deseo de construirlo, la mayoría de nuestros planes tienen un carácter aleatorio que preferimos no pensar. Nos gustan ciertas cosas, evitamos otras, y unas terceras nos producen francamente asco. Estas orientaciones y fobias obligan a las carreteras de la mente a diseñar inesperadas curvas, a entrar en viaductos subterráneos, a crear caminos sin salida (aunque ello se ignora porque tampoco se recorrerán hasta el final). El sujeto se siente libre y cree, al igual que el ingenuo que cito más arriba, que puede ir en cualquier dirección, como los aviones; y como ellos tiene un camino prefijado hasta el detalle.

Cada sensación, idea, emoción o pensamiento habitual se mueve por un camino construido. Cada vez que algo realmente nuevo se intenta se necesita rediseñar un circuito mental; lo que no quita que existan, en apariciones inesperadas, pensamientos extraños, fuera de ruta. Aparecen como intuiciones repentinas, como fantasmas al borde del camino. Serían perturbadores sin duraran; pero su carácter fugaz y aleatorio permiten llevar una vida normal (cuando persisten el individuo siente que algo ajeno se ha instalado en su cabeza).

Introducir un cambio importante en la vida es simultáneamente una operación vial: hay que crear un nuevo camino. Descubrimos que se necesita material de construcción, conocimientos topográficos, aplanar el terreno, contar con recursos económicos, enlazar el punto de partida con pueblos intermedios... y sucede, casi siempre, que la operación se abandona a poco de empezar; como esos proyectos de autopistas que, en algunos países subdesarrollados, de pronto desaparecen en el desierto.

Las leyes de la construcción de caminos mentales son implacables. Los diseños son pocos; y los probables menos aún. Sólo el genio presenta un diseño excéntrico (para bien y para mal). Las utopías educativas siempre alentaron esa clase de posibilidades; como si todo fuese posible, baste con que se empiece muy temprano. Estos fracasos demuestran algo: que no sólo necesitamos caminos, sino, además, puntos importantes para comunicar. Si la educación no crea puntos de atracción, que operen como ciudades mentales, los caminos no comunicarán nada significativo y serán por lo tanto obras de ingeniería inútiles.


Nota: la cita inicial es de "100 Soviet Chess miniatures", G.Bell & Sons Ltd, London 1963. Existe traducción de Jaime Piñeiro en Editorial Bruguera 1973).

jueves, 16 de agosto de 2007

Ascensión

En mi estudio juvenil sobre la verdad platónica (Universidad de Granada, 1991), quise determinar tres vías de elevación de la mente hacia su fin final, que es para Platón el origen cierto del que procede el alma.
La vía estética es el camino de la perfección literaria en que suceso de amor y conocimiento de las ideas se enlazan indisolublemente. Sólo que las ideas ofrecen al ojo interior (noûs) su aspecto más seductor, su resplandor irresistible. Pues el amor -asunto del Banquete- resulta razón originaria de toda comunión entre los mundos y los seres. Allí se nos dice que la razón de amor no es un atributo del deseo erótico, sino de la cosa deseada y de su objeto: lo bello y su posesión gloriosa.
Todo cuanto es resulta amable, pues participa del bello esplendor del Bien, la mayor y más brillante de las ideas. Descartes encontrará en esta dichosa esperanza un motivo racional para descalificar el odio en el Tratado de las pasiones del alma que le dedica a la princesa Isabel de Bohemia, pues no hay ser por abyecto que parezca que no sea y, en el que por ser, no pueda hallarse alguna excelencia que manifieste si quiera una efímera armonía en lucha con las cosas que existen.
En nuestra ascensión sirve de puente la belleza, punto de contacto entre lo que puede ser visto y lo que sólo puede ser adivinado inteligiblemente: la forma más noble en que la bondad se ofrece entre sombras. Su papel demónico nos pone sobre aviso de cómo la matriz se ofrece a la especie para reproducirla: pues todo engendramiento requiere de lo intermedio y medianero (lo metaxý), y de cierta afinidad entre amante y amado.
Al lado de este camino entusiasta e inspirado, en el que el amante asciende, transfigurándose en el Amado, como el místico absorto en su más profundo centro, el divino ateniense nos ofrece en los mismos años de madurez creadora dos caminos más de penetración en la fraga, dos sendas como claros del bosque, hacia la misma cumbre de la verdad existente.
Sócrates llama a la filo-sophía, que lleva en su étimon el nombre de la adoración amorosa, ejercicio o preparación de muerte. He aquí la vía ascética.
No hay contrariedad entre esa manía del alma derivada de sus carencias, llamada amor, y este alejamiento de la carne. Abandonamos la segura comodidad de la placenta cavernosa y arriesgamos la vida por mirar desde la cumbre. Por causa de la felicidad renunciamos al placer efímero; por querer ser todo, llamamos a todo nada. La idea no es aquí más que el oscuro presentimiento de la eternidad de la especie que exige la muerte del individuo. En cualquier caso, el deseo de la carne apunta más allá de la carne.
En su obra más cumplida, al plantear la caza de la justicia en su doble efigie, tanto personal como política, Platón describe el tránsito noético desde lo condicionado hacia lo incondicionado, como una metáfora de la educación del espíritu. El ser, como la luz, se ofrece en grados. La vía noética adopta en su especie más académica el nombre de dialéctica: el arte y la técnica de dar y recibir razones. Lo que proporciona esta disciplina, superior a la matemática, más elevada que cualquier saber útil, es sinopsis, es decir, visión de conjunto. El gobierno del Estado soñado se reservará precisamente a los dialécticos, porque sólo éstos tienen visión de conjunto y pueden comprender los valores relativos de cada cosa.
Queda por preguntarnos si será toda ascensión un retorno. Si tras sufrir y anhelar, concebir e imaginar, sólo estaremos donde empezamos. Si toda elevación del alma la devuelve, en fin, a su verdadera condición originaria. Esta fue sin duda la creencia órfica de los pitagóricos y de Platón. En cualquier caso, el materialismo y el idealismo cosmológico están hoy profundamente de acuerdo: nuestra aspiración más íntima no procede de este mundo, sino que está hecha con el polvo de las estrellas, de la singularidad explosiva de otro mundo que cesó, padre del Tiempo, imagen móvil de la Eternidad.

Argumento

A los españoles nos gusta argumentar; pero, en la mayoría de los casos, se tiende a confundir el acto de elevar la voz con la seriedad intrínseca de la tesis. Si se expresa en voz baja, se puede sospechar un muy moderado compromiso personal con ella.

Esto de "argumentar" tiene su encanto. Además existe un repertorio casi infinito de juicios para sostener cualquier razonamiento; por lo que es imposible quedarse sin ellos. Si el otro se calla seguro que está cansado o tiene prisa para otros negocios.

Suponiendo energía y tiempo libre cualquier ser humano normal, más aún si es latino, puede emplear el arte de la argumentación para demostrar que lo cuadrado es redondo, o que sólo nos mueve el respeto por la ley, la norma ética o el normal transcurrir de las cosas.

Sin embargo argumentar es materia ardua si se toma el proceso con seriedad. No es fácil apilar juicios y que estos queden ensamblados coherentemente. La argumentación es, la mayoría de las veces, un puzzle mal construido que pasa por bueno sencillamente porque está escrito en el aire; y este medio sutil no es idóneo para descubrir los detalles y las incongruencias.

Por supuesto no me estoy refiriendo al discurso científico o legal, sino a lo que se habla en el día a día cotidiano. En este nivel todos, en algún momento, necesitamos utilizar argumentos. Ellos muchas veces "vencen" pero no "convencen". El asentimiento se fuerza por medios implícitos, tales como: una potente voz, la autoridad del que habla -generalmente de tipo burocrática-, o la ardorosa pasión.

Esta última es el principal argumento de cargo. Si uno está convencido tiene todas las de ganar; o por lo menos, la improbabilidad de perder. El discutidor ni siquiera tiene conciencia del proceso; se autoconvencence... al escucharse. Intuye que su convicción es la piedra de toque. La confianza opera como un filtro que detiene todas las objeciones. Algunos dicen que "convencer" implica "con" y "vencer", o sea, es obra de equipo, de concierto de voluntades, de compromisos. Que la tarea excluye la dominación pura y dura. Pero esto es puramente literario; en la práctica terráquea convence el que vence. En los mundos celestes y angélicos otras son las reglas... pero "ésta" es otra historia.

Si la reflexión anterior es cierta, habría que huir de las personas "convencidas" (por lo menos en situaciones de conflicto o dudosas); con ellas no es posible el diálogo, sólo un armisticio precario.

Existe un montón de verbos que tienen relación con este acto tan humano y cotidiano de argumentar: razonar, discurrir, argüir, proponer, definir, describir, distinguir, resumir, retorcer, inferir, deducir, abstraer, analizar, sintetizar, colegir ... Todos estas palabras son diferentes, aunque relacionadas. Cada una implica un matiz diferenciador, una conducta específica que, muchas veces, requiere años y años de educación. En estos verbos está encerrada, como el demonio de la botella, todo lo que la humanidad ha logrado y todo lo que la humanidad ha destrozado.

Poderosa es la mente y argumentar es su principal herramienta. Se puede someter por la fuerza a la gente, pero mantenerla así, durante mucho tiempo sólo se puede por la razón. No la razón con mayúscula, sino la pequeña, la que sirve para entender nuestro mundo, aunque en el fondo no se comprenda nada. Esta clase de razón se funda en argumentos. Argumentos que el tiempo modifica y caduca; argumentos que van cayendo como hojas secas cuando la época que los sostiene también desaparece.

Si se pudiera (lo que linda con la fantasía) influir en uno mismo (antes que en los demás) creo que se debería buscar no la perfección en la argumentación, ya que si estamos equivocados ese arte consolida nuestro error, sino otra clase de modelo de pensar. La crítica de la argumentación pasa, creo, por lo que escribe De Bono:

"'Yo tengo razón tu estás equivocado' condensa la esencia de nuestros hábitos de pensamiento tradicionales que fueron implantados por el último Renacimiento (...) Para el fin de derrotar la herejía, el sistema era sumamente eficaz, porque el pensador podía partir de conceptos comúnmente aceptados (axiomas) (...) Este sistema de principio, lógica y argumento es la base de nuestro muy utilizado -y a menudo beneficioso- pensamiento legalista. Donde falla es en la presunción de que las percepciones y los valores son comunes, universales, permanentes o incluso generalmente aceptados."

Argumentar es un adelanto, biológico y humano, pero nuestro mundo actual pide dar un salto hacia el costado para revisar el dogma de la argumentación aplicado a la política y a la ética. Más allá de vencer al contrario está la posibilidad, por ahora poco explorada, de generar un modelo flexible que provoque la síntesis de posiciones divergentes igualmente razonables.

Mientras tanto lo que se puede hacer es captar los términos del dilema, medir y percibir la magnitud de la brecha que los argumentos confrontados establecen. No es mucho, pero lo veo más progresista que incorporarse de hoz y coz a una de las partes en conflicto. Lamentablemente toda regla es de aplicación limitada, y en política y moral (o religión) el campo donde reina es muy restringido. Sólo el sentido común, definido provisionalmente como la capacidad de tolerar incoherencias y huecos argumentativos, tiene aquí un papel esencial. Algo insatisfactorio para aquel que cree que el mundo puede ser descrito por la razón.

Nota: la cita está en el libro: Edward De Bono."Yo tengo razon; tu estas equivocado".(I am right, You are wrong).Ediciones B.Barcelona, 1992.

Argumento

Convendría repensar y revaluar la retórica, que desdichadamente fue arrumbada por las navajas occamiana y cartesiana.
¿Por qué?
a) el principio de economía es estéticamente inútil y ontológicamente inservible: la existencia es mucho más antieconómica que la Nada. La existencia es de hecho exuberante.
b) Descartes creyó injustamente que había una línea nítida entre la exactitud y la superstición, entre la demostración y el paralogismo (falacias, sofismas). No es así: entre la demostración o la deducción segura (logos apodiktikós) y la mera superchería publicitaria, hay un mundo, el del razonamiento verosímil, especulativo, probable, retórico y dialéctico: es el arte de la argumentación, donde se han movido siempre las humanidades como peces en el agua. A las personas nos seguirá interesando siempre discutir sobre dios o los dioses, la verdad, la libertad, el aborto o la belleza... incluso sobre en qué consiste eso que llamamos ser persona (y que tal vez no sea sino una invención argumentativa, retórica). Nos hacemos personas en esa discusión antinómica, persuasiva, interminable, convenciendo al otro de la autenticidad de nuestros deseos, de la verdad de nuestras experiencias, del rigor de nuestras razones.
c)En 1997, la máquina Deep Blue llegó a escanear 200 millones de posiciones ajedrecísticas por segundo. La dramática confrontación entre el ingenio electrónico y Kasparov acabó con la derrota del campeón humano frente al cerebro mecánico. No es el cálculo lógico lo que nos hace mejores ni más eficaces. No es la racionalidad pura lo que distingue a los hombres de las máquinas, sino la argumentación impura, creadora, avasalladora, suasoria. Es esto lo que nos hace distintos. La máquina será mejor matemática y más fina científica que el hombre, pero no puede hacer sofística, carece por lo visto de ambiciones políticas.
Platón mismo, gran detractor de la retórica demagógica de su tiempo, defendió al final del Gorgias la necesidad de una "buena retórica". Sin ésta, la educación sentimental, o sea, la educación moral en general, resulta imposible. El educador no sólo debe inculcar verdades, tiene también que hacerlas amables. Hay que mecer con cuentos la cuna del hombre. La imaginación también cuenta. Ella es la que nos trae cuenta, sobre todo. En ese dominio de lo imaginario y simbólico nos contamos quiénes somos.
Convendría abrir el concepto de "real" para subsumir en él no solo "lo que está ahí y ahora" (lo determinable espacio-temporalmente), sino también lo que sin ser 'hic et nunc', es de algún modo (fue, será, merece ser, puede ser construido) y, a veces, es para siempre, estuvo en los orígenes y estará al final. Los valores, las relaciones, los números, los entes metafísicos... por ejemplo: el mal (problema de los problemas donde los haya).
Presumir que una figura retórica, por serlo, carece de contenido real es privar a la política, a la historia, a la educación, a la poesía y al arte en general, de una gran parte de su sentido. Lo diré de otro modo: no es lo mismo ser un unicornio que un sátiro.
O lo escribiré con Bettetini: "Existe todo un universo expresivo de ficción al cual pueden faltar referentes y objetualidades correspondientes a la representación, sin que sea automáticamente menoscabado ningún elemento del sistema de verdad puesto en acción. Se trata del ámbito de la composición fantástica y de la ficción poética". Además, el mundo de "lo que está ahí", es precisamente el dominio de lo imaginable, mientras que el dominio de lo que no está ahí no resulta por ello infranqueable a la inteligencia. Muchos inteligibles científicos, hoy, resultan del todo inimaginables, empezando por la Singularidad de los cosmólogos. Que lo divino resulte inimaginable como objeto natural no significa que no pueda ser inteligible como proyecto sobrenatural, como idea proversiva o como ideal. Tal es el caso también de la libertad o la verdad.
Cuando argumentamos no lo hacemos sólo de cara a lo real, sino sobre todo de cara a lo ideal y lo deseado. Cabe un utilitarismo metafísico que defienda que "lo que está ahí", lo está precisamente porque es útil. Y cabe una defensa utilitarista de la idea de dios (cfr. la apuesta de Pascal o la de W. James).
Es demasiado simplista pensar que sólo es real "lo que está ahí". Además, ¿Sabemos con seguridad que las cosas están ahí? En los objetos tecnológicos hallamos fácilmente la realidad de una metafísica materializada, todos ellos se definen por su función, o sea, por lo que fue (en pasado) en su origen sólo un fin de la inteligencia o únicamente un proyecto de la imaginación. Bueno, en realidad sólo sabemos que determinadas construcciones perceptivas son eficaces en determinadas situaciones operativas y no en otras. Kant ya intuyó, y la Gestalt confirmó científicamente, que nuestra imaginación asume un papel activo y constructivo en la imagen que tenemos de "la cosa que está ahí". Sin embargo, actuaré como si la estaca fuese recta, aunque ya no la vea recta al sumergirla en la alberca. No entiendo que el sol gire alrededor de la tierra, aunque sea eso precisamente lo que veo todos los días que sale el sol... También la ciencia argumenta retóricamente. No le basta con decir verdades, debe hacerlas creíbles si quiere defenderse de la superstición. Debe hacerlas creíbles y útiles, si quiere vivir de las subvenciones.
En realidad, "lo que está ahí", lo que supongo que es la realidad, es una compleja construcción que debe tanto a los sentidos como a los prejuicios, tanto a los estímulos físicos como a la tradición estética y a las construcciones culturales y metafísicas, tanto a lo objetivo como a lo proversivo (expectativas, deseos, esperanzas...).
Pongamos el sentido del orden. No hay percepción ni inteligencia sin tal sentido. Suponemos un orden, nuestro orden, cada vez que sintetizamos sensaciones o conceptos, en impresiones o juicios. Pero, ¿existe el orden? La pregunta puede asimilarse en abstracto a esta otra: ¿tiene el universo estructura?, y a ésta: ¿tiene el universo sentido?, o, por fin: ¿existe Dios? Algunos metafísicos afirmarán que no es posible pensamiento alguno sin tal suposición, ni reconocimiento de estados físicos, ni comprensión o interpretación de aconteceres vivenciales...

miércoles, 15 de agosto de 2007

Amenaza

Los humanos conocemos muy bien lo que es sentirnos "amenazados". Es una sensación vital, que acompaña, probablemente, a todo bicho viviente y en ciertos momentos conscientes.

Las amenazas son múltiples, provienen de cualquier lado; desde el interior, donde nuestro organismo envía señales a veces ambiguas pero cuando toman la forma de dolor o molestia se convierten en inquietantes. De afuera, donde una mirada ajena demasiado fija, una nube que amenaza tormenta o una carta donde se nos convoca, son signos amenazadores.

Ya lo adelantó el Buda, vivir es estar en permanente peligro y congoja. No sólo cuando estamos mal, sino, lo que es ya el colmo, cuando estamos muy bien. En este caso el malestar proviene de la aguda conciencia de vivir un instante perecedero; y que cuanto mejor estamos se avizora, con ciencia intuitiva, lo complejo que resulta el retorno de un placer similar.

Evitamos, olvidamos, alejamos los miedos, inventando toda clase de juegos y complicadas estructuras sociales. Es increíble lo que se avanza tecnológicamente para no recordar la fragilidad de la vida. Más cada época tiene su particular estrategia para afrontar las amenazas inherentes a la existencia.

En la Edad Media preferían abordarlo desde "lo peor". Los sermones religiosos apuntaban casi siempre a lo perecedero de la vida y a la superficialidad de cualquier placer. Era una solución extraña a los ojos modernos, ya que implicaba pasarlo muy mal incluso en los mejores momentos. Dado que los peligros acechan siempre, la solución pasaba por recordarlo de tal manera que el daño de su aparición real era amortizado desde mucho antes de su posible aparición. Así como el tacaño vive una pobreza anticipada y reacciona frente a ella con "más miseria", el religioso medieval se adelante a todos los temores convirtiéndolos de posibilidad en realidad presencial. Siglos después nos parece una mala solución, y quizá la evolución nos haya obligado a comprobar que la anticipación del dolor es peor que el sufrimiento real.

Los europeos nos cansamos de los sermones y el péndulo se fue al otro extremo. Así concluimos que mejor es no pensar en "lo malo" y que se debe soñar con un futuro donde las amenazas se van reduciendo hasta lo imperceptible. Por supuesto no todo funciona así: las compañías de seguros necesitan de la anticipación negativa para sobrevivir; pero la mayoría de los procesos mentales contemporáneos van por ese camino, o por lo menos se intenta. Cualquier predicción agorera es despreciada como "sesgada"; cualquier pronóstico de calamidades es acogida con una tolerante sonrisa. Todo el mundo "sabe" que las cosas si empeoran será por poco tiempo, y la mejor manera de prevenir cualquier desdicha es no pensar en ella. Así de "mágico" se ha convertido nuestro pensamiento.

Extraña solución. Quizá tan extraña como la medieval. El sentido común no encuentra un término medio aceptable, ya que probablemente no exista. No se puede estar "un poquito embarazada", de la misma forma o hay amenazas o no las hay.

El gran acierto del misticismo es haber captado que la existencia humana es asimétrica; que no hay la misma proporción de beneficios y perjuicios o de placer y dolor. Que aunque se pudiera demostrar que el beneficio individual aumenta con el progreso social y tecnológico simultáneamente se incrementa la sensación de inseguridad y las amenazas se reinventan (como las enfermedades) adoptando nuevas formas. El mensaje parece pesimista: vayas donde vayas y te desarrolles como te desarrolles siempre estarás atenazado por dolores reales y otros anticipados, por miedos y ansiedades; circundado por amenazas físicas o virtuales; temiendo lo que se te viene o preocupándote por perder lo que has alcanzado. Sin embargo es posible que el análisis tenga también, luego de tocar fondo, su propio antídoto: y éste no es otra cosa que el descubrimiento de la vacuidad, del vacío. Nagarjuna, el gran místico y teórico budista, es el referente intelectual de este gran descubrimiento: el vacío es la sustancia que subyace a toda realidad, incluyendo las amenazas que nos persiguen. Pero el tema del "vacío" no tranquiliza a nadie, excepto a los que tengan una vocación filosófica irrefrenable. Así que la historia sigue.

Amenaza

(Timor Dei principium sapientiae)

Es peor si no sabemos de donde procede ni tal vez cual pueda ser su forma. Esa fue la clave del suspense creado por Alfred Hitchcock: se nos contraen los cojones, si te quedan. Se acelera el pulso. Se dilatan las pupilas. Es un arte elusivo. La verdadera forma de la amenaza es la muerte que llevamos dentro. Temo sobre todo a esa furia que llevo en mi interior como un verdadero afán destructor. Temo el descuido.
Lo peor es que nuestra vida, aun examinada y orientada, se dirige como una flecha sacudida por las circunstancias hacia un horizonte de algún modo previsto pero desconocido, desde un origen sentido vagamente. Toda la frágil arquitectura de nuestros hábitos pende de un hilo. Cuando sentimos esto, la existencia puede antojársenos un don o un milagro. Se adensa el instante a la luz del incierto porvenir.
En cualquier momento, saltará el dragón de la Amenaza y nos pillará desarmados, nudos, vulnerables. Un poco de grava en una curva de la carretera, una placa de hielo imprevista, un bichito invisible en un pulmón de tu hijo, una célula de tu páncreas que ha dado un golpe de Estado convirtiendo al tumor maligno a muchas otras...
Tenemos que aprender a convivir con Amenaza. Tal vez el mal no sea más que una fractura del bien, su sombra fantasmagórica, pero se manifiesta en hechos ciertos. La amenaza principal se cumplirá inexorablemente y el náufrago se quedará mudo y sin oración, ya no se quejará, exánime.

martes, 14 de agosto de 2007

Ajedrez


"A los jugadores profesionales de ajedrez no debería permitírseles declarar en los tribunales de justicia."

Maimónides. Mishnah (Sanhedrin 3.3)


Los humanos somos animales de costumbres. Esto es cosa sabida, pero casi nunca pensamos en esto (excepto, claro, cuando las circunstancias obligan).

¿Tiene algo que ver el ajedrez con los hábitos? Veamos, si las costumbres nos rigen, casi siempre más allá de la autoconciencia, puede suceder que ignoremos los recursos que están a nuestro lado. Recursos inapreciables que, sin embargo, son invisibles.

Estaríamos, en cierta forma, en la situación de aquel que se muere de sed por no ver la abundancia de agua en su entorno. Menesterosos rodeados de riquezas; así nos lamentamos de lo que no tenemos y apenas damos un vistazo aburrido y superficial a nuestro mundo.

¡Qué desastre cuando hay un corte de luz y no podemos ver televisión! ¡Qué terrible cuando se nos acaba nuestra provisión de lectura! ¡Qué hacer para llenar esos huecos grises que, al pasar de los años, se ensanchan a la par que se encogen las primeras ilusiones!

Alguna vez he pensado que si alguien, decidido a suicidarse, se tomara el tiempo de hacer una lista minuciosa de todas las cosas que puede hacer... en sus últimos momentos (ya que por su misma situación extraordinaria estaría en la privilegiada situación de excederse en lo que le de la gana), la lista podría ser tan extensa… que el suicidio tendría que postergarse sine die.

Y es así, que filosofando sobre aquellos recursos que estando al alcance de todos son, sin embargo, invisibles para la mayoría, uno puede apercibirse del valor del ajedrez ¡El ajedrez también está allí!

El ajedrez posee la gran virtud de todo juego (que en tanto actividad lúdica no es algo práctico). Y, además, por su complejidad y variedad resulta el monarca de los juegos.

Es el jugar la actividad propia de los mamíferos inteligentes (cuanto más inteligente es la especie más tiempo dedicada al juego), y como tal los juegos constituyen un porcentaje mayor en la ocupación del tiempo en las sociedades más desarrolladas. Homo ludens, sociedad sofisticada.

Dentro de los juegos el ajedrez ocupa un compartimiento especial. Observando la práctica ajedrecística constatamos su semejanza con una de tipo meditativa, individualista y recoleta. Los jugadores recuerdan más al ambiente de un claustro de monasterio que a las bulliciosas gradas de un estadio contemporáneo. Sin embargo esa primera impresión se pierde cuando se contempla la impresionante cantidad de torneos, en todo el mundo; de revistas, libros, tiendas especializadas y programas informáticos especializados. Hay mucha actividad en torno a este modesto juego donde dos personas, frente a frente, separadas sólo por un pequeño tablero con cuadros de dos colores, desplazan pequeños trebejos luego de largos minutos de concentración.

Por el dinero que mueve y por la gente que participa se parece a un deporte con sus asociaciones "federadas" (y sus inevitables rencillas tan típicas de cualquier escenario similar), sus estatutos, y los habituales y multitudinarios encuentros locales, nacionales e internacionales. Sin embargo, y a diferencia de cualquier otro deporte conocido, también puede existir en cualquier lugar insólito y poco frecuentado por aspirantes a la fama: un asilo, el patio de una iglesia, un parque, una playa solitaria o el ámbito reservado de una estancia privada.

Cualquiera puede aprenderlo y no se tarda mucho, si apetece, en dominar las reglas básicas. Y puede acompañar toda una vida o gran parte de ella. Sirve de entretenimiento, y para algunos predispuestos, es materia de reflexión tanto en su aspecto técnico como en otro más general (lindando con la metafísica), en el cual el ajedrez modeliza aspectos de una realidad tan compleja como inasible.

Hay otros juegos que pueden comparársele, pero ninguno tiene su antigüedad, su capacidad de emigración y de sintonización con culturas muy dispares (piensesé, por ejemplo, en los GM estadounidenses e indios; representantes de sociedades tan opuestas). Recopilar sus cualidades y sus avatares históricos deja perplejo al investigador. ¿Qué puede aportar, entonces, una actividad que no lleva a ninguna parte, y que, por ello mismo es irrelevante para la subsistencia? Una actividad propia de especialistas y que sin embargo podemos verla en acción en cualquier rincón de nuestro mundo.

El desarrollo tecnológico no lo ha afectado. La aparición de programas informáticos capaces de ganar a un humano es un aliciente para el ajedrez, no decretó su ruina. Hasta hace unos años si alguien quería mejorar en el juego necesitaba o largos años de estudio o contratar un entrenador para ello. La primera alternativa es privilegio de pocos; la segunda es más dinámica pero muchísimo más cara; la combinación de ambas ideal, pero, por supuesto, los costes se elevan. La informática ha democratizado el acceso a niveles más elevados de juego. Hace posible que cualquiera tenga su "entrenador" en casa y que siempre pueda desarrollarse si está dispuesto a ello. Por lo tanto y contra los pronósticos agoreros los programas informáticos traen una renovada fuerza al antiguo juego al permitir elevar el nivel de experiencia de sus jugadores (se aprende más cuanto más probable sea la posibilidad de perder).

La práctica del ajedrez tiene muchos senderos. Se puede elegir la vía del “experto” (hasta coronarla con el título de Gran Maestro), o la más amistosa y placentera del vulgar aficionado. Se puede jugar en una época de la propia existencia y luego dejar que se aleje en alas del recuerdo. Se puede volver cuando ya otros objetivos han perdido su capacidad de atracción, o se puede ir y venir al compás de nuestros humores, ilusiones y necesidades. Hay sabios unilaterales que son aquellos que sólo hacen ajedrez, y hay estudiosos que lo comparten con otras actividades científicas o artísticas. Como dijo Ludek Pachman, el famoso ajedrecista y GM checoslovaco muerto hace poco, "los buenos ajedrecistas son hombres cultos y polifacéticos; los geniales son de otra manera".

En cada instante, a partir de la iniciación (que puede darse en cualquier momento de la vida humana), el ajedrez propone varias líneas de "juego", con sus variantes siempre abiertas. Personalmente no creo que el ajedrez desarrolle cualidades especiales de tipo intelectual; sin embargo estoy convencido que si esas cualidades preexisten, jugar al ajedrez es equivalente a beber un buen sorbo de agua clara y fresca en una jornada agobiante de estío. ¡El que se muere de sed, en nuestra sociedad contemporánea... se lo merece por tonto!

lunes, 13 de agosto de 2007

Supervivencia

Ningún mecanicismo podrá explicar jamás ese afán. Da igual que se lo atribuyamos al obscuro egoísmo de los genes. Podemos cansarnos de vivir, pero nunca de desear... Spinoza llamó 'conatus' a esa fuerza. Paul Ricoeur recurre todavía al concepto de conatus para interpretar el enlace entre la
ipseidad y sus manifestaciones (el sí que actúa y que sufre), pero, ¿qué es esa potencia productiva que nos lleva a perseverar en el ser?, ¿de qué carne de qué sangre, de qué espíritu se nutre esa 'essentia actuosa'?
El impulso finalista que nos permite comprender e interpretar los fenómenos vivientes es más antiguo que cualquier especie de conciencia, pero no olvidemos que también él alienta en la conciencia, la nutre.
Las libélulas han llegado a ser para mí un animal emblemático, ahora también sus fotos, y las fotos de sus siluetas, congeladas en sus viejas camisas de ninfas anfibias. El único relato que he publicado (por empeño sobre todo del maestro Medardo Fraile) llevaba el título de El Reino de las
Libélulas. Ese reino era el de los buitres de la guerra, los fantasmas de mi mili, el dominio de la ferocidad depredadora en tiempos de paz, pero también el locus amoenus en el que buscaba la 'essentia actuosa' de Dios, cuando podía evadirme de mis obligaciones de soldado, en las faldas de los Pirineos, en los remansos de sus ríos o riachuelos, en la soledad del campo, en la que era posible sentir, como una caricia y una música, el aleteo de las grandes Anax imperator, distraerse con las torpes evoluciones de las efímeras, o espiar las incursiones cazadoras de los rojos caballitos del diablo.
Grandes ojos. Los odonatos tienen grandes ojos que les permiten calcular el golpe mortal que asestarán en el aire a sus presas, en un segundo. Ver es lo más próximo a la inteligencia que conocen los sentidos. Las libélulas son como nosotros, nuestros primos remotos; como nosotros, feroces y delicadas.
Pero son más viejas, muchísimo más antiguas. Cuando todavía rugían los dinosarios señoreando la tierra, y los mamíferos eran asustadizas criaturillas de la noche, agazapadas y muertas de miedo durante el día en sus madrigueras, volaban majestuosas libélulas de un metro. Tal vez se posaron en ese mismo vegetal que, corrupto por la presión y el tiempo, y
emergido a la luz por el ingenio del hombre en forma de petróleo, permitió construir esa manguera negra sobre la cual cuelga la camisa de la ninfa del gran ésnido azul, en la balsa de chapa pintada de verde que construimos en la Loma de Úbeda, para apoyar con un par de riegos al olivar de La
Esperilla, para que engorde la aceituna de las olivas en el seco verano. La libélula se adaptó al nuevo orden, los rugidos de sus motores pueden ser tan efímeros o más que los bufidos de los dinosaurios. Me da alegría verla cazar en la balsa como hace millones de años en las charcas del Jurásico. Hermosa
y etérea danza de una divina essentia actuosa.