lunes, 27 de agosto de 2007

Escalera

La escalera es una herramienta sencilla que probablemente fue usada antes de inventarse. El hombre primitivo debe de haber encontrado diversas series de escalones naturales que le sirvieran para subir o bajar en la dirección deseada.

Como la mayoría de las herramientas tradicionales, la escalera es, también, un símbolo con mucha miga. Se la relaciona con ideas de ascensión (lo que parece obvio) y de comunicación con jerarquías de otro nivel (algo también previsible). Osíris, el dios egipcio, era denominado también: "el que está en lo alto de la escalera". Uno puede imaginarse el espíritu del mortal ascendiendo lentamente para enfrentarse al dios radiante. En mi caso, en mi historia particular, la escalera estuvo durante los primeros años de mi vida asociada a la seguridad; ahora, con el paso de los años, el significado ha ido rotando insensiblemente para representar incomodidad y algo que, si no se necesita urgentemente, mejor dejarlo para otro momento. ¡sic transit gloria mundi!

Todos los niños tienen pesadillas; luego éstas desaparecen en la vida adulta, y si aparece alguna nunca es tan terriblemente vívida. Yo recuerdo que, en esos años de sueños angustiosos, siempre buscaba una escalera para escapar, y si la encontraba ¡sentía que estaba salvado! Siempre huía hacia abajo, nunca hacia arriba; y lo hacía a gran velocidad, volando casi. Esto, por supuesto no era otra cosa que una transposición literal de mis experiencias diurnas.

En esa época recorría la escalera de la casa de mis padres (3 pisos antiguos, con una escalera de marmol, en caracol y muy empinada) y lo hacía corriendo, saltando de escalón en escalón de tal suerte que apenas tocaba el bordillo. La misma velocidad de caída me mantenía en equilibrio (según lo recuerdo) y sólo necesitaba deslizar la mano izquierda por el estrecho pasamanos de madera para lograr la dirección correcta. Supongo que si, en un momento de duda, hubiera perdido esa guía me habría estrellado contra la pared o habría caído en forma descontrolada. Pero los niños no dudan, no tienen miedo, y la velocidad les da seguridad en vez de quitársela. Ningún adulto era capaz de alcanzarme si jugaba a perseguirme; y a mis 8 o 9 años me sentía tan seguro como un impala trotando en la sabana delante de pesados leones. Esa experiencia era tan fuerte y repetida (lo hacía siempre que podía) que luego, en mis pesadillas, la tenía a mi disposición para dejar a los monstruos nocturnos con un palmo de narices, rugiendo impotentes sin poder atraparme. Y además aún la recuerdo con gran placer.

La mente, a partir de sus experiencias, teje su propia novela. Los sueños ilustran y aunque está pasado de moda examinarlos, sigue siendo tarea estimulante. Por lo que he visto a todos los niños sanos les gustan las escaleras; aunque ignoro si aparecen en sus sueños como un ámbito de libertad. Supongo que la perciben como una prótesis que les permite situarse a la altura de los grandullones y mirarlos directamente a los ojos, o mejor aún, observarlos desde arriba.

Una escalera es una herramienta simple, pero que abre nuevos mundos. Incluso en mi biblioteca, modesta en su altura, cuando subo por la escalera que me ayuda a alcanzar los últimos estantes, percibo mi estudio de otra manera. Me gustaría verme así trabajando, pero no he alcanzado aún la bilocación, así que me conformo con ver desde el nuevo ángulo el lugar donde trabajo y pienso.

En otro libro que consulto leo que, en los misterios de Mitra cada escalón (eran siete) de su escalera estaba construído con diferentes metales. El primero era de plomo, y ya podéis imaginaros de que sería el último (cada escalón aumentaba la nobleza del metal y la calidad del esfuerzo). Muy arriba se alzaban las pirámides mayas y aztecas con sus numerosos escalones de piedra labrada. En lo alto los sacerdotes mostraban los corazones arrancados y el espectáculo debía ser sobrecogedor. Y no falta, tampoco, el símbolo de la escalera en la organización secreta o semisecreta más famosa de Europa: la masonería.

Si uno conservara el ánimo juguetón de la primera infancia, más la autonomía que dan los años, sería creativo llevarse una modesta escalera portátil cuando vamos de paseo. Detenerse en algún lugar, y desde arriba mirar al mundo y a su devenir. Incluso sentarse en el último escalón y, con las piernas colgando, observar a la gente que va y viene ocupada en sus labores. Creo que comprendo a Simon, el estilita, que se subió a una columna y que se quedó años allá arriba. El mundo desde arriba parece menos peligroso, casi como una casa de muñecas. La mirada convencional tiene también su altitud convencional. Subir unos escalones hace milagros.

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