lunes, 20 de agosto de 2007

Conversación

"No sólo ha de ser aliñado el entender: también el querer, y más el conversar"
Baltasar Gracián. Oráculo manual


Algunos de nosotros nos dedicamos profesionalmente a la educación, pero esa importantísima misión, que sin remedio debemos recomenzar con cada generación, es responsabilidad de todos. Los maestros pueden hacer muy poco si no son respaldados por los padres, por los políticos, por los Medios de comunicación. La voluntad mueve; pero el ejemplo arrastra.
Como educadores de oficio, los profesores no merecemos ninguna devoción temerosa o supersticiosa. Además, debemos dar cuenta y razón pública de cuanto hacemos. Sin embargo, resulta imprescindible el respeto y reconocimiento a la dificultad, competencia e importancia de la labor que desarrollamos, pues en la educación de sus niños y jóvenes se juegan los pueblos su futuro. Un pueblo que menosprecia a sus maestros está condenado al desastre.
El compromiso con la educación implica una decisión enérgica a favor de las más nobles ambiciones de la cultura: la consecución de la verdad (objetivo científico), la realización de la justicia (meta ética y política) y la representación de la belleza (orientación estética). Aunque estas "cosas" no sean cosas, y sólo existan como ideales o metas regulativas, la creación cultural y la instrucción educativa es impensable o carece de vigor si no las postulamos como aspectos trascendentes del bien común, del bien que pretendemos promover en el alma, en la mente o en el cerebro (inteligencia y voluntad) de las nuevas generaciones. Las imágenes religiosas o la idea de lo divino expresan diáfana y emotivamente el sentido de estos importantes valores, o sea, la fe en la salvación del hombre y la confianza en su futuro.
El valor que le damos a estas nobles ideas y el papel que juegan en nuestra vida cotidiana transparecen en lo que hacemos y en lo que hablamos. El lenguaje es la auténtica casa del hombre. Las palabras son el instrumento esencial del pensamiento y la comunicación, y el principal factor de humanización y civilización...
Por ello, en nuestra conversación diaria debiera resplandecer en todo momento el respeto a la dignidad del otro, y no su despersonalización. ¿Cómo respetar lo que no se hace nombrar propiamente, como respetable? "Tío", "tronco", "enano", "monstruo", "subnormal"... los jóvenes no usan los nombres propios, se tratan y se dejan tratar a patadas, como cosas, como instrumentos. ¿Cómo puede extrañarme que alguien se caliente quemándome viva, tras hacer con mi alma o mi cuerpo astillas, si me dejo llamar "tronca"?
En nuestras palabras se manifiesta el tratamiento que nos damos y puede también manifestarse cotidianamente el amor a la verdad, la confianza en la vocación espiritual del hombre, y en fin, la gracia y las bellas formas; en vez de la grosería, la ramplonería, la procacidad, la violencia o el mal gusto. Practicar verbalmente la amabilidad no es muy distinto de ser amable.

Lo que somos y aspiramos ser se manifiesta todos los días en lo que hacemos con el idioma. Las palabras tienen un mágico poder sobre nuestra vida más íntima, sobre lo que pensamos y sentimos: promueven sentimientos, buenos o malos, pueden representar, conmover, consolar, motivar, provocar, halagar, engañar, deprimir o herir, como dardos envenenados...
Educar de verdad, contagiar valores en la instrucción, empieza por esforzarnos en hablar mejor, cuidando con mimo ese habitáculo simbólico de signos, conceptos, juicios, razonamientos y versos, en el que deben madurar las mentes y los espíritus. Pues la Palabra nos labra en su seno, como si fuera Dios.

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