sábado, 26 de enero de 2013

Relativismo

Mi amigo José Carlos Barrientos resume la crisis de nuestra civilización en una palabra: "relativismo", que suele ir acompañada de otra, "escepticismo": 

"llevamos el escepticismo como señal de identidad, dudamos de todo y de todos, la capacidad de asombro resulta sospechosa, la ingenuidad culpable y las convicciones profundas señal de trastorno mental".

Relativismo y escepticismo acaban mostrando su cara más oscura y destructiva en el nihilismo. Nihilismo del ser, del valor o de la verdad. Platón edificó la filosofía contra esta demagogia extremosa del "nada vale", del "todo vale", contra esa retórica soberbia que pretende poder argumentarlo todo y, así, tolerar lo intolerable.
Si nada es real, entonces se impondrán los simulacros y al consumidor le darán gato por liebre; si la verdad es relativa a mis intereses, entonces mi gusto será el único criterio de lo justo y me encastillaré en caprichos y sinrazones. Pero si no hay acciones valiosas en sí, al menos nos quedarán los valores de las intenciones, pues las hay malas de verdad; si nada es verdad, entonces todo lo será. Si no hay Dios -como decía Chesterton- cualquier cosa acaba convirtiéndose en divina, ora la camiseta de Messi, ora las bragas de Madonna.

Y es que ningún conocimiento -y el del escéptico también pretende cristalizar en pirrónica escolástica- puede acreditarse sin ciertas suposiciones acerca de lo que sea real, valioso o verdadero. Kant llamó a dichas suposiciones "postulados de la razón pura". Toda negación comporta una afirmación inicial. O no hay mal que por bien no venga. No hay ciencia sin la suposición de un orden natural, no hay vida moral sin la aprehensión inmediata de lo que es incondicionalmente bueno: la salud, la dignidad o la felicidad; ni lógica posible sin la aceptación -expresa o no- del principio de no-contradicción, pues no es posible que algo sea y no sea al mismo tiempo, ni que pensemos esto y no esto a la vez.

La fe del incrédulo es una fe imposible, pues a fin de cuentos (sic) la incredulidad se alimenta al menos de una certeza: la  de que "todo es mentira". Pero, ¿cómo puede estar seguro de ello el incrédulo? Si el nihilista fuese consecuente, pondría también en duda su propia incredulidad. Así, llegaría a la conclusión de que también es mentira que todo es mentira, o de que es preciso dudar de la propia duda, pues si todo es dudoso también lo será que todo lo es, y tal vez no tengamos más remedio que admitir algunos principios evidentes de suyo... como el de que estamos aquí, dudando o soñando que dudamos. Aunque todavía la certeza cartesiana de la conciencia pensante me parece menos ingenua que solipsista, ¡certeza ensimismada! ¿Y el otro? ¿No piensa también el otro y de otra manera?

La duda -quién lo duda-, es un buen punto de partida, un excelente purgante para vomitar dogmas paralizantes, un práctico estímulo para la tolerancia. Pero el escepticismo, como dijo Kant, si bien puede ser una graciosa casa de recreo en la que descansar e intercambiar opiniones y extravagancias, resulta un lugar inhóspito y angustioso para habitar. Las buenas personas, como José Carlos, creen en el valor de la verdad, aunque reconozcan naufragar en un mar de dudas.

No dudo del valor metodológico del relativismo en antropología. Pero el antropólogo debe aceptar la posibilidad de un discurso universal desde el cual el robo, el asesinato, la mentira, la mutilación genital de las niñas, la explotación del trabajo por el capital o el sometimiento de la mujer, no queden santificados por el mero hecho de resultar admisibles en tal o cual cultura. Ese discurso lo inventó Platón con el nombre de Filosofía