lunes, 13 de agosto de 2007

Supervivencia

Ningún mecanicismo podrá explicar jamás ese afán. Da igual que se lo atribuyamos al obscuro egoísmo de los genes. Podemos cansarnos de vivir, pero nunca de desear... Spinoza llamó 'conatus' a esa fuerza. Paul Ricoeur recurre todavía al concepto de conatus para interpretar el enlace entre la
ipseidad y sus manifestaciones (el sí que actúa y que sufre), pero, ¿qué es esa potencia productiva que nos lleva a perseverar en el ser?, ¿de qué carne de qué sangre, de qué espíritu se nutre esa 'essentia actuosa'?
El impulso finalista que nos permite comprender e interpretar los fenómenos vivientes es más antiguo que cualquier especie de conciencia, pero no olvidemos que también él alienta en la conciencia, la nutre.
Las libélulas han llegado a ser para mí un animal emblemático, ahora también sus fotos, y las fotos de sus siluetas, congeladas en sus viejas camisas de ninfas anfibias. El único relato que he publicado (por empeño sobre todo del maestro Medardo Fraile) llevaba el título de El Reino de las
Libélulas. Ese reino era el de los buitres de la guerra, los fantasmas de mi mili, el dominio de la ferocidad depredadora en tiempos de paz, pero también el locus amoenus en el que buscaba la 'essentia actuosa' de Dios, cuando podía evadirme de mis obligaciones de soldado, en las faldas de los Pirineos, en los remansos de sus ríos o riachuelos, en la soledad del campo, en la que era posible sentir, como una caricia y una música, el aleteo de las grandes Anax imperator, distraerse con las torpes evoluciones de las efímeras, o espiar las incursiones cazadoras de los rojos caballitos del diablo.
Grandes ojos. Los odonatos tienen grandes ojos que les permiten calcular el golpe mortal que asestarán en el aire a sus presas, en un segundo. Ver es lo más próximo a la inteligencia que conocen los sentidos. Las libélulas son como nosotros, nuestros primos remotos; como nosotros, feroces y delicadas.
Pero son más viejas, muchísimo más antiguas. Cuando todavía rugían los dinosarios señoreando la tierra, y los mamíferos eran asustadizas criaturillas de la noche, agazapadas y muertas de miedo durante el día en sus madrigueras, volaban majestuosas libélulas de un metro. Tal vez se posaron en ese mismo vegetal que, corrupto por la presión y el tiempo, y
emergido a la luz por el ingenio del hombre en forma de petróleo, permitió construir esa manguera negra sobre la cual cuelga la camisa de la ninfa del gran ésnido azul, en la balsa de chapa pintada de verde que construimos en la Loma de Úbeda, para apoyar con un par de riegos al olivar de La
Esperilla, para que engorde la aceituna de las olivas en el seco verano. La libélula se adaptó al nuevo orden, los rugidos de sus motores pueden ser tan efímeros o más que los bufidos de los dinosaurios. Me da alegría verla cazar en la balsa como hace millones de años en las charcas del Jurásico. Hermosa
y etérea danza de una divina essentia actuosa.

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