viernes, 30 de julio de 2010

Diseño

Diseño, disegno, design


“¿Diseñas o trabajas?”. La pregunta entraña algún desdén hacia los “artistas”, que en todos los tiempos han sido también aquellos que se las ingenian para no trabajar. El trabajo, qué duda cabe, tiene algo de condena: “parirás a tus hijos con dolor, ganarás el pan con el sudor de tu frente” –parafraseo la sentencia pronunciada por el ángel tras el pecado original, que sin duda fue muy gordo, pues Adán y Eva pretendieron ser dioses, o ascender  a ser “como dioses” por el camino fácil, comiendo manzanas, higos o lo que fuera. Es como pretender llegar a la felicidad a través del callejón endemoniado de las drogas “de diseño” y la música tecno.

Si padecemos prisa o pereza, la alternativa narcisista al trabajo es el cante o el baile… ¡o el diseño! Aunque, y a pesar del mayestático “tu” del halagador y conocido eslogan “¡porque tú lo vales!”, no, ¡no todo el mundo vale! Ni para trabajar ni para diseñar. Algunos, como avellanas vanas, resultan del todo inútiles aunque suenen. Es el porcentaje de parasitismo que aguanta cualquier ecosistema.

Algunos no saben qué inventar para no trabajar, incluso puede que se agoten haciendo el tonto, más que trabajando, como, en general, nos resulta agotador no parar de “divertirnos” y las bodas largas resultan insoportables. Hacer de artista sin serlo resulta bastante ridículo, involuntariamente patético, porque el arte es como un juego, jugarlo mal es perder el tiempo, sin que de ello se derive el menor provecho para nadie. Lo mínimo que puede hacer el artista –si no denuncia, ni enseña ni revela misterios tremendos- es entretener, embeber nuestra atención para que no notemos que sufrimos y que el sufrimiento es irremediable. Y para que el arte absorba tiene que ser verosímil.

Todo arte es imitación de la vida, más imitación que invención. No nos damos cuenta porque despreciamos la autoridad de los clásicos y la indudable influencia de la tradición, y porque padecemos el síndrome postromántico, vitalista e individualista de la “subjetividad genialoide”. El halago de los medios nos ha convencido de que cualquier gesto que hagamos con suficiente intensidad emotiva es arte. Pero nuestras manías les pueden ser perfestamente o ininteligibles a los demás. Jamás se le debe perder el respeto al público.

Pero el diseño es otra cosa que el arte, es techné, una genuina recuperación de la vieja unidad perdida: mezcla de técnica y arte: diseño industrial, gráfico, de interiores, de moda, de mobiliario, urbanístico... Puede que algún día se reconozca al diseño de una maquinilla de afeitar, un inodoro o una moto Montesa, como joyas del arte del siglo XX, mientras que una buena parte de la música horrísona que soportan con estoicismo los pedantes melanómanos, se olvide sin remedio porque no emocione a nadie. El diseño es hoy un proceso integral que abarca mucho más que lo estético o lo formal: marketing, desarrollo, comunicación, factores económicos y ecológicos...

A mí no me extraña que la voz española "diseño", o la inglesa "design", vengan del italiano "disegno". Siguen siendo los italianos quienes deciden qué corbatas estan de moda, los cortes de los trajes masculinos o las botellas de aceite extra virgen de casi todo el mundo… Al delinear la figura, al definir dibujando la epidermis de las cosas, las diseñamos. Sillas de diseño o melones cúbicos. Se trata, claro, de lo externo, no de la forma (morphé) en el sentido clásico de esencia de algo, no se trata de lo que la filosofía contemporánea llamaría su estructura, sino sólo de la descripción o bosquejo [gráfico] o verbal de algo (cuarta acepción que le reconoce a la palabra de marras el diccionario de la academia).

Que el diseño haya llegado a ser tan relevante también define el sentido superficial de nuestra cultura industrialmente teledirigida, lo que importa ni siquiera es la estructura o forma íntima, sino sólo el aspecto externo, rediseñable funcional o estéticamente: “disposición de manchas, colores o dibujos que caracterizan exteriormente a diversos animales y plantas” (sexta acepción RAE). ¡Es verdaderamente increíble que el color o el diseño de los alerones, haya llegado a ser tan importante a la hora de comprar un coche, tanto que el comprador está dispuesto a esperar un montón de tiempo para hacerse con su utilitario predilecto!

La Iglesia tendría que ser más benevolente con nuestros pecados sexuales. A fin de cuentas, ya estamos convencidos de que el sex-appeal reclama de superficie a superficie, nace de la piel, del dibujo de la figura, de su diseño, importa sólo la piel, su cosmética, el simulacro externo, así que ya nadie peca profundamente, los contactos dejan al ser intacto porque son de superficie, epidérmicos.

Los ricos se rediseñan delgados y elásticos con cirugía estética, o en clínicas particulares y academias de yoga. El diseño industrial de modelos sobrevalora la gracilidad funcional. Importa sobre todo la humedad, lozanía, lisura, frescura, bronceado, tatuaje, sombreado... de la piel, importa sólo el pellejo, no la carne no la intimidad anímica invisible.

¿Será porque la carne engorda? La semilla no es fértil en la corteza.

miércoles, 14 de julio de 2010

Palingenesia

"Palingenesia"  o "palingénesis". Dos preciosas palabra de origen griego, femeninas en español.
Regeneración, renacimiento de los seres después de una muerte real o aparente.
Somos sucios, contaminantes y letales, pero consuela pensar que también menospreciamos la capacidad regeneradora de la naturaleza, su recuperación de lo mismo de la vida en lo otro de la forma diversa.
Haeckel llamó así, palingenesia, a la repetición, en el desarrollo de un ser, de estadios pertenecientes a fases anteriores en la evolución de la especie. Aunque la hipótesis de la recapitulación onto-filogenética de Haeckel está hoy subiudice, todavía resulta útil y fuerte esa idea de que para llegar a ser humanos propiamente hablando hemos de pasar por una fase de vegetales, otra de peces, otra de anfibios, otra de reptiles, otra de mamíferos carroñeros, otra de depredadores asesinos, hasta poder llegar a ser personas... Explicaría por ejemplo por qué los niños tienen esos instintos natatorios que han descubierto hoy los pedagogos, y que luego olvidan, debiendo aprender a nadar. O por qué "tomamos el olivo" o nos inmovilizamos en posición fetal cuando nos asusta un violento acontecimiento o una fiera. O por qué el adolescente "tira al monte".
En filosofía de la historia, la teoría de la palingenesia o palingénesis sostiene que las mismas clases de acontecimientos vuelven a suceder al cabo de cierto tiempo en el mismo orden, o ciclo. Parece difícil ensayar una explicación de lo que sucede históricamente sin suponer algo de palingénesis en la secuencia de los acontecimientos.
Pero tampoco debemos caer en la superstición del "eterno retorno de lo mismo", que compartieron estoicos y vitalistas nietzscheanos. Kierkegaard escribió todo un libro para lamentarse de que lo mismo (sobre todo si fue la propia felicidad) resulta irrepetible. Puede que esa sea una de las raíces de la angustia existencial, que hoy se denomina muchas veces estrés.
Es un poco tonto eso de querer volver a la ciudad donde pasamos aquellos felices y despreocupados años de juventud, buscando besar con la misma eficacia emocional con que dimos y nos dieron el primer beso..., sobre todo si hipotecamos el presente y el futuro a esa ilusión de repetir lo que nos dio alegría o seguridad. Preferible resulta estar abierto a nuevas emociones, aunque, ¡ay!, con los años resulten más débiles y difusas, haciéndose encontradizo con una alegría que tiene siempre causas renovadas.

Ritmo

No creo que nadie haya podido analizar con suficiente profundidad la extraordinaria capacidad de subversión que ha tenido la introducción de la música -o de la rítmica- africana, negra, en el occidente cristiano. Que ha supuesto un indudable enriquecimiento lo demuestra el tesoro formidable del jazz. Con el Jazz, Juan Sebastián Bach se sometió a una cura de rejuvenecimiento, el tronco de sus cantatas y tocatas echó nuevos brotes con el vigor fértil y el feroz impulso procedente de la jungla. 
Luego el ritmo se impuso demasiado. La música debería volver a su cauce más complejo. El ritmo asegura, consuela, vigoriza. Los niños lo entienden más fácilmente que el cromatismo o la melodía. No se cansan de que repitamos lo que les conmueve. Pero la melodía y los acordes descubren consonancia y armonía (harmonia, symphonia), y regalan sentido emotivo al tiempo, son éstos, tanto al menos como el ritmo, si no más, los que otorgan al impulso significado y diversidad.
Nos agarramos al ritmo, que es mera repetición, porque da seguridad. Lo que se repite familiariza, ordena, porque en verdad nada o casi nada se repite y en el mundo existen también el azar y el caos. El ritmo anima, excita, incluso irrita, suenan ritmos edificantes y ritmos diabólicos, apolíneos y dionisíacos, constructivos y destructivos, como ya percibió Platón. La música también tiene sesgo moral.
Pero la melodía no sólo emociona, sino que también hace recordar, soñar y hasta pensar, la consonancia cromática nos acerca a la ilusión de un bien posible en que los contrarios pueden fundirse armónicamente en un mundo por fin acogedor.

martes, 6 de julio de 2010

Duda



La duda es la filosofía puesta en marcha. Cuando ya no podemos creer, es obligatorio pensar. Pero es erróneo creer que podemos vivir sin creencias y una creencia equivocada: que todo pueda ser puesto en duda. Pensamos para formarnos nuevas creencias, más perfectas o refinadas que las anteriores en las que descreímos. Creencias en las que podamos residir, pues nos angustia no poder saber a qué atenernos.

Pensar no es sólo dudar. El pensamiento tbn. enuncia, persuade, demuestra, argumenta, explica…

Un escepticismo exagerado nos deja en el “todo vale” que acaba significando “nada vale”, o “todo es mentira”, que puede significar casi lo mismo que “cualquier opinión es respetable”. Los demagogos que conducen a la muchedumbre -a veces hacia el despeñadero- pueden incluso reivindicar el "derecho" a opinar lo que a uno le da la gana, como si eso fuese una libertad, pero quien opina lo que le sale de los huevos o le mana de los ovarios es esclavo de sus instintos más mendaces o de sus pasiones más locas, ensaya sacar lógica del oscuro azar de los genes, en vano. Es bastante tonto reivindicar el derecho a sostener opiniones viscerales, extravagantes o equivocadas. Y hay opiniones que no son nada respetables, que resultan despreciables u odiosas, como la opinión de que la mujer es inferior al varón porque procede de una costilla retorcida de Adán…

Ignacio Gómez de Liaño lo ha dejado escrito: “La duda es el estado anímico más congruente con la filosofía. De eso no parece que se deba dudar. Hacemos filosofía porque las cosas nos sorprenden… Pero sorprenderse es hacerse preguntas. Y hacerse preguntas es no estar seguro de tener un conocimiento efectivo” (Breviario de filosofía práctica, Spain 2005).

Si todo es mentira, también es mentira que todo es mentira. Si ninguna afirmación es verdad, ¿cómo se puede pretender que sea verdadera la tesis “nada es verdad”? “Todo es mentira”, o su equivalente, “Nada es verdad”, son autocontradicciones, asertos autoinvalidantes, modos de hablar que no nos llevan a ninguna parte.

Epicuro ya dijo casi todo al respecto: “Si rechazas todas las sensaciones, no tendrás siquiera el punto de referencia para juzgar aquellas que afirmas que resultan falsas” (Máximas capitales, XXIII. DL X, 139-154).

Pero, hoy, las sensaciones son la menor parte del problema del criterio para discernir lo verdadero de lo falso. Podemos recurrir a los aparatos de medición y a la técnica. Luego están las creencias. ¿Cómo discernir si estamos y cuánto estamos en lo cierto?

Y al fin, del todo, de la totalidad de cuanto existe, como decía Francisco Sánchez –no el hijo de la Lucía, sino el escéptico- “nada se sabe”, Nihil scitur.