miércoles, 22 de agosto de 2007

Enojo

El enojo, la ira, el odio pueden considerarse como emociones naturales, o sea, como respuestas supervivenciales a estímulos físicos, pero también como pasiones y como sentimientos más o menos refinados, hasta sofisticados, incluso como esquemas motivacionales complejos, asociados a ideas, representaciones u otros sentimientos. Somos tan complicados en lo sentimental como en lo racional, si no más. La facultad para construir vínculos emocionales complejos es tan propia de nuestra especie como la racionalidad, y mucho más antigua. Y las emociones, incluida la rabia y el asco, constituyen el resorte de la acción, de la atracción y la huida, el apego y el rechazo, porque asignan un valor a las actividades y regulan su energía. Damasio, Goleman y otros, no han hecho más que desarrollar las viejas máximas de la patrística: no podemos conocer lo que no amamos, igual que no podemos amar lo que de algún modo no conocemos.

El odio, la cólera o el enojo no han de ser necesariamente considerados como "bajas pasiones". Esto ya lo sabía nuestro gran escolástico Melchor Cano (1509-1560): "Queriendo, pues, hablar de la ira... digo que si la tomamos por un subimiento de sangre o de cólera al corazón, ni es meritoria ni desmeritoria, ni pecado ni virtud" (Tratado de la victoria de sí mismo, VI). Ninguna pasión es en sí misma ni buena ni mala, todo depende de qué la motive, de en qué invirtamos su fuerza o de qué hagamos con su energía. Todo depende de nuestro consentimiento... "cuando ahí sobreviene con el consentimiento el deseo de venganza, a la hora se comete la culpa, salvo si el tal apetito no fuese reglado de la razón, que entonces la saña se llamaría celo" (Ibidem). Habría que tomar el enojo por bueno y loable "si alguno se ensañase contra sus mesmos vicios, y se castigase porque los cometió" (Ib.) Por eso, la educación moral es ante todo la dirección de los sentimientos, del placer y del dolor, hacia un cierto orden, el que cada sociedad, o la humanidad en general, estimen preferibles. La misma agresividad que nos vuelve destructivos puede hacernos magníficos jugadores de ajedrez o perfectos ejecutivos de ventas. Es mejor "hincarle el diente" a un problema que a una hermana, pero puede que el motivo en ambos casos tenga la misma base bioquímica, hormonal, glandular... Aquí es donde no podemos pedir responsabilidades más que si suponemos libertades y decisiones libres, lo que significa un centro de control metafísico, espiritual, incluso independiente de los prejuicios epocales. Aunque el piloto de la mente tenga una base física y cerebral, actúa como el barón de Munthausen, se saca a sí mismo del lodazal, con caballo y todo, tirándose de los cabellos.

Ni siquiera el amor es bueno per se, más bien diríamos usando un adjetivo zubiriano que su bondad es respectiva; ni el odio es intrínsecamente perverso. "Nada tenemos que sea verdaderamente nuestro salvo el amor, si el amor no es bueno, nada de lo que tengamos será bueno, y si nuestro amor es bueno cualquier cosa que tengamos será buena" (Ramón Sibiuda. Libro de las criaturas, III). El amor puede ser bajo e imbécil, indigno y sórdido, brutal, cruel, bajo, morboso... "perdemos nuestro amor cuando se lo damos a quien no debemos dárselo" (Ibidem), y hay odios perfectamente justificables y hasta trágica y dolorosamente hermosos, porque hay personas y comportamientos moral y objetivamente, odiosos. Igual que hay una "santa indignación" o una "santa ira", hay una justa intolerancia, la que puede sentir el pueblo ante un atropello sistemático de sus derechos y de su dignidad, o ante la impunidad reiterada de asesinos y ladrones...

Como siempre, la naturaleza no es en sí misma ni buena ni mala, somos nosotros los que, a veces, elegimos hacer lo que menos nos conviene, lo que menos nos perfecciona... Por otra parte, el maniqueísmo es muy peligroso, psicológicamente está aquejado de proyección e identificación (cree el ladrón que todos son de su condición y ve sublimadas en el protagonista sus mediocres tendencias). El mal y el bien se dan en lo moral mezclados, combaten en cada uno de nosotros a cada instante. El bien no depende de que recarguemos las tintas de un sentimiento, sino de que lo equilibremos con otro. No hay persona tan abyecta que no contenga alguna actitud loable, ni persona tan perfecta que no haya hecho en su vida el ridículo moral o tenga buenos motivos éticos para avergonzarse de algunas de sus obras. Nuestro ser moral es precario, de ahí el interés moral de la plegaria bien concebida, la voz "plegaria" connota etimológicamente precariedad. Reconocer nuestra imperfección, nuestra dependencia del Demon interior, es una socrática condición de la sabiduría. Pero también dependemos de circunstancias exteriores. Aunque no podamos evitarlas, podemos apropiárnoslas. Ortega cifró en este esfuerzo toda faena moral.

Enojarse con el mal es lo más conveniente. Alegrarse con el bien es lo mejor en toda circunstancia. Aristóteles resumió el objetivo todo del proyecto educativo. La educación moral de las personas depende directísimamente del modelamiento de los sentimientos y del control racional de las pasiones. El equilibrio, la armonía emocional, muestran el aspecto psicológico de la justicia.

Las pasiones nos pueden destruir, pero también pueden ser consideradas como un inestimable, un imprescindible estímulo para la creatividad y la inteligencia. Nada grande puede hacerse sin pasión (Hegel). También el enojo puede inspirar invenciones admirables.

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