viernes, 18 de abril de 2008

Alma




¿Podemos renunciar al alma? Si creemos que sólo somos lo que comemos, o lo que aparentamos ser físicamente, tal parece que podamos vivir sólo materialmente, sin alma. Al olvidarnos del alma se nos cierra la comprensión de un fracción impresionante del arte, la literatura, la filosofía y el pensamiento religioso.
Entre la vitalidad y el espíritu situaba Ortega la zona del alma, más clara que el ámbito de la vitalidad, más oscura que el ámbito del espíritu; en la atmósfera, abierta o cerrada, porosa o hermética del alma, palpitan los pensamientos que la iluminan, así como las emociones que les prestan calor, y los deseos, impulsos y apetitos que les asignan dirección.
Si nada vivo es meramente mecánico o bestial y todos los que han llegado a ser vivos y animados deben ser considerados del mismo género, hay que atribuir alma no sólo al ser humano, sino también a las plantas. Los pitagóricos supieron ver en las plantas ese principio fértil que les anima en silencio, que les mueve, hacia arriba y hacia abajo, siguiendo la parábola del sol, hasta crecer y reproducirse, recorriendo a veces grandes distancias. Maurice Maeterlinck me convenció definitivamente: ¡también hay inteligencia en las flores y en las plantas!
Pero no hay que sobrevalorar el valor de la inteligencia. Casi toda nuestra cultura ha pecado de esa exageración, seguramente porque lo escaso parece siempre muy excelente (omnia praeclara rara). El mismo Maeterlinck insistía en que somos un todo espiritual indivisible: apetitos, emociones, pasiones y pensamientos sólo son separables en abstracto, no en la vida. Se nos convence de que la inteligencia actuaría mejor sin los sentimientos y las pasiones, porque éstas la turban o la ofuscan, y nos imaginamos que el pensamiento volará de verdad libre cuando reine sobre todos los sueños y los sentidos. Pero cuando viene la vejez la inteligencia puede ser todavía clara, aunque ya no tiene objeto, ni tiene nada que hacer. Si la obra de la juventud o de la madurez vale más que la de la vejez es porque en ella no se han ahogado todavía las fuerzas misteriosas que inspiran y animan a la inteligencia: la energía del espíritu, que sopla donde quiere.
La tecnociencia alimenta en nuestra sociedad el aparentemente muy sofisticado prejuicio de que el alma no existe. La revolución biológica también parece empujarnos a una concepción materialista de nosotros mismos. Francis Crick, el codescubridor de la doble hélice genética afirma: “el alma se ha desvanecido junto a gran parte de la metafísica”. Incluso ciertas “filosofías” -economicistas o no-, han pugnado por hacernos eliminar de nuestro léxico las palabras “alma” y "espíritu", insistiendo en que esas palabras no tienen un significado claro o en que lo tienen equívoco, o en que comprenden tanto que no se extienden a nada. Por supuesto, a nada material se extienden, aunque se entiendan bien como horizontes ideales, oníricos o sentimentales.
El progreso de las neurociencias parece llevarnos a pensar el pensamiento como un proceso de activación eléctrica de redes neuronales y liberación de proteínas (sinapsis), “materia pulverizándose contra materia”. Nos hemos quedado con un cerebro sin mente.
Y en cierto sentido no es extraño que el cerebro se haya quedado sin alma porque, a fin de cuentas, el cerebro siempre ha sido el más oscuro de nuestros órganos. Tengo una relación vivencial con muchas partes de mi cuerpo, con mis manos, mis ojos, incluso con mi corazón, cuando se altera con ciertas emociones, pero no con mi cerebro. Sé que hay un cerebro en mi cráneo, pero apenas lo siento, preso como está en mi cabeza, salvo si me duele. Por eso Paul Ricoeur hablaba del cerebro como “interioridad no vivida”.
La gente puede pensar que es muy moderno sentirse sólo cuerpo, porque la existencia del cuerpo se puede probar y la del alma –y no digamos la del espíritu- no puede ser probada. Y eso a pesar de que la percepción que tenemos del espíritu y del alma es tan intensa, cada vez que siento que siento, sé que me muevo o sufro por lo que pienso, o cada vez que digo “yo” o “tú”, que resulta imposible descartar el espíritu y el alma de nuestro horizonte existencial. Ni siquiera sabemos qué haremos en el futuro sin el alma o el espíritu, porque no contamos con la experiencia o el recuerdo de una época en que se prescindiera de estos conceptos.
El imaginativo descubrimiento de que la vida está animada por el espíritu probablemente constituyó una de las primeras ideas de nuestros antepasados. Puede que esta idea esté en el origen de toda forma de religión, todo tipo de arte y toda especie de filosofía…, de toda forma de humanidad, o sea, de toda forma de creatividad e inventiva. En efecto, la mejor forma de presencia viva del espíritu en el mundo es su creacion y su creatividad. Una mano sobre la superficie de la gruta, la sombra de un antílope en el techo, una piedra convertida en hacha… Pero también, el que haya mundo, en lugar de nada.
Tal idea es bien profunda y fértil. Sólo una mente ágil puede llegar a pensar que lo que mueve las cosas que se mueven y se ven es un principio invisible e inmóvil (Psique, Ser, Logos, Energeia, Morphe, Pneuma...). Seguramente fue el materialismo, y no el espiritualismo, la primera filosofía de nuestros ancestros hombres-monos. El materialismo es también la filosofía de mi perro, que sólo siente como real lo que huele o mal ve.
Tal vez, el abandono del espíritu implicará la vuelta de los seres humanos al mundo mental de los austrolapitecos o incluso al mundo de criaturas anteriores, pues es claro que los neandertales ya rendían culto al “espíritu” de sus muertos. Puede que el futuro posthumano cuente con una tecnología muy sofisticada y que sin embargo se parezca mucho al pasado prehumano. Máquinas reproduciéndose automáticamente, ciborgs luchando ciegamente por sobrevivir en un universo sin alma, o con un alma inconsciente de sí.
La foto que ilustra este artículo la tomé en un instante en que sentí que el alma de otra criatura muy diferente se cuidaba de mí y me miraba. No sólo con sus ojos, sino también con sus antenas. Tal vez soñé entonces que una abeja carpintera dudó por un instante ante mí y mi cámara: entre la curiosidad y el miedo, entre el conocimiento y la huida, entre la amistad y la pelea.
Bibliografía consultada
Felipe Fernández-Armesto. Breve historia de la humanidad. Barcelona, 2005.
Los Filósofos Presocráticos, I. Gredos, Madrid, 1978.
Maurice Maeterlink. La inteligencia de las flores, Barcelona, 1987.
Julián Marías. La educación sentimental, Madrid, 1994.
Paul Ricoeur. Sí mismo como otro, Madrid, 1996.

1 comentario:

Ana A dijo...

¿Qué decirte del alma? acabo de leer a Zubiri muy empeñado en superar el dualismo tradicional de la filosofía, a tono con los descubrimientos científicos del siglo XX.
Aunque el alma, como un espíritu que anima lo vivo, es mucho más poético y sugerente que un electroencefalograma...

Ana A.