jueves, 16 de agosto de 2007

Ascensión

En mi estudio juvenil sobre la verdad platónica (Universidad de Granada, 1991), quise determinar tres vías de elevación de la mente hacia su fin final, que es para Platón el origen cierto del que procede el alma.
La vía estética es el camino de la perfección literaria en que suceso de amor y conocimiento de las ideas se enlazan indisolublemente. Sólo que las ideas ofrecen al ojo interior (noûs) su aspecto más seductor, su resplandor irresistible. Pues el amor -asunto del Banquete- resulta razón originaria de toda comunión entre los mundos y los seres. Allí se nos dice que la razón de amor no es un atributo del deseo erótico, sino de la cosa deseada y de su objeto: lo bello y su posesión gloriosa.
Todo cuanto es resulta amable, pues participa del bello esplendor del Bien, la mayor y más brillante de las ideas. Descartes encontrará en esta dichosa esperanza un motivo racional para descalificar el odio en el Tratado de las pasiones del alma que le dedica a la princesa Isabel de Bohemia, pues no hay ser por abyecto que parezca que no sea y, en el que por ser, no pueda hallarse alguna excelencia que manifieste si quiera una efímera armonía en lucha con las cosas que existen.
En nuestra ascensión sirve de puente la belleza, punto de contacto entre lo que puede ser visto y lo que sólo puede ser adivinado inteligiblemente: la forma más noble en que la bondad se ofrece entre sombras. Su papel demónico nos pone sobre aviso de cómo la matriz se ofrece a la especie para reproducirla: pues todo engendramiento requiere de lo intermedio y medianero (lo metaxý), y de cierta afinidad entre amante y amado.
Al lado de este camino entusiasta e inspirado, en el que el amante asciende, transfigurándose en el Amado, como el místico absorto en su más profundo centro, el divino ateniense nos ofrece en los mismos años de madurez creadora dos caminos más de penetración en la fraga, dos sendas como claros del bosque, hacia la misma cumbre de la verdad existente.
Sócrates llama a la filo-sophía, que lleva en su étimon el nombre de la adoración amorosa, ejercicio o preparación de muerte. He aquí la vía ascética.
No hay contrariedad entre esa manía del alma derivada de sus carencias, llamada amor, y este alejamiento de la carne. Abandonamos la segura comodidad de la placenta cavernosa y arriesgamos la vida por mirar desde la cumbre. Por causa de la felicidad renunciamos al placer efímero; por querer ser todo, llamamos a todo nada. La idea no es aquí más que el oscuro presentimiento de la eternidad de la especie que exige la muerte del individuo. En cualquier caso, el deseo de la carne apunta más allá de la carne.
En su obra más cumplida, al plantear la caza de la justicia en su doble efigie, tanto personal como política, Platón describe el tránsito noético desde lo condicionado hacia lo incondicionado, como una metáfora de la educación del espíritu. El ser, como la luz, se ofrece en grados. La vía noética adopta en su especie más académica el nombre de dialéctica: el arte y la técnica de dar y recibir razones. Lo que proporciona esta disciplina, superior a la matemática, más elevada que cualquier saber útil, es sinopsis, es decir, visión de conjunto. El gobierno del Estado soñado se reservará precisamente a los dialécticos, porque sólo éstos tienen visión de conjunto y pueden comprender los valores relativos de cada cosa.
Queda por preguntarnos si será toda ascensión un retorno. Si tras sufrir y anhelar, concebir e imaginar, sólo estaremos donde empezamos. Si toda elevación del alma la devuelve, en fin, a su verdadera condición originaria. Esta fue sin duda la creencia órfica de los pitagóricos y de Platón. En cualquier caso, el materialismo y el idealismo cosmológico están hoy profundamente de acuerdo: nuestra aspiración más íntima no procede de este mundo, sino que está hecha con el polvo de las estrellas, de la singularidad explosiva de otro mundo que cesó, padre del Tiempo, imagen móvil de la Eternidad.

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